La Nadería
Andaba perdido por aquella madeja de callejuelas y
callejones. Las instrucciones parecían sencillas: “entra por la Puerta de los Jazmines
y derecha, derecha, siempre a la derecha. Sabrás cuando has llegado, no te
preocupes”. Ante la cara de animal abandonado tras la que me escondía por
aquellos tiempos mi amiga había acabado por improvisar una suerte de plano en
un servilleta.
Ahora le daba vueltas sin acertar a saber qué era
arriba y qué abajo. En aquella parte de la ciudadela de nada servía el GPS y
además tampoco tenía dirección ni nombre por los que interrogarle. Desde la
Puerta me había adentrado navegando entre el gentío que ya a primera hora de la
mañana abarrotaba aquellas calles. Grandes alfombras tensadas entre las casas
protegían del sol que pronto empezaría a brillar inclemente. Atravesando las
tiendas de marroquinería y pedrería había torcido a la derecha en la prima
esquina por una calle estrecha y alargada en la que se podía comprar todo tipo
de frutas y verduras. Resultaba trabajoso andar entre las señoras que
regateaban la compra del día seguidas de criados cargados con bolsas y bultos. De
nuevo a la derecha había esquivado a comerciantes y compradores de ropajes y
alfombras para desembocar en la plazoleta de los encurtidores y volver a girar
a la derecha no sin antes probar diferentes maneras de preparar las aceitunas,
negras picantes, verdes con hinojo, rojas con limón,... Me había impregnado
durante unos metros con el aroma de inciensos y especias hasta tomar la primera
callejuela a la derecha en la que, en sus minúsculos talleres, los zapateros
mostraban orgullosos sus habilidades con pieles de colores.
Una vez más a la derecha entré en una calle más
estrecha si cabe, apenas una línea de cielo sobre mi cabeza. Unas pocas tiendas
de libros de segunda mano a la derecha, un barbero a la izquierda. Sólo algún
transeunte despistado. Había ido así a parar a un ensanchamiento en el que
sentado en el suelo, un dentista mostraba orgulloso su currículum en forma de
pila de dientes. A su lado un matagusanos señalaba complacido un tarro en el
que conservaba una tenia kilométrica, una de sus especialidades. Andando hacia
atrás sin dejar de mirarle la boca que exhibía sonriente me había metido por
una hendidura que a la derecha se abría entre una casa de comidas y un lupanar,
aparentemente cerrado pero siempre dispuesto a atender una urgencia. Girando de
nuevo a la derecha había llegado hasta este amago de callejón en el que no había
ni un alma, ni una puerta ni tan siquiera ventana.
Estaba desorientado, después de tanto giro debería
haber vuelto a la Puerta de los Jazmines y sin embargo no tenía ni idea de
dónde me encontraba. ¿Debía buscar otra derecha en la que torcer? No se veía
esquina que doblar. Lancé la servilleta arrugada al suelo desconcertado y sin
embargo, ¿cómo explicarlo? algo me decía que había llegado.
Entonces oí un tintineo, un chocar de pequeñas
barras de metal al fondo del callejón y, unos metros más abajo, de la pared
surgió una chica. Echó a andar hacia mí. En su mano derecha portaba una bolsa
de papel de color papel, en la cara una sonrisa resplandeciente. Rezumaba
felicidad. Al pasar a mi lado se detuvo un instante cuanto apenas y me dijo “
ahí, a la derecha” y desapareció por la primera a la izquierda devolviendo el
callejón a la oscuridad.
Las varillas doradas anunciaron alborotadas mi
entrada en la tienda. Era una estancia blanca, rectangular. En un extremo, en
el que Yo estaba parado, la entrada con un pequeño escaparate vacío, en el
otro, el mostrador detrás del que se parapetaba el dependiente. A sus espaldas
la tienda, o lo que estaba a la vista de ella, acababa en una pesada cortina de
un oscuro color verde. Las paredes a ambos lados estaban cubiertas de
estanterías blancas vacías y cubiertas de polvo. En medio de la sala, un
conjunto de cajones blancos de madera miraban vacíos al techo dejando dos
caminos posibles entre mí y el dependiente. Tomé el de la derecha y me acerqué
al mostrador.
Esperé a que callara el coro metálico y aclarándome
la voz saludé al dependiente.
“Hola”
“Hola, muy buenas”
“Muy buenas ¿está cerrado?”
“¿Cerrado?. Si estuviera cerrado digo Yo que usted
no habría entrado. ¿Verdad?”
Me lo dijo sin acritud, encorvado sobre el mostrador
de madera sin levantar la cabeza. Parecía estudiar algo con detenimiento, pero
sobre la madera que de pared a pared nos separaba no había nada. Era un señor
con pinta de telegrafista del Oeste Americano y ahora me miraba alzando los
ojos por encima de las gafas, unas lentes más bien traslúcidas que hacian
equilibros sobre su nariz unidas por unos almabres retorcidos. Se quedó así,
como esperando una respuesta.
Reformulé la pregunta.”No, quería decir que si han
cerrado el negocio. Vamos que si han cesado su actividad.”
“¿Cesado? Si hubiera cesado la actividad digo Yo que
Yo no estaría hablando con usted ¿Verdad?”
Por un momento pensé que aquella chica se había
llevado lo último que quedaba en las estanterias y que el buen hombre, aquél
tendero tan peculiar, no se había dado cuenta. A decir verdad, el mostrador era
una simple tabla que descansaba a media altura sobre un murete de ladrillo sin
abertura o puerta a la vista y aunque, no se le veía mayor, tampoco era joven y
costaba imaginarle saltando al otro lado, hacia el mío, para hacer inventario.
“Ya, ya... pero”, buscaba con tiento las palabras
para hacérselo saber, “...como no hay nada en la tienda”.
“¿Nada? Si no hubiera nada digo Yo que esto no sería
una tienda ¿verdad? ¿Usted qué busca? ¿A por qué viene?”
“Pues, pues nada. Yo no busco nada. Bueno, no lo sé.
A decir verdad, no tengo ni idea qué hago aquí. Anoche me lo recomendó una
amiga y... bueno, he llegado”.
“Je je je, no se preocupe, eso dicen todos los que
entran por esa puerta.” Me interrumpió. “Aquí encontrará todo lo que un hombre
puede necesitar. Venga, deje ahí en el paragüero esa cara de girasol en día de
nubes y dese una vuelta. Las nadas son nuestra especialidad, desde 1823.
Fíjese, Yo soy la quinta generación de mi familia al frente de este negocio. Lo
fundó mi tatatatarabuelo. Recorrió la ruta de la seda durante años en un
sentido y otro. Volvió con las manos vacías y entonces se le ocurrió la gran
idea de abrir esta tienda. Un gran tipo con visión de los negocios, sí señor”.
No supe qué decir. Me quedé mirando a aquél pequeño
personaje que bien podría ser el primero de aquella larga saga de vendedores de
nada. No ví el paragüero, así que seguí con la cara que traía.
“Tómese su tiempo, con confianza, en confianza. No
se desanime. Al principio cuesta situarse entre tanta mercadería. Este
muestrario de bellezas y gangas embota los sentidos. Pero ya verá, ya, dese una
vuelta. Rebusque entre los cajones. Recorra los anaqueles. Seguro que encuentra
lo que busca. Yo estaré por aquí por si me necesita. No dude en preguntar
cualquier cosa. Venga, venga, no sea tímido que por mirar no cobramos. Mire
usted, podemos presumir de que en todo estos años nunca ha salido un cliente de
esta tienda con las manos vacías. Nadie nunca ha devuelto nada”.
Me giré y miré a mi alrededor. Repasé de un vistazo
baldas y cajones. Allí no había nada. No tenía ganas de seguir con aquél
diálogo imposible así que me dirijí hacia la estantería de la derecha. Varios
tablones vacíos recorrían la pared de punta a punta apoyadas sobre unas
escuadras de madera. Ligeramente inclinadas hacia delante estaban rematadas por
un pequeño tope. Me llegué hasta el principio, junto a la puerta. Un contorno invisible
se dibujaba en el segundo nivel empezando por debajo captando poderosamente mi
atención.
“¡Ah!... tiene usted buen gusto. En ese estante
están las últimas novedades en nada, recién llegadas de París y Nueva York”.
Me agaché para verlo mejor. “Muy bonitas, pero no es
exactamente lo que andaba buscando”.
“Bueno, bueno. No se preocupe y siga, siga. Siga
mirando el género. Tenemos objetos únicos. Allí, en la derecha encontrará algo
más clásico. En los cajones de la derecha, de la mía, los productos que
importamos de la India y Borneo, tienen mucho éxito, sobretodo entre las
mujeres ¿Acaso busca algo para regalar?.”
“No, no, es para mí”.
“¡Ah! Entiendo. Entonces ignore los otros cajones.
Ahí tenemos sólo bagatelas, gangas, tallas especiales, restos, saldos y cosas
así. Mercaderías que no están a la altura de alguien como usted”.
Me levanté y seguí dando la vuelta a la tienda.
Recorrí los cajones en sentido inverso a las agujas del reloj, acariciando su
borde con las yemas de los dedos de la mano inzquierda mientras veía nada en su
interior. Nada XXL, nada desparejada, nada del Rajastán con un potente aroma a
polvo, a viejo.
“Ah y no se preocupe por el precio, todo se puede
hablar ¡me encanta negociar!”
Ignoré los cajones que me había indicado el
dependiente y de súbito, en la otra pared, me quedé pasmado sobre las puntas de
mis pies mirando boquiabierto el estante más alto. Apenas alcanzaba a divisar
el fondo, pero no podía apartar los ojos de aquél vacío. Con mis casi dos
metros de altura debía ser casi seguro el primer cliente en fijarme en aquello.
Era, no sé cómo decirlo, lo que necesitaba, lo que andaba buscando.
“¡Ahhhh! ¡Definitivamente tiene usted un gusto
refinado! No cabe duda de que sabe lo que quiere! Es un objeto único, de los
que llegan rara vez, los tenemos hasta agotar las existencias”.
“Quiero esta existencia”.
Afuera el día seguía avanzando a un ritmo
indescifrable. Los vidrios sucios del escaparate filtraban diligentes la escasa
luz que llegaba al callejón. Negociamos, regateamos. Duro de roer el señor
dependiente. Imposible decir el tiempo que estuve allí.
Al salir, con la bolsa de papel en la mano cuando
aún no se había apagado el tintineo de la puerta, vi a una chica parada en la
esquina. Me miró como un náufrago a una vela en el horizonte. Cuando llegué a
su altura le indiqué que lo que venía a buscar estaba un poco más abajo, a la
derecha y seguí mi camino siempre hacia la izquierda, como la persona más feliz
del mundo.
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