domingo, 12 de abril de 2015

La lluvia no deja de caer (Basado en el texto de Lourdes Veros)



Un par de lágrimas. Eso es todo lo que Lourdes V. se permite derramar. Dos gotas que concentran la angustia acumulada en las últimas semanas y que en su premioso descenso atraviesan sus mejillas dejando tras de sí tibios riachuelos de tristeza. Durante un segundo las siente acumularse en la frontera de su rostro y temblar en su lucha contra el vacío antes de desprenderse hacia la oscuridad. Todo su cuerpo está vencido hacia delante, sujeto por el cinturón de seguridad que le oprime el pecho. La cabeza, totalmente inclinada, le cuelga pesadamente del cuello. En un primer intento por incorporarse, comprueba con alivio, que puede mover los brazos. Apoyándose en el salpicadero se yergue despacio hasta descansar la espalda en el asiento. Lo que más le duele es la nuca. El pelo húmedo, pegado en finos mechones, apenas le deja distinguir unas sombras. El mundo queda reducido a los sonidos: su respiración, la lluvia que golpea el techo del coche y el movimiento del limpiaparabrisas, que no para de barrer la luna delantera. Con esfuerzo levanta la mano para pasarla por la frente, apartando con el dorso de los dedos el cabello que le cubre los ojos. Cuanto la rodea parece en una realidad lejana. Repara en la superficie del cristal y en una gota que se desliza lentamente, arrastrando a otras en su caída, engulléndolas hasta dejarse vencer por el peso y diluirse en una carrera errática. Ha sido un golpe fuerte. Sólo ahora es consciente de lo que le espera. Los primeros curiosos, las personas que vengan en su ayuda, no tardarán en llegar. Estar rodeada de gente es lo último que desea en este momento. Tener que dar explicaciones, confirmar que se encuentra bien, salvo el dolor en el cuello. Le angustia pensar en las atenciones de los desconocidos, en sus preguntas nerviosas, en sus caras desencajadas. Ojalá nadie se hubiera dado cuenta. Saldría del coche y buscaría un teléfono desde el que llamar a la grúa. Ellos se encargarían de todo. Pero es imposible, el estruendo del choque no habrá pasado desapercibido. La parte delantera debe de haber quedado bastante mal. En eso no había pensado, en los trámites engorrosos, en la visita del perito, el tiempo de reparación, en las largas esperas del autobús… La policía no tardará en venir. Posiblemente le hagan la prueba de alcoholemia y muchas preguntas. Tendrá que contar una historia, una que sea creíble. Le relatará al oficial que cuando salió de la biblioteca llovía intensamente. Como no llevaba paraguas, decidió quitarse las gafas para que no se le mojaran los cristales. Luego olvidó volver a ponérselas. Había sido una larga jornada de estudio, y quería llegar a casa tan pronto como fuera posible. La lluvia, el cansancio y la miopía hicieron el resto; en la primera rotonda perdió el control del coche que fue a impactar contra los bolardos de la acera. Ya empieza a escuchar los primeros golpes en la ventanilla del copiloto. Alguien intenta abrir la puerta. En el espejo retrovisor observa con pesadumbre cómo se van acercando los destellos azules de un coche de policía.
El despertador ha sonado a la hora de siempre, y como todas las mañanas, preferiría no levantarse de la cama. No es que tenga sueño; de un tiempo a esta parte se ha acostumbrado a no dormir. Simplemente le faltan los motivos. Prepara el café con leche, se lava los dientes, y toma una ducha rápida. Ya ni siquiera se mira al espejo. Cada vez le cuesta más enfrentarse a la imagen triste que éste le devuelve con cruel indiferencia.
En la calle, un filtro de infinitos grises ahoga los colores. Ha estado lloviendo toda la noche, y parece que va a seguir así todo el día. Al menos, ahora, las nubes han dado una tregua. Advierte con disgusto, que ha olvidado el paraguas, pero no tiene ganas ni ánimo para volver a recogerlo. Junto a la acera, pequeños charcos de agua sucia siembran el asfalto con pedazos de cielo de una blancura desvaída. De camino al aparcamiento, ve llorar en silencio los tejados. Siente que la humedad le penetra hasta los huesos. A lo lejos, oye a la tormenta hablar en su lenguaje ancestral, como una advertencia. Es sólo el preludio a las primeras gotas, que abren en la superficie del agua ondas que se persiguen sin descanso. Ha conseguido llegar al coche sin mojarse demasiado, aunque los cristales de las gafas están salpicados de lluvia. Busca en el bolso el paquete de kleenex, pero sólo encuentra la pequeña bolsa de plástico. Le llena de tristeza verla tan diminuta y vacía, tan inútil, tan frágil. Entonces vuelve a sentir, tan nítida como los últimos días, una ligera palpitación que le hace temblar los párpados. Apenas es capaz de contener las lágrimas. Únicamente puede cerrar los ojos y concentrarse en el crepitar de la lluvia sobre el techo. Le gustaría diluirse en ese murmullo. No despertar. Casi lo ha conseguido. Ella y los impactos metálicos. Y la oscuridad. Un claxon impertinente la trae de nuevo a su realidad, a su aquí y su ahora. Un estúpido conductor le está preguntando con un gesto de la mano si se va a marchar. Le gustaría decirle que no, que va a quedarse allí, bajo la lluvia, el resto de su existencia, pero no le van a dejar. La vida siempre te arrastra. Con pesadez, enciende el motor, acciona el intermitente y deja tras de sí un espacio que el tipo desagradable se afana en ocupar.
A través de los cristales, salpicados por miles de esferas deformantes, ve cómo el mundo pierde su contorno, convertido en un mosaico de colores que se diluyen como en una acuarela. Cuando llega al desvío que lleva al campus, duda. Por un momento, piensa en seguir adelante, perderse, estar lejos de cuanto conoce. Otro bocinazo la vuelve a sacar de sus pensamientos. Por el retrovisor, observa los gestos obscenos que le dedican desde el otro coche. Sin dejar el volante, conecta con la yema de los dedos las luces que indican que va a torcer a la izquierda. Se dirige camino a la universidad.
Ha decidido que lo mejor es esperar en el parking, haciendo tiempo. Si llega al aula cuando todos estén dentro, podrá sentarse sola. No tiene queja de sus compañeros. Los hay mejores y peores, como en todas partes, pero no son lo que necesita. La mayoría de las veces, se siente como una intrusa. En general, no comparte ni sus deseos ni sus opiniones. Quizá se equivocó. Tal vez, esto no es lo suyo. Muchas veces se lo ha preguntado sin poder obtener una respuesta. Sólo con él creía haber encontrado su lugar, alguien que parecía leerle el pensamiento. Juntos compartían su desesperanza; uno, la tabla de salvación del otro. Luego todo quedó sepultado bajo una avalancha de palabras, el mismo lenguaje con el que su historia había comenzado. Nada se salvó, ni una pequeña reliquia con la que erigir un altar consagrado a sus desdichas.
Alguien golpea con insistencia la ventanilla. Es un compañero. Unos segundos después camina junto a él haciendo que escucha sus interminables historias sobre la serie de moda. Puede que no sean tan aburridas; sencillamente, ella, no las soporta. Daría lo que fuera por encontrar un poco de silencio, volver al arrullo de la lluvia. En la puerta, le espera el zumbido de un enjambre familiar. Entre el caos, una voz le pregunta qué tal está. Un poco cansada. Le marea el cruce de conversaciones. Todo el mundo parece hablar al mismo tiempo. Tuvimos que llevarlo a casa porque no se tenía en pie. Esa blusa te queda genial ¿Qué haces en semana Santa? El martes por la tarde tengo inglés. Cuatro es el número mágico, la máxima cantidad de individuos que pueden asistir a una conversación. Sí hay más, el grupo se dispersa. Eso le permite mantenerse fuera, fingir que les atiende a todos. En el aula recupera en parte el silencio. Tan sólo la voz del profesor sobrevuela las cabezas con monotonía. Ha sacado la libreta, pero no toma apuntes. Dibuja formas geométricas uniendo triángulos, cuadrados, círculos, pentágonos. Cuando terminan las clases ha llenado varias hojas. No podría repetir ni una palabra de las lecciones. Se ha dedicado a pensar en sus vidas posibles, las que no fueron. Se ve a sí misma estudiando otra carrera, viviendo en otro país, quizá siendo feliz. Le angustia saber que eso nunca sucederá. En el pasillo improvisa una excusa para desembarazarse de sus compañeros.
Apoyada contra uno de esos incómodos respaldos convexos, ve pasar gente, deseando que nadie se siente a su lado. No debería ser así. Los otros bancos están vacíos. Enfrente hay una máquina de café, otra de cosas para comer y la oficina de los bedeles. Junto a las máquinas un pequeño grupo de gente habla y ríe. Todo resulta familiar y a la vez extraño; aquél no es hall de su escuela. Ha buscado uno, suficientemente lejano como para no encontrarse con nadie y apurar un bocadillo que come con prisa. Hoy no ha tenido fuerzas para enfrentarse a la cafetería. Se ha imaginado a sí misma recogiendo la bandeja del ordenado montón que hay sobre el mostrador y ocupando un lugar en la fila, con la mirada ausente, como los ojos sin vida de las vacas que conducen al matadero. De los cajones de plástico tomaría la servilleta y los cubiertos mientras se preguntaba por cuántas manos, labios, dientes habrían pasado. Tal vez, él los utilizó en alguna ocasión. Le gustaba comer allí. Juntos esperaban su turno hablando de cualquier cosa. Ella siempre escogía los mismos platos que él acababa de tomar. Era una tontería, pero le agradaba estar siempre de acuerdo. Desde que la dejó no ha vuelto a probar los macarrones.
El resto de la tarde lo pasa en la biblioteca, haciendo como que estudia. Sigue con sus garabatos, llenando la libreta con obsesivas formas geométricas. Alguien se ha sentado a su lado. El corazón parece descontrolarse. Es su colonia, sin duda. Sabe que no es él. Vive lejos, en otro país, a miles de kilómetros, y sin embargo, una fragancia diluida en el aire, lo ha traído aquí de nuevo. Con desgana, se incorpora y recoge sus cosas. Antes de marcharse, se acerca al chico sentado junto a ella y en voz baja le dice algo al oído: Hueles como los fantasmas.
Al salir de la biblioteca cae una intensa cortina de lluvia. Echa mano al bolso, pero recuerda que ha olvidado el paraguas en casa. Bajo la cornisa, un grupo de gente espera a que amaine. Están tan juntos que puede percibir en su mejilla el aliento tibio de los que aguardan a su lado. La espera se le hace insoportable. Sólo necesita el valor de un paso y adentrarse en la espesura de la lluvia. Un lametazo frío le golpea la cara. Es la única que camina bajo aquella tromba de agua. De pequeña le gustaba mojarse, sentir las gotas frescas percutiendo en su cuerpo. Ésa era otra cosa que había perdido.
Llega completamente empapada al coche, con las gafas empañadas por la lluvia. No tiene nada con qué secarlas, así que las deja a un lado. El limpiaparabrisas comienza con su movimiento rítmico. No puede quitarse de encima el olor que la aturde desde lo más doloroso del pasado. El agua arrecia sobre los cristales. Delante parpadean unos intermitentes. Alguien está parado y obstruye el paso. Necesita llegar a casa y dormir. Un día entero. Una semana. Para siempre. Los párpados le vuelven a temblar. Tiene que cerrarlos. Sólo escucha la lluvia contra el techo. Cuando abre los ojos, el coche que estaba delante ha desaparecido. Ante ella está la calle vacía, la que lleva a la rotonda con la estatua, la más horrible que pueda imaginarse. Al arrancar, se ha adentrado en un túnel que termina en aquella escultura. Lo demás no existe. Todo sería muy fácil. No debe girar el volante; seguir recto, hasta el final, y la vida fundirá en negro.

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