(BASADO EN EL TEXTO DE
PABLO GARRIDO)
A
las siete de la mañana el barrio, una zona de la parte vieja de Madrid, se desperezaba
con laxitud. Muy pronto sus habitantes comenzaron a deambular por la calle,
unos a sus respectivos trabajos y quehaceres; otros, la mayoría, trataban de buscarlo.
Entre la algarabía mañanera, sobresalía
imponente un edificio vetusto con una fachada impresionante, que en otra época,
principios del siglo XX, fue importante, así como el distrito al que pertenecía.
El inmueble constaba de seis plantas y en cada una de ellas había dos pisos.
Todos los vecinos de la finca, gente sencilla
y de trato amable y servicial, tenían problemas con Saturio que vivía en el
último piso. Era un hombre difícil, de unos sesenta años, con un carácter
inaguantable, sus ojos llameaban rencor como si los demás tuviesen la culpa de
alguna cosa en concreto que le pasara. Algunos vecinos le apodaban “ el
Perdonavidas”, porque su mirada fulminaba cuando la dirigía hacia alguien.
Costaba creer que hubiera sido alguna vez un niño, que le hubiese gustado
jugar, reír… y de joven, amar. Seguramente nació ya viejo, con un corazón
pétreo y en lucha constante contra el
mundo. Hacía tres años que vivía en la
finca. Nadie sabía de dónde había venido y por qué precisamente había ocupado
el último piso, cuando podía haber elegido un segundo o un tercero. Además,
intentó comprar el piso que estaba enfrente del suyo con la idea de ampliarlo,
a lo cual se negó el sr. Paco. A partir de ese día mostró una hostilidad férrea
contra el pobre hombre, y su respectiva familia. Pensaba, por su actitud, que
el ascensor le pertenecía por completo y ponía toda clase de obstáculos e
impedimentos para que ningún vecino pudiese cogerlo, por ejemplo, dejar la
puerta abierta, sostenida por algún objeto para que no se cerrase, o bien, lo
averiaba con frecuencia. De él se podía esperar cualquier cosa. No había
pruebas fehacientes que lo inculparan, pero el resto del bloque estaba
convencido de ello.
El sr. Manolo vivía en la quinta planta y el
sr. Paco vivía enfrente de Saturio, eran los más perjudicados, apenas podían
bajar o subir en el ascensor.
En ocasiones, en la puerta del sr. Paco
había restos de desperdicios o bien, aporreaban la puerta de madrugada. Y como
siempre, todo sucedía sin testigos, sin embargo, sabían que Saturio quería
deshacerse de ellos.
La situación llegó a tal extremo que, el sr.
Manolo y el sr. Paco, estaban mirando por la zona otra vivienda que fuese
asequible a sus posibilidades económicas, aunque tendrían que vender el suyo propio
a cualquiera menos a Saturio. Pero claro, nadie del vecindario quería
comprarles el piso, se estimaban más su tranquilidad y salud mental.
Una noche, sobre las doce, el sr. Manolo
salió al rellano y vio que el ascensor se detenía entre la quinta y sexta
planta. Del montacargas emanaba una luz blanca radiante, potente, y a los pocos
minutos se oyó vibrar el elevador «¿ qué nueva fechoría estarás tramando?»,
pensó el vecino. De repente, el ascensor subió a la sexta, las luces se
apagaron y escuchó los pasos de Saturio saliendo del ascensor y cómo éste abría
la puerta de su casa, cerrando con llave tras de sí.
Al día siguiente, quedaron en el portal el
sr. Manolo y el sr. Paco, se encaminaron recelosos a la “Bodega de Andrés”. Se
giraban constantemente por si eran seguidos.
─ Sr. Paco, aquí pasa algo raro y hemos de
averiguar de qué se trata. Ayer presencié un fenómeno que me puso los pelos como
escarpias, se lo juro.
─¡ Quite, quite, sr. Manolo! , por las
noches cierro con llave, pongo los dos cerrojos y atranco la puerta con una
silla; mi familia dice que me estoy volviendo loco.
─ Lo cierto y verdad, es que Saturio quiere
quedarse con el bloque completo, a mi modo de entender lo veo así, aunque los
vecinos que le estorban somos nosotros dos, y en especial usted, sr. Paco.
─ ¿Y qué propone? – dijo expectante el sr.
Paco.
─ Pues… investigar el porqué.
─ ¡Cómo! ¿Vamos a ser espías, sr. Manolo?
─ Sí, y hemos de ser cautelosos.
─ Algo así como andar con paso corto y vista
larga.
─ Exactamente, yo no lo hubiera expresado
mejor.
─ Usted ha visto demasiadas películas, sr.
Manolo.
Los dos vecinos quedaron para hacer de centinelas
esa misma noche. Debían indagar sin levantar sospechas, cada uno en su rellano.
A las doce en punto, por las rendijas del
ascensor salía una luz brillante, cegadora, el elevador continuaba estacionado
entre los dos rellanos: quinto y sexto. A los pocos minutos que parecieron
eternos, comenzó a vibrar, se paró en el sexto, Saturio salió de él, portaba
algo en las manos. La luz de la luna atravesando el cristal de la ventana, en
ese instante, hizo que el sr. Paco desde su escondrijo se percatara o creyera
ver cómo en la cara de Saturio se dibujaba ¿una sonrisa?
Pasadas las diez de la mañana, los dos
vecinos volvieron a reunirse, esta vez en una tasca cualquiera a las afueras
del barrio. Pusieron en común sus descubrimientos, y llegaron a la conclusión
de que eran insuficientes. El siguiente paso sería entrar en la casa de
Saturio, aprovechando alguna de sus salidas.
─ Los sábados por la mañana se va al parque
a echar comida a las palomas, podríamos intentarlo en ese momento-dijo el sr.
Manolo.
─ Me asusta usted cada vez más, eso es
allanamiento de morada, podemos incluso ir a la cárcel si nos cogen infraganti,
es decir, dentro de la casa.
─ Sí, ya le he entendido, no hace falta que
me explique lo que significa “infraganti”. Pero no me sea usted quejica ni
miedoso, sr. Paco.
─ ¿Y qué espera encontrar en la casa?
─ Pues, papeles, documentos que nos lleven a
comprender a ese hombre y por qué nos hace la vida imposible, este “Perdonavidas”.
─ ¡Bravo, sr. Manolo! Ahora al delito de
allanamiento vamos a añadirle el de “ vulneración del derecho de intimidad”,
¿no sabe que está penado?
─ Si lo hacemos bien nadie tiene por qué
enterarse. Este asunto huele mal, sr. Paco. No me creo del todo que su
comportamiento sea debido exclusivamente a que quiere ampliar su piso y
necesita el suyo. ¿Y los demás vecinos, qué? Es el dueño absoluto del ascensor
y ahí ocurren cosas muy raras.
─ ¡ Está bien!- Expresó con energía el sr.
Paco, ya harto de la conversación-. Necesitaremos una ganzúa o un trozo de
radiografía.
─ ¿Radiografía?
─ Sí, he oído por ahí que los ladrones, si
los dueños se olvidan de cerrar la puerta de sus casas con llave, pueden entrar
sin problemas. Y como ahora vamos a pertenecer a su gremio…
─ En primer lugar, no vamos a hurtar nada,
solo mirar- pronunció el sr. Manolo con un hilo de voz acercándose al sr. Paco-.
Yo llevaré lo necesario y más aún, por si acaso. Afortunadamente, su puerta no
suele cerrarla con llave durante el día. Parece confiado en eso.
Los dos hombres se despidieron y entraron
por separado al portal de la finca, para no levantar sospechas.
Cuando llegó el sábado, el sr. Paco estaba
sobre aviso detrás del visillo de la ventana y vio como Saturio marchaba con el
periódico bajo el brazo y una bolsa con pequeños trozos de pan. «Bien, tardarás
un buen rato», pensó el sr. Paco. A los pocos segundos picaban con los nudillos
en su puerta. El sr. Manolo trajo bastantes herramientas y objetos para tener
éxito en su misión: una llave Allen, una hoja de afeitar de metal, un clip, un
trozo de radiografía …Al cabo de cinco minutos se hallaban dentro de la vivienda.
Se dividieron las estancias y comenzaron la inspección. El piso era pequeño,
pero muy ventilado y soleado, aunque se notaba cierto vacío en el ambiente,
como a casa deshabitada. En la cocina había un rimero de platos de varios días
por fregar, era lo más descuidado de la casa. Saturio entraba a la cocina lo
menos posible a tenor de lo que se veía en ella. El sr. Manolo apremió al sr.
Paco a que acudiera donde él se encontraba. En la alcoba, encima de la mesilla
de noche, había una fotografía en blanco y negro de Saturio de joven con una
muchacha, tal vez fuera su esposa. Todos en la finca sabían que era viudo desde
hacía tres años. Realmente, no conocían nada de su vida anterior. Lo que les
llamó la atención era el buen carácter que traslucía la foto, la afabilidad,
alegría. «No podía ser Saturio», pensaron los dos hombres con estupor. En uno
de los cajones de la cómoda había más fotografías, la misma mujer, el mismo
hombre, y la misma actitud, pero con bastantes años más. Salieron de la
habitación y entraron en una salita rectangular muy acogedora. Constaba de un
aparador donde estaban dispuestos dos juegos de tazas de café y un juego de
vasos de agua, decorados con flores de colores, dentro de una vitrina, algunos
cuadros en el exterior puestos en fila; en el ángulo izquierdo una radio, y en
la parte derecha arriba, dos baldas en las que se apiñaban unos libros en
hilera. Había una televisión de plasma y enfrente un tresillo, con unos
sillones muy cómodos, una mesa en el centro y cuatro sillas en uno de los
lados. Iban a salir de allí, cuando se percataron que cerca de la ventana,
había un mueble cuadrangular de poca altura, con un cajón difícil de descubrir
a simple vista. Tocaron el adorno del centro y se abrió instantáneamente, en su
interior vieron un cuaderno, ¿un diario?
─ Yo creía que los diarios los escribían las
mujeres-dijo asombrado el sr. Paco.
─ No sea machista, ¡caramba! Tanto hombres
como mujeres expresamos en el papel lo que nos pasa. Es una forma de ahorrarse
ir al psicólogo. lo que ocurre es que hay mucho “gallito” que va de duro por la
vida- dijo con segundas.
Tuvieron cierto pudor al leer el diario.
Descubrieron que a partir del veinte de abril de 2012 todo cambió para Saturio,
y que el mal humor era producto de la tristeza y la soledad por la pérdida de
su esposa. En otra de las páginas del diario se enteraron que ella vivió de
niña y adolescente en la casa del sr. Paco. «Por eso quiere mi piso», pensó el
sr. Paco.
─ Ahora comprendo lo de la luz brillante del
ascensor- dijo compungido el sr. Manolo-, es el espectro de su esposa que ha
venido para estar con él.
─ Sí,- asintió el sr. Paco-, por eso le vi
la cara tan sonriente la otra noche al salir del ascensor. Es el lugar donde se
reúnen los dos.
Avergonzados salieron de la casa de Saturio,
no sin antes dejar las cosas como estaban, y jurar que lo que habían
descubierto no lo dirían ni a sus familias.
Al cabo de una semana volvieron a hablar.
─ Sr. Paco, yo no quiero vivir en una finca
donde se ha instalado un fantasma para vivir en el ascensor.
─ Tiene toda la razón, yo no puedo ni dormir
por las noches.
─ ¿Por qué no le vende su piso? Ahora ya
sabe el motivo por el cual lo desea con tanto ahínco.
─ Ya lo había pensado, no se crea. Me iré al
pueblo, allí tengo una casa, y quiero vivir con tranquilidad con mi mujer.
Además, aquí no tengo ningún hijo, todos viven fuera de Madrid. ¿Y usted qué
piensa hacer?
─ Yo ya tengo apalabrado un piso en otra
zona. Me mudo la semana que viene. Estoy seguro de que cuando el resto de
vecinos se den cuenta de los fenómenos paranormales que ocurren aquí, también
se marcharan- dijo con cierto temblor el sr. Manolo.
Después de un año, Saturio, dueño de los dos
pisos, pudo ampliar y reformar su vivienda.
Una mañana, Saturio llamó a la señora que
hacía la limpieza semanal de la escalera y el patio de la finca. Muy amable le
pidió perdón por el tiempo que había tardado en devolverle una bolsa de cuero marrón
que le había prestado. Le dio las gracias efusivamente. Dentro contenía un foco
muy potente de luz alógena, una grabadora y un CD de efectos especiales.
─¿ Le ha sido de utilidad, sr. Saturio?
─ Con
una gran sonrisa, contestó:¡ No sabe cuánto, sra. Concha, no sabe cuánto!
ARACELI MÁRQUEZ
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