*** RUIDOS ***
Fue en taxi al hospital. Sola. Las puertas de cristal se abrieron ante su presencia. Desde el centro de la sala gritó con un susurro de voz “ayuda”. Nadie la escuchó. Lo repitió varias veces. Había mucho ruido. De repente, de sus adentros surgió un “socorro” que silenció la estancia. Cayó al suelo como una marioneta aflojada. Despacio. Sin hacerse daño. Deslizándose en el aire con dulzura.
Una niña creyó escuchar algo sobre un infarto de los labios de la señora. En cuestión de segundos se perdió a la vista de todos por los pasillos de urgencias. Sentía la agitación desde la camilla. Hacía diez años que ella misma hacía aquel recorrido desesperada. Dándole la mano a su marido. Rogándole a dios piedad. Pero las paredes del hospital impidieron que le llegara su plegaria.
Cuando su hija salió de clase la llamó. Dejó un mensaje en el contestador. Aunque su madre no se lo pedía, ella siempre le informaba de los cambios de planes. Había surgido una cena. Eran la diez y media. Era extraño que su madre no estuviera en casa. La llamó al móvil. Tampoco contestó. Tal vez su madre había salido. Aunque no lo creía.
A las doce volvió a intentarlo. Era la primera vez que ocurría aquello. Sintió pánico. Tampoco se atrevía a ir sola a casa de su madre. Llamó a su tía Charo para que la acompañara. Ya estaba acostada, sin embargo no tardó ni media hora en presentarse allí. Subieron juntas.
Dentro todo estaba normal. El móvil sobre la mesa. La cena preparada para las dos. Como siempre. Sin compromiso de asistencia. Su madre no quería asfixiarla con los horarios. No estaba el bolso. Las luces estaban encendidas. Miró a su tía esperando que la calmara. Pero su tía era muy transparente y vio en su rostro la preocupación.
Sonó el teléfono. Llamaban del hospital. Su madre estaba en quirófano. No le dieron más explicaciones. Salieron rápidamente de la casa y se fueron en taxi allí. Juntas. Su tía no le soltaba la mano. En cuanto la vieron le inyectaron un tranquilizante. Dos horas más tarde acabó la operación. Habían tenido mucha suerte. Si su madre no hubiera ido a urgencias no lo habría superado. Había tenido un infarto. Ya estaba operada y la ingresaron en la UCI. No les dejaron verla. Había que esperar unas horas y les aconsejaron irse a casa a descansar.
Montse no quería irse de ningún modo. Su tía Charo consiguió sacarla de allí casi a rastras. La hija sintió que abandonaba a su madre y no lo podía soportar. Pero necesitaban estar despiertas por la mañana para ser de ayuda.
Cuando llegaron a casa las luces estaban encendidas. La tía no dijo nada pero hubiera jurado que las había apagado. La obligó a beber un poco de leche y se fueron juntas a la cama. Antes, entraron a la habitación de sus padres, entre otras cosas para apagar la lamparita de la mesilla. Al lado había un vaso con agua. Que previsora es mi cuñada, pensó en voz alta. La hija no dijo nada.
Era imposible dormir con tanta agitación sufrida. Montse empezó a llorar sin poder evitarlo. Hacía diez años que su padre había muerto por lo mismo. No podría soportar la vida si le pasaba algo a su madre. La tía comprendió a su sobrina y la abrazó. Intentó calmarla sin conseguirlo. Descansaron unas horas y se levantaron. Antes de ir al hospital desayunaron y entraron a la habitación de la madre a coger algunas cosas. Qué pronto se ha evaporado el agua del vaso, pensó en voz alta la tía. Lo llevó a la cocina, apagaron las luces y se fueron.
Su madre seguía en la UCI, avanzaba favorablemente. Una tímida sonrisa se dibujo en el rostro de Montse. Les permitieron ver a Concha unos diez minutos. Cuando la madre vio a su hija con su tía descansó. Se le notó en la expresión. Sabía que estaba en buenas manos. A pesar de que no valía la pena estar allí, ellas permanecieron todo el día en el hospital. Por si acaso, decía Montse. Por la noche les permitieron hacer otra visita y se fueron a casa más aliviadas. Todo parecía ir bien.
Cuando abrieron la puerta las luces estaban encendidas. La tía se sorprendió bastante. Cenaron lo preparado el día anterior y sin hablar mucho se fueron a la cama. Ya tumbadas y con la sensación de que todo estaba yendo bien se les relajó el cuerpo. Cayeron en un sueño profundo que duró dos horas. De pronto Charo escuchó claramente pasos por la casa. Le dio un codazo a su sobrina y le tapó la boca.
— No hagas ruido. No digas nada —le susurró al oído—. Estoy oyendo pasos. Hay alguien en casa. ¿Sabes si tiene alguien copia de la llave?
— No. Solo la familia. —contestó susurrando también. Y se quedaron las dos escuchando el silencio. Inmóviles. Los pasos se volvieron a oír. Eran pausados. Lentos. Como de alguien que conocía la casa—. Tía, tranquila, son los pasos de los vecinos de arriba. Siempre caminan a estas horas.
—Que no mujer, que se oyen claramente en esta casa. No te muevas.
—Tía, que te digo que son los de arriba. Que me lo ha dicho mil veces mi madre. No te preocupes.
La tía no daba crédito. Se levantó con una velocidad desconocida para ella misma y recorrió toda la casa. Incluso la habitación de la madre, que tenía la lamparita encendida y un vaso de agua sobre la mesilla. Charo abrió los ojos hasta dolerle. El corazón le iba a golpes muy fuertes. No me extraña que le diera un infarto a Concha, me va a dar a mí también, pensó. Miró bajo la cama. Salió de la habitación como si le dieran empujones, no podía respirar. Montse fue a su encuentro. La abrazó.
—Tía, que te digo que son los de arriba. Cálmate, por favor.
—¿Y el vaso? ¡Por dios, sobrina! No me digas que no te asombra lo del vaso.....
—No le des importancia, tía. Mi madre me ha dicho mil veces que a veces nos confundimos. Estamos muy cansadas. Vámonos a la cama. Es la segunda noche que duermo en esa casa sin mi madre. Me siento muy rara.
Por alguna extraña razón su sobrina la calmó. Más que su sobrina parecía que hablaba su cuñada. Tenía el don de convencer a todo el mundo de lo imposible...
No podía dormir. Charo tenía todo el miedo que no había sentido en su vida. Se había concentrado en su estómago con tal fuerza que parecía que iba a reventarle. Pero no quería asustar a su sobrina. Calló.
Montse oía la respiración de su tía. No podía disimular el pánico. Cada respiración era un suspiro profundo. La tenía por una mujer muy fuerte, pero aquellos ruidos la habían descompuesto.
Hacía cuatro años que vio a su tía reaccionar así. Fue cuando su madre reunió a sus suegros, a su cuñada y al marido de su cuñada e hijos para el cumpleaños de Montse. Era un día especial, cumplía 18 años y según su madre era una fecha clave. Después de la tarta, su madre empezó a dar una explicación sobre la libertad, sobre la mayoría de edad, sobre los inconvenientes de ser hija única, sobre la importancia de convivir con gente de la misma edad, sobre las ventajas de compartir piso con estudiantes y finalmente soltó como una bomba que su hija se iba a vivir con otras chicas cerca de la universidad. Ese era su regalo. Fue tan convincente que poco a poco todos estaban encantados. Sus primos se morían de la envidia. Todos estaban de acuerdo menos Montse que intentó disimular el disgusto bebiendo cava por primera vez.
—¿Tía, te acuerdas de cuando cumplí 18 años?
—¿Cómo iba a olvidarlo? A veces aún me duele el estómago. Yo creo que se me hizo una úlcera aquel día. Después fui comprendiendo que era lo mejor.
—Tía —tragó saliva porque no pensó que fuera capaz de decir lo que le oprimía el pecho desde hacía años—, yo siempre he creído que mi madre me echó de casa de una manera tan sutil que nadie lo notó. Es más, todos aplaudisteis tanta generosidad con el tiempo. Al fin y al cabo solo me tiene a mí. Bueno, y a vosotros también... —y volvió a tragar saliva para poder hablar— . Siempre he sabido que cuando murió mi padre ella no tuvo que trabajar porque los abuelos pagaban la hipoteca y tú nos enviabas la mitad de tu sueldo para que ella me pudiera atender bien.
—Pensaba que tu madre sabía guardar los secretos...
—Eso pensaba yo de mí, y ya ves ..
—¿Y nada más?, ¿no te dijo nada más?
—Te parece poco. A ti tampoco te sobraba mucho. Tienes dos hijos. Y mis padres vivieron conmigo como en una luna de miel. Como si la vida no se fuera a acabar nunca. Como si el dinero fuera a estar siempre ahí para llegar y cogerlo. Una vida alegre. ¿Quién le iba a decir a mi madre que pasaría lo que pasó? Era impensable. Ella adoraba a mi padre y mi padre estaba loco por mí. Menos mal, al menos mi padre sí me quería. Solo puedo sonreír al recordarlo. En cambio mi madre, en cuanto pudo me echó de casa con las excusas que siempre tiene para justificarlo todo. ¿Por qué tenía que buscar un trabajo con turnos de noche? Pues eso, para echarme. Para que no me quedara sola por las noches en casa. ¡Vaya tontería! Ayer cuando pensé que mi madre podía morir me arrepentí tanto de haberle dicho esto tantas veces... Y el caso es que ella no dice nada. Lo asume y punto.
De nuevo se escucharon los pasos. Claramente para la tía e imperceptibles para la sobrina, que estaba obsesionada con algo que no tenía ninguna importancia. Al fin y al cabo su madre la llevaba en coche a casa, después de cenar o comer, y siempre que venía a estar con ella por cualquier motivo. Le lavaba la ropa, se la planchaba y en fin, no había ninguna diferencia con lo que ella misma hacía por sus hijos. Solo que no dormía en la casa. De alguna manera todos lo agradecieron porque después fueron muchas las noches que su madre tenía guardia en el hospital y hubiera sido una enorme preocupación saber que estaba sola. La hija de su hermano era un regalo caído del cielo y era tratada de un manera especial.
Por si fueran poco los pasos lentos por la casa, empezó a escuchar el agua del grifo correr. Suponía que en la cocina. La sobrina tampoco le daba importancia. Estaba con sus pensamientos absorbida. Agarró con fuerza el brazo de Montse e intentó convencerla de que aquello era ya demasiado. Pero la niña, con el aplomo de saberse con razón le explicó con toda normalidad que eran los grifos de arriba. Como siempre. Como todas las noches. Aún así, lo del agua le parecía más nuevo. El miedo se hizo hueco en sus cabezas y se hizo tan grande como permitió la tía. Se taparon con las mantas las cabezas. Los brazos pegados, las piernas pegadas, las manos cogidas, las caras casi juntas...
De repente Montse sintió que alguien jugaba con los dedos de sus pies. Iba estirando uno a uno de manera suave y repetitiva. De la misma manera que su padre hacía cuando no se podía dormir.
—Tía, no es momento para bromas. Deja de tocarme los pies.
—Deja tú de tocar los míos. Me haces cosquillas y al final, sea quien sea nos va a oír.
—Que yo no estoy haciendo nada. Que no me puedo ni mover del miedo que tengo.
—Pues yo tampoco. ¡Se acabó!
La tía se levantó y empezó a gritar como si con eso pudiera echar al ladrón. Encendió todas las luces, menos las que ya estaban encendidas. La sobrina la seguía a dos centímetros de ella. En el cuarto de su madre solo llamó la atención el vaso con agua sobre la mesilla. La tía lo cogió y lo estampó contra el suelo. A ver si estaban soñando o estaban despiertas. Se hizo en mil añicos por la habitación. En ese momento se apagó y encendió la luz de la lamparita varias veces. La desconectó de la pared gritando mientras la sobrina empezó a hablar con mucha calma. No pasaba nada le repetía. Estaban muy alteradas y no podían pensar bien. De nuevo a la tía le parecía escuchar a su cuñada cuando quería convencerla de lo imposible. Y lo consiguió.
Decidieron preparar un vaso de leche y tomarlo en el salón. Volver a la cama era impensable. Tenía razón su sobrina. Estaban profundamente alteradas con lo del infarto. Tampoco le habían dicho nada a los abuelos hasta que no se encontrara Concha mejor, la querían como a una hija. Incluso más que a una hija.
Al momento llamaron a la puerta. Eran los vecinos del piso de abajo. Habían escuchado los gritos y habían llamado a la policía. Entraron. Les pidieron disculpas por las molestias. Sobre todo a la policía. Charo no sabía ni cómo explicar aquello. Tuvo que admitir que estaban muy nerviosas. Las dejaron solas.
Aún no había amanecido. Prepararon café y se sentaron en la mesa. Todas las luces encendidas. De nuevo volvieron los pasos. Por primera vez Montse dudó de la procedencia de aquellos ruidos. Pero sentía tanto alivio al contar a su tía los malos sentimientos que guardaba hacia su madre respecto a echarla de casa, que empezó a sentir que la niebla se disipaba de su cabeza después de cuatro años. La ligera idea de que a su madre le pasara algo estaba limpiando por fin su mirada. La quería tanto...
Charo, como quien empieza a rezar un rosario para ahuyentar el miedo empezó a contarle a su sobrina la historia de su hermano.
Había nacido con una problema cardiaco. Cada día que vivía era un regalo de la vida. Los médicos nunca le dieron esperanza a los padres. Bastaba saber esto para imaginar que fue educado de una forma muy especial. Nunca se le contradecía ni se le exigían las cosas que hacían normalmente los niños de su edad. Aquello no pareció ser un problema en su personalidad. Se tomó la vida con bastante alegría dentro de una familia acomodada. Cuando llegó a los 18 años decidió no ir a la Universidad. El cálculo era sencillo, no lo amortizaría ni con las mejores expectativas. Trabajó en el negocio familiar hasta donde le permitía su salud.
Un día comenzó a hablar de una tal Concha. Estudiante de enfermera en el hospital donde hacía sus revisiones periódicas. Todos sabían que aquello no duraría mucho. No le dieron importancia.
Pasados tres años y acabados sus estudios pensaron que ella se marcharía. Pero no fue así. Renunció a un destino que la obligaba a irse de la ciudad. Él la invitó a comer para presentarle a la familia. Su familia empezó a pensar que aquello se estaba alargando mucho en el tiempo y no querían ver sufrir a su hijo.
En casa de Concha se formó una tragedia familiar cuando les dijo que se quería casar con aquel hombre. ¿Qué clase de vida quieres llevar, hija?, le decían entre lamentos para hacerla desistir. Fue inútil. Argumentó que lo amaba y que eso era lo que siempre le habían enseñado que tenía que buscar en un hombre.
Si en la familia de la novia se negaron a la boda, más se opusieron en la familia del novio. Con aquello no contaba Concha. Podía entenderlo en su madre pero nunca en su suegra. Llegó a la comida con la frescura de la edad y de saberse con la razón. Con la mayor naturalidad les dijo:
— Quiero casarme con su hijo. Él no quiere que nadie sufra y no me da una respuesta. Mis padres han cogido tal disgusto que mi madre está enferma...y mi padre ni me habla. Pero no tenemos tanto tiempo como para gastarlo en esperar tanta aprobación familiar....
El resto ya lo sabía Montse. Ató todos los hilos rápidamente. Los pasos seguían sonando, lentos, seguros, siguiendo algún ritmo. Charo no lo podía soportar ni un minuto más. Cogió a su sobrina por el brazo y le dijo “ vámonos antes de que me vuelva loca”. Bajaron las escaleras tan deprisa como permitieron las piernas de Charo. Al salir a la calle se encontraron con la vecina.
—¿Ya se han calmado? Esperemos que Concha se recupere pronto.
—Los ruidos de los vecinos de arriba me han crispado un poco. Tendrían que tener un poco más de respecto hacia los demás —dijo Charo para aclarar el asunto.
—Arriba no ha vivido nunca nadie—dijo la vecina algo extrañada—. Hay un piso pequeño, de esos que se hacían para los porteros. En esta finca nunca lo ha habido, solo se usa para hacer las reuniones de los vecinos.
La tía y la sobrina se miraron perplejas. Montse no podía creer aquello. Se lo había dicho siempre su madre. Y así lo creía ella. Pero entonces....
— A ver cuando tu madre se anima a cambiar esos muebles ―dijo la vecina muy segura de lo que hablaba―. Los días de poniente se oyen muchos ruidos por la noche. Tu madre tampoco se explica con qué clase de madera los hicieron, pero como fueron regalo de boda… ¡Vaya! ¡Que pasa el tiempo y no los cambia!
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