miércoles, 22 de octubre de 2014

Una mañana cualquiera

Como todas las mañanas el primer vagón estaba medio vacío, debido a que donde yo subo, a diario, es en las primeras paradas del trayecto. Siempre cojo el segundo metro de la mañana, cuando todavía están varios asientos libres, pero, pocas paradas después, se ocupan todos. A medio camino, mucho antes de entrar en el túnel, muy cerca del núcleo de la ciudad, hay tres veces más gente de pie que sentados. En más de una ocasión pensé, el porqué no intercalaban más trenes a esa hora, seguramente estaba muy bien calculado económicamente. Es curioso, pero leo en la etiqueta pegada sobre la puerta del conductor, que el número de plazas para las personas sentadas es de 116 y para el total de viajeros de 472. La gran mayoría de las personas sentadas duermen, unos apoyados en el cristal, otros haciendo equilibrios con la cabeza libre de apoyo.  Y curioso, siempre se despiertan antes de su parada. Tienen el sueño calculado milimétricamente. Casi siempre somos los mismos los que subimos en el primer vagón cada mañana.
Saludé con buenos días a la gente más cercana, a los conocidos. Esta mañana había una muchacha sentada en el asiento de enfrente al que yo ocupo normalmente, Iba vestida de largo, con un vestido oscuro y con medias negras, eso me pareció inusual para la época , y leía un libro de gruesas tapas negras. Pude llegar leer que se trataba de una biblia y tenía en la mano un lápiz marcador amarillo que no llegó a utilizar. Imaginé que se trataba de una religiosa, una de esas monjitas sudamericanas que estudian y ayudan en el sanatorio de las afueras del primer pueblo de la línea, pero eso era una mera especulación a la que no debía darle importancia, por lo general siempre me equivocaba, pensé en aquel instante.
Estaba entretenido mirando el cartel que anuncia que el viajar sin el billete validado supone una multa de 50 €, además del doble del billete, porque cada mañana algunas personas intentan viajar sin haber fichado el bono, no era el caso de hoy, que no fue posible hacerlo, me dije. Pareció que se me había escuchado el pensamiento.
-No he podido cuñar la subida, no funcionaba la máquina -dijo la mujer sentada al lado izquierdo mío-. He cruzado a la sala de la estación y tampoco he podido fichar el billete, porque el empleado de la taquilla aún no había llegado. Estaba la luz apagada.
Esto lo dijo la compañera que diariamente coincidíamos y ocupábamos asientos juntos durante el trayecto, todos los días. Le llamábamos la abuela, porque varias veces contó que iba a casa de su hija, recién separada, a quedarse con sus dos hijos. Nunca la escuchamos quejarse de esta tarea que se le había impuesto, a pesar de su edad avanzada. Conocíamos todos sus pormenores, era una mujer encantadora, muy extrovertida, no le importaba que los demás supiéramos las cosas más privadas tanto de ella como de su familia. Un ejemplo de ello es que contaba que su marido se quedaba durmiendo, y que ella, antes de salir de casa, le dejaba preparada la comida y hasta el desayuno, la mayoría de los días. Se llamaba Irene.
-Tampoco yo he podido. No funcionaba la canceladora –le dije-, también he pulsado el botón verde de debajo, ha sonado el telefonillo, se escuchaba la llamada, pero nadie ha respondido.
-Estarán durmiendo a estas horas tan tempranas -comentó la enfermera que ocupaba el asiento de la izquierda de la abuela. Yo también he pulsado el botón verde y que si quieres arroz, catalina.
La enfermera trabajaba en el hospital nuevo de la Seguridad Social y cada vez que hablaba de su trabajo maldecía el día que decidieron construir el nuevo hospital, que, según ella, era un mero y sucio capricho de los políticos para llenarse los bolsillos. Solía decir que el hospital sólo necesitaba una lavada de cara, que si no, porqué se llevaron al nuevo todos los aparatos que utilizaban en medicina y hasta la cadena donde hacían los análisis de sangre al nuevo hospital. Ella trabajaba en ese departamento y dijo que nadie estaba de acuerdo en el cambio, pero que los jefes les decían que la orden había venido desde arriba y con eso les hacían callar la boca. El traslado al nuevo hospital le supuso el tener que levantarse una hora antes, ya que tenía que enlazar con un autobús que,  por cierto, el trayecto era extremadamente largo, pues hacía la ruta de todos los hospitales de la ciudad, y el suyo estaba en el penúltimo lugar del recorrido.
-Dormir no creo, lo que deben haber hecho es desconectar el teléfono y no lo cogen para que no les molesten de cada una de las estaciones, si es que tienen avería o están modificando los programas.    
- Conectada al enchufe si que estaba, al menos la que yo utilizo, pero el resto de la máquina estaba como muerto- dije.
A la muchacha de negro se le apreciaba que estaba siguiendo nuestra conversación, a pesar de no levantar la cabeza de la lectura. En dos ocasiones nos cruzamos las miradas, cómo atacada, cambió rápidamente la vista de nuevo al libro. Una vez pareció se había santiguado mientras leía, debo reconocer que me pareció raro.
Junto a chica se sentó un hombre cincuentón y pronto comenzó a habrar con la muchacha. Ella parecía locuaz, aunque apenas podíamos escucharles, debido al ruido ambiental, sumado al de los compresores de máquina del metro.
Me sorprendió Gloria. Así se llamaba la enfermera cuando dijo:
-Tanta gente que veo en el hospital, pero nunca he visto una pinta igual -se refería a la muchacha de negro- , no sé de qué irá, pero parece salida de una novela de Galdós. Mira que he observado, mi gran pecado es la curiosidad. Algunas rumanas de las mayores, también llevan vestidos largos y pañuelo como esta, pero diferente, esta parece que vaya disfrazada.
 -Desde que he subido he pensado que era una religiosa -dije.
-Cá -dijo la abuela-, desde que les quitaron el hábito, las hay hasta con minifalda. Lo que nunca las he visto con un gran escote. Yo vivo cerca del convento. Ya no es lo que era, lo que es a mí me gustaba verlas con el traje gris marengo y el pañuelo cubriéndoles la cabeza. Ahora es otra cosa; pero esta no es de allí.
- Será de las misioneras de América latina -comenté.
-Cá -siguió la abuela-, me dá, que no vá por ahí la cosa. Rara, si que lo es. No vá pintada, pero fijaos en las uñas, tan modernas, planas por la punta. Sólo faltaba que las llevase pintadas para parecer otra cosa. Mientras decía esto bajada la voz, hasta el extremo que teníamos que acercarnos. Al hablar de ella  procuraba no mirarla, para que no advirtiera que era el motivo de nuestra conversación.
-A nosotros que más nos da lo que sea; si es monja bien, allá ella, perdiéndise, con esa cara tan guapa un buen ligue; y si no lo es, ya se desmelenará, como ahora se lleva y se pondrá unos baqueros ajustados marcándo la braga. En el hospital hemos visto de todo, gente al principio como santos y traían un contagio de..., bueno, dejémoslo ahí
-Yo sigo opinando que es una chica religiosa y no sé el porqué lo pienso, y no es sólo por la ropa, es por la mirada, también.
-Y tal vez, lo sea, pero chico, qué quieres que te diga. Bastantes cosas llevo hoy en la cabeza. Cuando llegue a casa de mi hija tengo que llamar a mi marido para que sepa  lo que le he dejado para comer, que no es la primera vez que se ha comido al medio día la cena de los dos.
Llegamos a la parada donde empalman varias líneas. Elena, la enfermera era en la parada que hacía el trasbordo, se despidió de nosotros y se situó en la cola para bajar. Pronto fue ocupado su sitio por una joven estudiantes tras haberse descolgado la mochila. Subió, después  una mujer bastante mayor. Es curioso que, generalmente, digo generalmente, los jóvenes son los más rehaceos a levantarse y cederles el sitio. Yo iba a hacerlo, pero se me adelantó la chica de enfrente, la religiosa. Con este acto se acercaba su actuación más a mi idea formada sobre ella. La vi alejarse a un vagón posterior y en la siguiente parada se bajó.
Cuatro estaciones después se realizaba el enlace de todas o casi todas las líneas de metro subterráneo y era, allí, precisamente, donde yo bajaba para enlazar con la línea que me llevaba hasta muy cerca del edificio del Corte Inglés donde yo trabajaba, así que me preparé para bajar. me despedí de Irene, deseándole un día muy tranquilo.
De pronto, el hombre que estaba sentado en frente mío, al levantarse comenzó a gritar:”Mi cartera, me han robado la cartera”



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