¡Es imprudente, casi kamikaze!, ¡Estamos cruzando una de las
avenidas más anchas de la ciudad, y ese chico se empeña en continuar leyendo el
texto al que le ha estado prestando toda su atención durante nuestro trayecto
en bus!
Me gustaría preguntarle qué está leyendo exactamente, pero
me contengo al pensar que, en estos momentos, cualquier distracción lo sacaría
de ese estado de gracia que supone la sintonía con un libro…así que me quedo
con las ganas de saberlo, pero empiezo a darle vueltas a una idea:
Ojalá escribiera como leo.
Mi acto de lectura es totalmente fluido, orgánico, casi
podría decirse que involuntario. Escojo un texto, evidentemente no sirve
cualquiera, pero en ese aspecto soy bastante tolerante, lo mismo me entusiasma
el artículo de una revista de arquitectura donde se analizan en detalle los
proyectos que Charles Rennie Mackintosh llevó a cabo en Glasgow, como la única
novela “no negra” que Agatha Christie escribió sobre sus hábitos en las expediciones
arqueológicas en que acompañaba a su segundo
marido durante meses o un pequeño libro japonés de haikus ilustrados, dedicado a las estaciones del año.
Aunque puedo leer en casi cualquier lugar, hay unos que
resultan más agradables que otros, por ejemplo, la lectura en el autobús de
camino al trabajo o cuando vuelvo a casa, sólo me resulta interesante cuando lo
que llevo entre manos es un texto que consigue meterme en la historia a los diez
segundos de empezar a leer, de lo contrario, pierdo la concentración y prefiero
dedicarme a mirar por la ventana o a escuchar algunos retazos de conversaciones
que pillo a mitad. Eso mismo me pasa cuando estoy en lugares muy concurridos,
si la lectura no me atrapa en los primeros segundos, mejor dejarlo y dedicarme
a otra cosa. Ya habrá tiempo de leer cuando toda esta gente y este barullo se
hayan disipado.
Luego están las lecturas densas, esas a las que Fede ha
hecho referencia en la sesión de esta semana. Esas necesitan de toda mi
atención y, por lo tanto, de un tiempo de exclusiva dedicación, a poder ser, en
una habitación sin gente, sin demasiado ruido y con las variables controladas
hasta tal punto que no haya forma de distracción posible. Esas lecturas me
cuestan, pero a la vez me hacen sentir bien, como si cada línea que leo y
entiendo, fuera una meta alcanzada.
Pero
escribir…escribir es otra cosa.
Mi acto de escritura es totalmente rígido, ortopédico y lo
que es peor, en ningún momento involuntario, requiere de una fuerza de voluntad
y autodeterminación casi sobrenaturales de las que, por desgracia, no me siento
dotada en absoluto. Envidio a todo aquel que escribe y escribe sin esfuerzo
aparente (aunque puede que su esfuerzo sea tan grande como el mío…pero a mí, no
me lo parece).
Primer escollo, debo encontrar un tema con el que me sienta
cómoda, que dé lo suficiente de sí como para que el texto tenga entidad propia
(la media de mis textos ronda en torno a las 500 palabras, ¡tirando por lo alto!).
El tema que se me ocurrió en la frutería, parecía genial al ir a pesar los
pomelos, pero ahora que estoy delante del ordenador, me parece tan ridículo
como los tres temas anteriores, así que vuelvo a estar en la casilla de salida.
Segundo escollo, suponiendo que he encontrado un filón de
tema sobre el que escribir, ahora hay que empezar, y solo la primera frase me
lleva media mañana (entonces comienzo a pensar que puede que el tema no sea tan
filón como esperaba). Pero bueno, antes o después salen las primeras y tras
ellas el resto de las palabras que conforman el primer párrafo y así es como
llegamos al tercer escollo.
Tercer escollo, releer lo que llevo escrito. Ese es mi
cuello de botella. He conseguido unir unas cuantas palabras, pero cuando las
leo, me suenan mal, o no del todo bien, hay alguna preposición que no acaba de
casar con el verbo al que acompaña o he repetido la misma palabra cuatro veces
en cinco líneas. Lo que quiero contar no queda claro, así que me planteo dos
opciones, una drástica que supone borrar el párrafo entero y volver a la dichosa
casilla de inicio, y la segunda, un poco menos rotunda pero igual de
impertinente porque implica retocar y retocar hasta que aborrezco mi propio
texto y lo dejo por imposible.
Y así llego al último de los escollos, si de algún modo he
conseguido vencer todos los impedimentos que limitaban mi proceso de escritura,
ahora me enfrento a la exposición pública, dejar que otros lean lo que tanto me
ha costado construir… Y vuelvo a pensar en lo que fue el inicio de mi reflexión:
Ojalá escribiera como leo, porque de ese modo, todo lo que se ha presentado
como obstáculo seguro que se minimizaría hasta tal punto que acabaría siendo
tan anecdótico como el barullo que en ocasiones me impide concentrarme en la
lectura, pero que antes o después se disipa.
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