Un par de lágrimas. Eso es todo
lo que Lourdes V. se permite derramar. Dos gotas que concentran la
angustia acumulada en las últimas semanas y que en su premioso descenso atraviesan
sus mejillas dejando tras de sí tibios riachuelos de tristeza. Durante un
segundo las siente acumularse en la frontera de su rostro y temblar en su lucha
contra el vacío antes de desprenderse hacia la oscuridad. Todo su cuerpo está
vencido hacia delante, sujeto por el cinturón de seguridad que le oprime el
pecho. La cabeza, totalmente inclinada, le cuelga pesadamente del cuello. En un
primer intento por incorporarse, comprueba con alivio, que puede mover los
brazos. Apoyándose en el salpicadero se yergue despacio hasta descansar la
espalda en el asiento. Lo que más le duele es la nuca. El pelo húmedo, pegado
en finos mechones, apenas le deja distinguir unas sombras. El mundo queda
reducido a los sonidos: su respiración, la lluvia que golpea el techo del coche
y el movimiento del limpiaparabrisas, que no para de barrer la luna delantera. Con
esfuerzo levanta la mano para pasarla por la frente, apartando con el dorso de
los dedos el cabello que le cubre los ojos. Cuanto la rodea parece en una
realidad lejana. Repara en la superficie del cristal y en una gota que se
desliza lentamente, arrastrando a otras en su caída, engulléndolas hasta dejarse
vencer por el peso y diluirse en una carrera errática. Ha sido un golpe fuerte.
Sólo ahora es consciente de lo que le espera. Los primeros curiosos, las
personas que vengan en su ayuda, no tardarán en llegar. Estar rodeada de gente
es lo último que desea en este momento. Tener que dar explicaciones, confirmar
que se encuentra bien, salvo el dolor en el cuello. Le angustia pensar en las
atenciones de los desconocidos, en sus preguntas nerviosas, en sus caras
desencajadas. Ojalá nadie se hubiera dado cuenta. Saldría del coche y buscaría
un teléfono desde el que llamar a la grúa. Ellos se encargarían de todo. Pero
es imposible, el estruendo del choque no habrá pasado desapercibido. La parte
delantera debe de haber quedado bastante mal. En eso no había pensado, en los
trámites engorrosos, en la visita del perito, el tiempo de reparación, en las
largas esperas del autobús… La policía no tardará en venir. Posiblemente le
hagan la prueba de alcoholemia y muchas preguntas. Tendrá que contar una
historia, una que sea creíble. Le relatará al oficial que cuando salió de la
biblioteca llovía intensamente. Como no llevaba paraguas, decidió quitarse las
gafas para que no se le mojaran los cristales. Luego olvidó volver a
ponérselas. Había sido una larga jornada de estudio, y quería llegar a casa tan
pronto como fuera posible. La lluvia, el cansancio y la miopía hicieron el
resto; en la primera rotonda perdió el control del coche que fue a impactar
contra los bolardos de la acera. Ya empieza a escuchar los primeros golpes en
la ventanilla del copiloto. Alguien intenta abrir la puerta. En el espejo
retrovisor observa con pesadumbre cómo se van acercando los destellos azules de
un coche de policía.
El despertador ha sonado a la
hora de siempre, y como todas las mañanas, preferiría no levantarse de la cama.
No es que tenga sueño; de un tiempo a esta parte se ha acostumbrado a no dormir.
Simplemente le faltan los motivos. Prepara el café con leche, se lava los
dientes, y toma una ducha rápida. Ya ni siquiera se mira al espejo. Cada vez le
cuesta más enfrentarse a la imagen triste que éste le devuelve con cruel
indiferencia.
En la calle, un filtro de
infinitos grises ahoga los colores. Ha estado lloviendo toda la noche, y parece
que va a seguir así todo el día. Al menos, ahora, las nubes han dado una tregua.
Advierte con disgusto, que ha olvidado el paraguas, pero no tiene ganas ni
ánimo para volver a recogerlo. Junto a la acera, pequeños charcos de agua sucia
siembran el asfalto con pedazos de cielo de una blancura desvaída. De camino al
aparcamiento, ve llorar en silencio los tejados. Siente que la humedad le
penetra hasta los huesos. A lo lejos, oye a la tormenta hablar en su lenguaje
ancestral, como una advertencia. Es sólo el preludio a las primeras gotas, que
abren en la superficie del agua ondas que se persiguen sin descanso. Ha
conseguido llegar al coche sin mojarse demasiado, aunque los cristales de las
gafas están salpicados de lluvia. Busca en el bolso el paquete de kleenex, pero sólo encuentra la pequeña
bolsa de plástico. Le llena de tristeza verla tan diminuta y vacía, tan inútil,
tan frágil. Entonces vuelve a sentir, tan nítida como los últimos días, una ligera
palpitación que le hace temblar los párpados. Apenas es capaz de contener las
lágrimas. Únicamente puede cerrar los ojos y concentrarse en el crepitar de la
lluvia sobre el techo. Le gustaría diluirse en ese murmullo. No despertar. Casi
lo ha conseguido. Ella y los impactos metálicos. Y la oscuridad. Un claxon impertinente
la trae de nuevo a su realidad, a su aquí y su ahora. Un estúpido conductor le
está preguntando con un gesto de la mano si se va a marchar. Le gustaría
decirle que no, que va a quedarse allí, bajo la lluvia, el resto de su
existencia, pero no le van a dejar. La vida siempre te arrastra. Con pesadez,
enciende el motor, acciona el intermitente y deja tras de sí un espacio que el
tipo desagradable se afana en ocupar.
A través de los cristales,
salpicados por miles de esferas deformantes, ve cómo el mundo pierde su
contorno, convertido en un mosaico de colores que se diluyen como en una
acuarela. Cuando llega al desvío que lleva al campus, duda. Por un momento,
piensa en seguir adelante, perderse, estar lejos de cuanto conoce. Otro
bocinazo la vuelve a sacar de sus pensamientos. Por el retrovisor, observa los
gestos obscenos que le dedican desde el otro coche. Sin dejar el volante,
conecta con la yema de los dedos las luces que indican que va a torcer a la
izquierda. Se dirige camino a la universidad.
Ha decidido que lo mejor es
esperar en el parking, haciendo tiempo. Si llega al aula cuando todos estén
dentro, podrá sentarse sola. No tiene queja de sus compañeros. Los hay mejores
y peores, como en todas partes, pero no son lo que necesita. La mayoría de
las veces, se siente como una intrusa. En general, no comparte ni sus
deseos ni sus opiniones. Quizá se equivocó. Tal vez, esto no es lo suyo. Muchas
veces se lo ha preguntado sin poder obtener una respuesta. Sólo con él creía
haber encontrado su lugar, alguien que parecía leerle el pensamiento. Juntos
compartían su desesperanza; uno, la tabla de salvación del otro. Luego todo
quedó sepultado bajo una avalancha de palabras, el mismo lenguaje con el que su
historia había comenzado. Nada se salvó, ni una pequeña reliquia con la que
erigir un altar consagrado a sus desdichas.
Alguien golpea con insistencia
la ventanilla. Es un compañero. Unos segundos después camina junto a él
haciendo que escucha sus interminables historias sobre la serie de moda. Puede
que no sean tan aburridas; sencillamente, ella, no las soporta. Daría lo que
fuera por encontrar un poco de silencio, volver al arrullo de la lluvia. En la
puerta, le espera el zumbido de un enjambre familiar. Entre el caos, una voz le
pregunta qué tal está. Un poco cansada.
Le marea el cruce de conversaciones. Todo el mundo parece hablar al mismo
tiempo. Tuvimos que llevarlo a casa
porque no se tenía en pie. Esa blusa te queda genial ¿Qué haces en semana
Santa? El martes por la tarde tengo inglés. Cuatro es el número mágico, la
máxima cantidad de individuos que pueden asistir a una conversación. Sí hay
más, el grupo se dispersa. Eso le permite mantenerse fuera, fingir que les
atiende a todos. En el aula recupera en parte el silencio. Tan sólo la voz del
profesor sobrevuela las cabezas con monotonía. Ha sacado la libreta, pero no
toma apuntes. Dibuja formas geométricas uniendo triángulos, cuadrados,
círculos, pentágonos. Cuando terminan las clases ha llenado varias hojas. No
podría repetir ni una palabra de las lecciones. Se ha dedicado a pensar en sus
vidas posibles, las que no fueron. Se ve a sí misma estudiando otra carrera,
viviendo en otro país, quizá siendo feliz. Le angustia saber que eso nunca
sucederá. En el pasillo improvisa una excusa para desembarazarse de sus
compañeros.
Apoyada contra uno de esos incómodos
respaldos convexos, ve pasar gente, deseando que nadie se siente a su lado. No
debería ser así. Los otros bancos están vacíos. Enfrente hay una máquina de
café, otra de cosas para comer y la oficina de los bedeles. Junto a las
máquinas un pequeño grupo de gente habla y ríe. Todo resulta familiar y a la
vez extraño; aquél no es hall de su
escuela. Ha buscado uno, suficientemente lejano como para no encontrarse con
nadie y apurar un bocadillo que come con prisa. Hoy no ha tenido fuerzas para
enfrentarse a la cafetería. Se ha imaginado a sí misma recogiendo la bandeja del
ordenado montón que hay sobre el mostrador y ocupando un lugar en la fila, con
la mirada ausente, como los ojos sin vida de las vacas que conducen al
matadero. De los cajones de plástico tomaría la servilleta y los cubiertos mientras
se preguntaba por cuántas manos, labios, dientes habrían pasado. Tal vez, él
los utilizó en alguna ocasión. Le gustaba comer allí. Juntos esperaban su turno
hablando de cualquier cosa. Ella siempre escogía los mismos platos que él
acababa de tomar. Era una tontería, pero le agradaba estar siempre de acuerdo.
Desde que la dejó no ha vuelto a probar los macarrones.
El resto de la tarde lo pasa
en la biblioteca, haciendo como que estudia. Sigue con sus garabatos, llenando
la libreta con obsesivas formas geométricas. Alguien se ha sentado a su lado.
El corazón parece descontrolarse. Es su colonia, sin duda. Sabe que no es él.
Vive lejos, en otro país, a miles de kilómetros, y sin embargo, una fragancia
diluida en el aire, lo ha traído aquí de nuevo. Con desgana, se incorpora y recoge
sus cosas. Antes de marcharse, se acerca al chico sentado junto a ella y en voz
baja le dice algo al oído: Hueles como
los fantasmas.
Al salir de la biblioteca cae
una intensa cortina de lluvia. Echa mano al bolso, pero recuerda que ha
olvidado el paraguas en casa. Bajo la cornisa, un grupo de gente espera a que
amaine. Están tan juntos que puede percibir en su mejilla el aliento tibio de
los que aguardan a su lado. La espera se le hace insoportable. Sólo necesita el
valor de un paso y adentrarse en la espesura de la lluvia. Un lametazo frío le
golpea la cara. Es la única que camina bajo aquella tromba de agua. De pequeña
le gustaba mojarse, sentir las gotas frescas percutiendo en su cuerpo. Ésa era
otra cosa que había perdido.
Llega completamente empapada
al coche, con las gafas empañadas por la lluvia. No tiene nada con qué
secarlas, así que las deja a un lado. El limpiaparabrisas comienza con su
movimiento rítmico. No puede quitarse de encima el olor que la aturde desde lo
más doloroso del pasado. El agua arrecia sobre los cristales. Delante parpadean
unos intermitentes. Alguien está parado y obstruye el paso. Necesita llegar a
casa y dormir. Un día entero. Una semana. Para siempre. Los párpados le vuelven
a temblar. Tiene que cerrarlos. Sólo escucha la lluvia contra el techo. Cuando
abre los ojos, el coche que estaba delante ha desaparecido. Ante ella está la
calle vacía, la que lleva a la rotonda con la estatua, la más horrible que pueda
imaginarse. Al arrancar, se ha adentrado en un túnel que termina en aquella
escultura. Lo demás no existe. Todo sería muy fácil. No debe girar el volante;
seguir recto, hasta el final, y la vida fundirá en negro.
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