lunes, 24 de marzo de 2014

Inmóvil

Acaba de llegar.
Lo mira todo como si fuera la primera vez que lo ve.
Al contrario de lo que hace el resto de la gente, ha decidido sentarse en la barandilla del mirador con las piernas colgando hacia fuera.
Allí se queda un buen rato, treinta o cuarenta minutos. Inmóvil.

El escenario que contempla no es, ni de lejos, el más impactante que ha visto en su vida. No deja de ser un jardín incrustado en el cauce de un río que atraviesa una ciudad, pero que hace ya muchos años que no transporta agua. En todo caso, lo único que transporta ese río hoy en día es gente.

Enfrente una fuente. Un gran rectángulo de fondo verde con chorros de agua que brotan desde el centro. Las columnas blancas que enmarcan los lados cortos del estanque, parece que quieren emular a otras, mucho más grandes, que sostienen la cubierta superior del edificio que queda a su espalda. Hay también palmeras, que en este caso flanquean los lados largos del rectángulo y al igual que las de los lados cortos, continúan con el juego de la emulación. Ve a través de las palmeras un trozo de césped que, por su color, entre verde y marrón, se diría que está medio seco, y un poco más allá, la pared que evidencia el límite del cauce, que en realidad, esconde las rampas por las que se accede a la calle, que es el nivel superior.

Como el día no está muy avanzado, el sol le incide en el lateral, de soslayo, no debe calentarle demasiado, puede que incluso esté pasando un poco de frío, el día es bastante fresco y aunque lleva una chaqueta de punto, lo que llaman “la helor” de esta ciudad tan húmeda, debe estar calándole hasta los huesos. Pero él no se mueve, sigue inmóvil.

Se da cuenta de que, aunque ha llovido durante la última semana, no ha sido lo suficiente y por eso lo verde nunca acaba de ser verde. Aún así, los jardineros se han encargado de mantener el paisaje. La hierba ha sido cortada recientemente y todavía queda en el aire ese olor típico de las tardes de verano. Pero hace ya meses que no es verano.
El olor a hierba le hace caer en la cuenta de que pese a estar a menos de cinco metros de la pared del Palau de la Música, no se escucha música. En su cabeza y a raíz del olor, empieza a sonar una canción, es de Antonio Flores o al menos se la oyó cantar a él durante mucho tiempo, y eso hace que ahora lo esté escuchando de nuevo, aunque evidentemente Antonio ya no la canta. Además, oye, sin poder evitarlo, un ambulancia que pasa rápido por la avenida  trasera y también el tráfico ineludible de la mañana de un día laborable cualquiera. Como todavía es muy pronto, no pasa nadie…no oye a nadie.

Siguiendo con la evocación de la hierba y de la canción, repara en el sabor que todavía perdura en su boca, que no es sabor a hierba “de la que nace en el campo” si no a torrefacto y dulzón del café solo que se ha tomado, a modo de desayuno, poco antes de sentarse en la barandilla. Ahora se da cuenta de que no fue suficiente y que debía haber tomado algo más, porque le rugen las tripas en protesta por el vacío al que las está sometiendo. 

En este momento, tras más de treinta minutos de quietud, parece que empieza a moverse, no es un movimiento apreciable a simple vista, pero se mueve. Flexiona ligeramente los dedos de ambas manos a la vez y palpa, sin consideración, la piedra sobre la que está sentado. Es una losa grande, maciza y áspera que le da seguridad, no hay que olvidar que está sentado de tal modo que una pieza mal asentada o demasiado ligera y resbaladiza podría hacerlo caer al vacío irremediablemente.

Pasados casi cuarenta minutos, alarga los brazos, se despereza. Encoge las piernas, las apoya sobre la roca y ayudándose de los brazos se pone de pie sobre la barandilla. Se gira, pega un salto y  vuelve a estar al nivel de la calle, respira hondo y comienza a caminar mientras tararea la canción.

- ….Tu nombre me saaaaabe a hieeeeebaaaaa, de la que nace en el campo… a golpe de…

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