lunes, 20 de octubre de 2014

Los escollos



¡Es imprudente, casi kamikaze!, ¡Estamos cruzando una de las avenidas más anchas de la ciudad, y ese chico se empeña en continuar leyendo el texto al que le ha estado prestando toda su atención durante nuestro trayecto en bus!


Me gustaría preguntarle qué está leyendo exactamente, pero me contengo al pensar que, en estos momentos, cualquier distracción lo sacaría de ese estado de gracia que supone la sintonía con un libro…así que me quedo con las ganas de saberlo, pero empiezo a darle vueltas a una idea:


Ojalá escribiera como leo.


Mi acto de lectura es totalmente fluido, orgánico, casi podría decirse que involuntario. Escojo un texto, evidentemente no sirve cualquiera, pero en ese aspecto soy bastante tolerante, lo mismo me entusiasma el artículo de una revista de arquitectura donde se analizan en detalle los proyectos que Charles Rennie Mackintosh llevó a cabo en Glasgow, como la única novela “no negra” que Agatha Christie escribió sobre sus hábitos en las expediciones arqueológicas en  que acompañaba a su segundo marido durante meses o un pequeño libro japonés de haikus ilustrados,  dedicado a las estaciones del año.


Aunque puedo leer en casi cualquier lugar, hay unos que resultan más agradables que otros, por ejemplo, la lectura en el autobús de camino al trabajo o cuando vuelvo a casa, sólo me resulta interesante cuando lo que llevo entre manos es un texto que  consigue meterme en la historia a los diez segundos de empezar a leer, de lo contrario, pierdo la concentración y prefiero dedicarme a mirar por la ventana o a escuchar algunos retazos de conversaciones que pillo a mitad. Eso mismo me pasa cuando estoy en lugares muy concurridos, si la lectura no me atrapa en los primeros segundos, mejor dejarlo y dedicarme a otra cosa. Ya habrá tiempo de leer cuando toda esta gente y este barullo se hayan disipado.


Luego están las lecturas densas, esas a las que Fede ha hecho referencia en la sesión de esta semana. Esas necesitan de toda mi atención y, por lo tanto, de un tiempo de exclusiva dedicación, a poder ser, en una habitación sin gente, sin demasiado ruido y con las variables controladas hasta tal punto que no haya forma de distracción posible. Esas lecturas me cuestan, pero a la vez me hacen sentir bien, como si cada línea que leo y entiendo, fuera una meta alcanzada. 


 Pero escribir…escribir es otra cosa.


Mi acto de escritura es totalmente rígido, ortopédico y lo que es peor, en ningún momento involuntario, requiere de una fuerza de voluntad y autodeterminación casi sobrenaturales de las que, por desgracia, no me siento dotada en absoluto. Envidio a todo aquel que escribe y escribe sin esfuerzo aparente (aunque puede que su esfuerzo sea tan grande como el mío…pero a mí, no me lo parece).


Primer escollo, debo encontrar un tema con el que me sienta cómoda, que dé lo suficiente de sí como para que el texto tenga entidad propia (la media de mis textos ronda en torno a las 500 palabras, ¡tirando por lo alto!). El tema que se me ocurrió en la frutería, parecía genial al ir a pesar los pomelos, pero ahora que estoy delante del ordenador, me parece tan ridículo como los tres temas anteriores, así que vuelvo a estar en la casilla de salida.


Segundo escollo, suponiendo que he encontrado un filón de tema sobre el que escribir, ahora hay que empezar, y solo la primera frase me lleva media mañana (entonces comienzo a pensar que puede que el tema no sea tan filón como esperaba). Pero bueno, antes o después salen las primeras y tras ellas el resto de las palabras que conforman el primer párrafo y así es como llegamos al tercer escollo.


Tercer escollo, releer lo que llevo escrito. Ese es mi cuello de botella. He conseguido unir unas cuantas palabras, pero cuando las leo, me suenan mal, o no del todo bien, hay alguna preposición que no acaba de casar con el verbo al que acompaña o he repetido la misma palabra cuatro veces en cinco líneas. Lo que quiero contar no queda claro, así que me planteo dos opciones, una drástica que supone borrar el párrafo entero y volver a la dichosa casilla de inicio, y la segunda, un poco menos rotunda pero igual de impertinente porque implica retocar y retocar hasta que aborrezco mi propio texto y lo dejo por imposible.


Y así llego al último de los escollos, si de algún modo he conseguido vencer todos los impedimentos que limitaban mi proceso de escritura, ahora me enfrento a la exposición pública, dejar que otros lean lo que tanto me ha costado construir… Y vuelvo a pensar en lo que fue el inicio de mi reflexión: Ojalá escribiera como leo, porque de ese modo, todo lo que se ha presentado como obstáculo seguro que se minimizaría hasta tal punto que acabaría siendo tan anecdótico como el barullo que en ocasiones me impide concentrarme en la lectura, pero que antes o después se disipa.

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