Es la última media hora de
luz del día. Estoy sentada en un banco frente al Palau de la Música. El cielo aún
es azul con esponjosas nubes blancas. El techo del Palau brilla mientras los
ventanales con falsas transparencias nos invitan a un misterioso lugar. Las
banderas ondean hacia la derecha, hace bastante viento. El agua de los
surtidores de la fuente hacen arcos difuminados por el aire y se levantan
pequeñas olas en el estanque. Las palmeras inmunes al viento como las columnas
que franquean la fuente, sólo saludan con sus ramas más altas.
Es sorprendente la gente que
hay haciendo ejercicio: corriendo, en bici, en patines, sobre el césped los
terribles abdominales o incluso paseando. No había estado nunca un día entre
semana y a estas horas aquí, es muy
diferente a lo que se ve el fin de semana.
La tarde está fresca pero
agradable. Las nubes tapan de vez en cuando los últimos rayos del sol dejando
todo en penumbra.
No me había fijado nunca que
el tejado del Palau está hecho con un material brillante. Ahora parece
encendido. Es un edificio bonito, las cristaleras invitan a entrar. Piensas ‘una
vez dentro con tanto ventanal puedo seguir observando resguardada del aire’.
Pero, prefiero los jardines que lo rodean, césped, palmeras, flores, árboles.
Varios tonos de mi color favorito, el verde.
Desde mi banco de piedra
puedo ver también la gran noria de la Plaza Zaragoza. Esta parada pero sigue
siendo magnífica, con el cielo azul de fondo e iluminada por el sol.
Inventaría
una historia, un cuento, una vida para cada persona que cruza por delante. Esa
señora mayor de pañuelo rosa al cuello y tinte casero, andando deprisa. La
familia de bellos rasgos andinos; padre, madre y niña, paseando la bici de la
mano de la madre y la niña saltando de la mano del padre. El par de amigos que
corren por pasión hablando de la próxima carrera. El solitario fondón ganándose
la cena. La equipada perfecta, recién salida del Decathlon. El que corre con su
perro unidos además de por la correa por la amistad y el deporte. El turista
despistado que anda fotografiándolo todo, tal vez no es la mejor luz pero es su
momento. El skater de amarilla gorra y camisa a cuadros ¿Habrá ido hoy al cole?
La parejita que, entre arrumacos, se acercan al borde de la fuente y lanzan una
moneda; no sabía yo que se podía/debía. Los maduros que pasean, no, están utilizando
el río como camino más corto, van a algún sitio, llevan un sobre de manila en
la mano y cierta prisa, caras serias, no hablan y aún así se les ve cierta
familiaridad ¿Una pareja que ya no se toca?¿Qué los problemas los llevan a
intentar buscar un sitio agradable, sin tráfico? Siguen sin ganas de
comunicarse.
Están
encendiendo las luces Primero la fachada del Palau, luego la fuente iluminada
de colores.
Intento impregnarme de lo que me rodea,
escribir sobre lo que percibo y no puedo dejar de pensar en la reunión que he
tenido antes de venir aquí o en la que tendré cuando termine. Hubiera hecho
mejor en inventar, desde el principio, una vida para cualquiera de las personas
que he visto pasar o un ensayo sobre cómo crecen las raíces de las palmeras y
levantan el suelo de ladrillos de barro cocido.
El sol
se ha despedido con un último rayo sobre el tejado del Palau. El cielo cambia
el azul por el púrpura poco a poco. Es precioso. Creo que la luz al amanecer y
al atardecer en Valencia es distinta a cualquier otra ciudad. Los tonos rosas,
rojos, naranjas, sustituyendo a los azules y añiles para perder la batalla con
el azul más profundo y luminoso que he visto nunca. Tal vez en Valencia, por
culpa de la contaminación lumínica y atmosférica no vemos las estrellas pero tenemos
los atardeceres más bellos, la paleta de colores es increíble.
Es la
hora, el móvil da el aviso de que han pasado los treinta minutos. Creo que voy
a quedarme diez más a disfrutar de lo que queda del crepúsculo.
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