miércoles, 25 de febrero de 2015

La Nadería
Andaba perdido por aquella madeja de callejuelas y callejones. Las instrucciones parecían sencillas: “entra por la Puerta de los Jazmines y derecha, derecha, siempre a la derecha. Sabrás cuando has llegado, no te preocupes”. Ante la cara de animal abandonado tras la que me escondía por aquellos tiempos mi amiga había acabado por improvisar una suerte de plano en un servilleta.
Ahora le daba vueltas sin acertar a saber qué era arriba y qué abajo. En aquella parte de la ciudadela de nada servía el GPS y además tampoco tenía dirección ni nombre por los que interrogarle. Desde la Puerta me había adentrado navegando entre el gentío que ya a primera hora de la mañana abarrotaba aquellas calles. Grandes alfombras tensadas entre las casas protegían del sol que pronto empezaría a brillar inclemente. Atravesando las tiendas de marroquinería y pedrería había torcido a la derecha en la prima esquina por una calle estrecha y alargada en la que se podía comprar todo tipo de frutas y verduras. Resultaba trabajoso andar entre las señoras que regateaban la compra del día seguidas de criados cargados con bolsas y bultos. De nuevo a la derecha había esquivado a comerciantes y compradores de ropajes y alfombras para desembocar en la plazoleta de los encurtidores y volver a girar a la derecha no sin antes probar diferentes maneras de preparar las aceitunas, negras picantes, verdes con hinojo, rojas con limón,... Me había impregnado durante unos metros con el aroma de inciensos y especias hasta tomar la primera callejuela a la derecha en la que, en sus minúsculos talleres, los zapateros mostraban orgullosos sus habilidades con pieles de colores.
Una vez más a la derecha entré en una calle más estrecha si cabe, apenas una línea de cielo sobre mi cabeza. Unas pocas tiendas de libros de segunda mano a la derecha, un barbero a la izquierda. Sólo algún transeunte despistado. Había ido así a parar a un ensanchamiento en el que sentado en el suelo, un dentista mostraba orgulloso su currículum en forma de pila de dientes. A su lado un matagusanos señalaba complacido un tarro en el que conservaba una tenia kilométrica, una de sus especialidades. Andando hacia atrás sin dejar de mirarle la boca que exhibía sonriente me había metido por una hendidura que a la derecha se abría entre una casa de comidas y un lupanar, aparentemente cerrado pero siempre dispuesto a atender una urgencia. Girando de nuevo a la derecha había llegado hasta este amago de callejón en el que no había ni un alma, ni una puerta ni tan siquiera ventana.
Estaba desorientado, después de tanto giro debería haber vuelto a la Puerta de los Jazmines y sin embargo no tenía ni idea de dónde me encontraba. ¿Debía buscar otra derecha en la que torcer? No se veía esquina que doblar. Lancé la servilleta arrugada al suelo desconcertado y sin embargo, ¿cómo explicarlo? algo me decía que había llegado.
Entonces oí un tintineo, un chocar de pequeñas barras de metal al fondo del callejón y, unos metros más abajo, de la pared surgió una chica. Echó a andar hacia mí. En su mano derecha portaba una bolsa de papel de color papel, en la cara una sonrisa resplandeciente. Rezumaba felicidad. Al pasar a mi lado se detuvo un instante cuanto apenas y me dijo “ ahí, a la derecha” y desapareció por la primera a la izquierda devolviendo el callejón a la oscuridad.
Las varillas doradas anunciaron alborotadas mi entrada en la tienda. Era una estancia blanca, rectangular. En un extremo, en el que Yo estaba parado, la entrada con un pequeño escaparate vacío, en el otro, el mostrador detrás del que se parapetaba el dependiente. A sus espaldas la tienda, o lo que estaba a la vista de ella, acababa en una pesada cortina de un oscuro color verde. Las paredes a ambos lados estaban cubiertas de estanterías blancas vacías y cubiertas de polvo. En medio de la sala, un conjunto de cajones blancos de madera miraban vacíos al techo dejando dos caminos posibles entre mí y el dependiente. Tomé el de la derecha y me acerqué al mostrador.
Esperé a que callara el coro metálico y aclarándome la voz saludé al dependiente.
“Hola”
“Hola, muy buenas”
“Muy buenas ¿está cerrado?”
“¿Cerrado?. Si estuviera cerrado digo Yo que usted no habría entrado. ¿Verdad?”
Me lo dijo sin acritud, encorvado sobre el mostrador de madera sin levantar la cabeza. Parecía estudiar algo con detenimiento, pero sobre la madera que de pared a pared nos separaba no había nada. Era un señor con pinta de telegrafista del Oeste Americano y ahora me miraba alzando los ojos por encima de las gafas, unas lentes más bien traslúcidas que hacian equilibros sobre su nariz unidas por unos almabres retorcidos. Se quedó así, como esperando una respuesta.
Reformulé la pregunta.”No, quería decir que si han cerrado el negocio. Vamos que si han cesado su actividad.”
“¿Cesado? Si hubiera cesado la actividad digo Yo que Yo no estaría hablando con usted ¿Verdad?”
Por un momento pensé que aquella chica se había llevado lo último que quedaba en las estanterias y que el buen hombre, aquél tendero tan peculiar, no se había dado cuenta. A decir verdad, el mostrador era una simple tabla que descansaba a media altura sobre un murete de ladrillo sin abertura o puerta a la vista y aunque, no se le veía mayor, tampoco era joven y costaba imaginarle saltando al otro lado, hacia el mío, para hacer inventario.
“Ya, ya... pero”, buscaba con tiento las palabras para hacérselo saber, “...como no hay nada en la tienda”.
“¿Nada? Si no hubiera nada digo Yo que esto no sería una tienda ¿verdad? ¿Usted qué busca? ¿A por qué viene?”
“Pues, pues nada. Yo no busco nada. Bueno, no lo sé. A decir verdad, no tengo ni idea qué hago aquí. Anoche me lo recomendó una amiga y... bueno, he llegado”.
“Je je je, no se preocupe, eso dicen todos los que entran por esa puerta.” Me interrumpió. “Aquí encontrará todo lo que un hombre puede necesitar. Venga, deje ahí en el paragüero esa cara de girasol en día de nubes y dese una vuelta. Las nadas son nuestra especialidad, desde 1823. Fíjese, Yo soy la quinta generación de mi familia al frente de este negocio. Lo fundó mi tatatatarabuelo. Recorrió la ruta de la seda durante años en un sentido y otro. Volvió con las manos vacías y entonces se le ocurrió la gran idea de abrir esta tienda. Un gran tipo con visión de los negocios, sí señor”.
No supe qué decir. Me quedé mirando a aquél pequeño personaje que bien podría ser el primero de aquella larga saga de vendedores de nada. No ví el paragüero, así que seguí con la cara que traía.
“Tómese su tiempo, con confianza, en confianza. No se desanime. Al principio cuesta situarse entre tanta mercadería. Este muestrario de bellezas y gangas embota los sentidos. Pero ya verá, ya, dese una vuelta. Rebusque entre los cajones. Recorra los anaqueles. Seguro que encuentra lo que busca. Yo estaré por aquí por si me necesita. No dude en preguntar cualquier cosa. Venga, venga, no sea tímido que por mirar no cobramos. Mire usted, podemos presumir de que en todo estos años nunca ha salido un cliente de esta tienda con las manos vacías. Nadie nunca ha devuelto nada”.
Me giré y miré a mi alrededor. Repasé de un vistazo baldas y cajones. Allí no había nada. No tenía ganas de seguir con aquél diálogo imposible así que me dirijí hacia la estantería de la derecha. Varios tablones vacíos recorrían la pared de punta a punta apoyadas sobre unas escuadras de madera. Ligeramente inclinadas hacia delante estaban rematadas por un pequeño tope. Me llegué hasta el principio, junto a la puerta. Un contorno invisible se dibujaba en el segundo nivel empezando por debajo captando poderosamente mi atención.
“¡Ah!... tiene usted buen gusto. En ese estante están las últimas novedades en nada, recién llegadas de París y Nueva York”.
Me agaché para verlo mejor. “Muy bonitas, pero no es exactamente lo que andaba buscando”.
“Bueno, bueno. No se preocupe y siga, siga. Siga mirando el género. Tenemos objetos únicos. Allí, en la derecha encontrará algo más clásico. En los cajones de la derecha, de la mía, los productos que importamos de la India y Borneo, tienen mucho éxito, sobretodo entre las mujeres ¿Acaso busca algo para regalar?.”
“No, no, es para mí”.
“¡Ah! Entiendo. Entonces ignore los otros cajones. Ahí tenemos sólo bagatelas, gangas, tallas especiales, restos, saldos y cosas así. Mercaderías que no están a la altura de alguien como usted”.
Me levanté y seguí dando la vuelta a la tienda. Recorrí los cajones en sentido inverso a las agujas del reloj, acariciando su borde con las yemas de los dedos de la mano inzquierda mientras veía nada en su interior. Nada XXL, nada desparejada, nada del Rajastán con un potente aroma a polvo, a viejo.
“Ah y no se preocupe por el precio, todo se puede hablar ¡me encanta negociar!”
Ignoré los cajones que me había indicado el dependiente y de súbito, en la otra pared, me quedé pasmado sobre las puntas de mis pies mirando boquiabierto el estante más alto. Apenas alcanzaba a divisar el fondo, pero no podía apartar los ojos de aquél vacío. Con mis casi dos metros de altura debía ser casi seguro el primer cliente en fijarme en aquello. Era, no sé cómo decirlo, lo que necesitaba, lo que andaba buscando.
“¡Ahhhh! ¡Definitivamente tiene usted un gusto refinado! No cabe duda de que sabe lo que quiere! Es un objeto único, de los que llegan rara vez, los tenemos hasta agotar las existencias”.
“Quiero esta existencia”.
Afuera el día seguía avanzando a un ritmo indescifrable. Los vidrios sucios del escaparate filtraban diligentes la escasa luz que llegaba al callejón. Negociamos, regateamos. Duro de roer el señor dependiente. Imposible decir el tiempo que estuve allí.

Al salir, con la bolsa de papel en la mano cuando aún no se había apagado el tintineo de la puerta, vi a una chica parada en la esquina. Me miró como un náufrago a una vela en el horizonte. Cuando llegué a su altura le indiqué que lo que venía a buscar estaba un poco más abajo, a la derecha y seguí mi camino siempre hacia la izquierda, como la persona más feliz del mundo.

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