lunes, 3 de febrero de 2014

DIARIO DEL TRANSIBERIANO (+ de 4000 palabras)

5 de Diciembre de 1982
Noche.
    He sido el afortunado ganador de un viaje para dos personas en el transiberiano, todos los gatos pagados. Nunca antes he hecho un viaje igual. Desde Moscú hasta Vladivostok. El tren avanzando en mitad de la nieve, los personajes misteriosos. ¡Parece una novela! Estoy deseando escribir algo. Seguro que me viene la inspiración.
     Mi novia me dice que no me deje llevar por tanta imaginación. Creo que la he desbordado con mi entusiasmo. Tampoco puedo culparla, cuando aún estaba con su familia, viajaba por todo el mundo. Quizá ese sea el problema por el que no podemos avanzar, que no puedo ofrecerle nada. Siempre he sentido que oculta una parte de su corazón, me gustaría poder abrirla durante este viaje, y en el último día, quizá, pedirle que se case conmigo. Ya he comprado el anillo.


*          *          *


12 de Diciembre de 1982
Mañana.
Hemos llegado a Moscú en mitad de una nevada. El frío era terrible, y hemos subido al tren tapados hasta arriba. Me sorprendía el aguante de los trabajadores que se afanaban en sus tareas fuera. Para identificarnos nos desprendimos de la gorra calada y la bufanda que nos cubría hasta la nariz. ¡Pero al fin estamos aquí!
         El tren es fantástico, tal y como lo había imaginado. Viajamos en primera clase. La temperatura es agradable. Tenemos una lujosa habitación solo para nosotros. Cama de matrimonio, mueble bar y un escritorio. Sobre él escribo.
            El tren se está poniendo en marcha. Abandona lentamente la estación, deja atrás los otros trenes, los andenes con gente despidiéndose. La nieve cae diagonalmente. Voy a dejar de escribir, Cristina empieza a mirarme mal porque no la estoy ayudando con las maletas.


Tarde.
¡Ha ocurrido!
            Teníamos una duda sobre los servicios incluidos en el premio, no queríamos que se nos recargasen a posteriori, pero cuando hemos llamado a la empresa turística que organizó el sorteo, ha saltado un mensaje automático. El número marcado no existe. ¿Cómo es posible, si hace sólo dos días nos comunicamos con ellos? Y no somos los únicos, otros pasajeros ocupaban los teléfonos del tren con el mismo problema. Al parecer el vagón está lleno de premiados. Pensaba que sólo seríamos nosotros.
            Pero eso no importa. ¡Una empresa fantasma! Cristina dice que me deje de tonterías, que deben haber tenido algún problema con la línea de teléfono, pero está inquieta. Quizá tema que seamos victimas de alguna estafa. Yo, en cambio, sólo quiero ponerme a escribir. ¡Una empresa fantasma! ¡Una de verdad! Un momento, ¿puede ser una empresa fantasma de verdad? Reflexionaré sobre ello.


Noche.
         ¿No importaba que el resto de pasajeros también fuesen premiados? No podía estar más equivocado.
         Estábamos reunidos para la cena. Compartíamos mesa con una pareja mayor, que nos contaba cómo habían ganado el premio, y sus intentos frustrados de comunicarse con la empresa por otras vías, cuando un comentario que han hecho me ha parecido interesante. Por reflejo he sacado bolígrafo y bloc. Una fea costumbre. Cuando iba a disculparme, él hombre ha hecho gesto de que no pasaba nada, y me ha mostrado su propia libreta. La persona en la mesa de al lado se ha girado para mirarnos. Estaba tomando notas a escondidas. De repente, se han intercambiado miradas en todas las mesas.
¡Todos somos escritores! Aficionados, la mayoría. Participantes de pequeños talleres, ganadores de concursos de radiofónicos, e incluso algún novelista auto-editado.
        Un silencio cargado de posibilidades cayó sobre las mesas. Si pudiese ver el páramo nevado, lo cubriría de letras, pero el exterior está oscuro.

            Es medianoche, las voces nos han despertado.
El acceso a otros vagones ha sido cortado.
El pánico se ha extendido entre los pasajeros. Las ventanas no se abren, los teléfonos no funcionan, y los golpes y gritos no parecen alcanzar el resto de vagones. Los cristales no se rompen ni con el extintor. Se escuchan locuras como incendiar el vagón para captar la atención. Alguien llora tras una puerta cerrada.
Un grupo ha despertado al personal de servicio con la esperanza de que pudiesen comunicarse con alguien o conociesen algún acceso a los otros vagones. No pertenecen a la plantilla de la red ferroviaria. Han sido contratados exclusivamente para atender este vagón, durante los siete días de viaje, por cierta empresa turística. La misma que se ha desvanecido en el aire. Ahora están tan asustados como el resto.
Nadie vendrá de los otros vagones, pase lo que pase. Alquilado bajo condiciones de confidencialidad. Tras el dinero, cualquier justificación puede ser buena.
Al final hemos regresado a nuestros compartimentos. Los pestillos y las llaves se han girado.
Esto es un patrón conocido. El escenario ha sido creado, y las piezas colocadas. ¿Ahora qué?
La noche avanza lentamente.


13 de Diciembre de 1982
Mañana.
          No todos han acudido al desayuno, y muchos no han dormido nada. A diferencia de la cena, nadie se ha sentado con nadie. Apenas se hablaba, sólo algunos susurros contenidos, temerosos de avivar con palabras temores propios y ajenos.
          El personal de servicio estaba nervioso. Atendían las mesas y se retiraban con prisa, como si temiesen contagiarse de la enfermedad que nos ataca.
       El traqueteo no mitiga la calma tensa, el tren continúa su avance hacia una tragedia que no llega. Mientras la mayoría permanece encerrada, algunos insisten en buscar un acceso a los otros vagones, ya sea a través del techo o los bajos, y otros se preparan para la llegada a las estaciones. Han escrito carteles en ruso e inglés para que avisen a los otros vagones o a la policía. Me parece una gran idea. A primeras horas de la tarde se habrá resuelto todo. Sin embargo, Cristina afirma que será inútil. Tanto pesimismo empieza a molestarme.
         He intentado hablar con todo el mundo, aprenderme sus nombres. Las diferencias de idioma lo han puesto difícil. Sólo una mujer no ha querido abrirme. Al parecer ha permanecido todo el tiempo encerrada. Uno de los pasajeros la vio subir al tren, pero no estuvo presente ni en la cena, ni en el revuelo nocturno.


Tarde.
           Llegar a la estación ha sido devastador. No deberíamos haber usado los cárteles. Los niños se reían y aplaudían, las madres nos sonreían, en cambio, otros nos observaban con curiosa perplejidad. Cuánto más crecía nuestro pánico, y alzábamos las voces que no podían escuchar, mayor era su emoción. Al arrancar, el público nos despidió entre aplausos. El vagón se reflejó por un instante en una cristalera. Había algo escrito en ruso. Teatro, alcanzó a leer el autor de los cárteles. Recordé a los trabajadores en el frío de Moscú.
         Después se organizó un comité de emergencias. El objetivo era exponer nuestras historias, obtener toda la información para comprender por qué estamos aquí y qué podemos hacer.
           Cristina no ha querido asistir. No ha sido la única ausencia. Aun así el resultado habría sido el mismo. Nadie se conocía de antes, ningún vínculo oculto nos relaciona, salvo la escritura. Y ahí acaban los parecidos. Ninguna coincidencia destacable en gustos, novelas leídas o autores favoritos, ni siquiera hemos participado en los mismos concursos. Un silencio decepcionante puso fin a la reunión.
            Un paisaje de abetos y pinos cubiertos de nieve comienza a sustituir a las casas. El ocaso se acerca.
           

Noche.




14 de Diciembre de 1982
Mañana.
            La señora Meyer, una encantadora ancianita inglesa, ha muerto.
           A primera hora han llamado despacio a mi compartimento. Fuera había tres pasajeros, entre ellos los que habían ideado los cárteles. Querían que viese algo. Me calcé y salí sin despertar a Cristina. De camino por el estrecho pasillo nadie dijo nada. Abrieron la puerta y me cedieron paso al compartimento. No llego a entrar, la visión me sobresalta. El cuerpo aovillado en el suelo, la mano rígida contra el pecho, las medias bajadas. Uno de los presentes explica en susurros que encontró la puerta entornada y tuvo un mal presentimiento. Aparentemente no hay signos de violencia. Padecía una afección cardíaca, todos la habíamos visto tomar las pastillas que reposan sobre la mesa, y que parecen observar el cuerpo de la difunta con aire de reproche. Un cuerpo que les da la espalda. La tensión ha acabado con su viejo y dañado corazón, aunque ninguno sea médico para certificarlo. Es mejor que la palabra asesinato, porque entonces sólo será el primero.
        Hablamos de cómo deberíamos informar al resto. Creo que la reacción no diferirá demasiado de la nuestra.
          De regreso a la habitación, Cristina está despierta. ¿Ha muerto la señora Meyer? ¿Un paro cardiaco? Eso parece- he contestado.


Tarde.




Noche.
         Cristina acaba de quedarse dormida, hasta hace unos minutos seguía llorando. Durante la cena se ha producido la segunda muerte.
        De repente uno de los comensales ha comenzado a ahogarse. Tenía la cara y el cuello hinchados y encendidos, lágrimas surcaban sus mejillas. Todos han arrojado sus cubiertos y platos, algunos han forzado el vómito. Buscaba signos de falsa sorpresa, y lo único que he encontrado ha sido mi propio terror. Cristina conduciendo el cubierto a su boca, mi mano arrancándoselo de un golpe. Me ha mirado entre perpleja y asustada, frotándose la mano lastimada. Sólo después ha sido consciente de lo que sucedía, y ha roto a llorar.
          No puedo quitarme su mirada de la cabeza, la de una niña que no sabe qué ha hecho mal. Está mucho más afectada de lo que podía imaginar. Apenas me habla, apenas me mira. Hay momentos en los que ni siquiera parece estar aquí. Cuando he tratado de consolarla, me ha apartado. Quizá me culpa por haberla traído a este viaje.
      El veneno ha sido descartado. Un shock anafiláctico. Las etiquetas de algunas especias han sido cambiadas. Varios de los presentes han confirmado su alergia, y los síntomas parecen encajar. Las acusaciones contra el personal de servicio han estado a punto de llegar a trifulca, pero no hay pruebas contra ellos. Cualquiera podía acceder a la despensa. Y no ha sido el único incidente extraño de hoy.
          Avanzada la tarde el frío ha comenzado a agarrotarme los dedos, dificultándome la escritura. Como si reaccionásemos a una llamada común, hemos salido al unísono de nuestros compartimentos. El regulador de la calefacción ha sido destrozado. La temperatura se mantiene lo suficientemente alta como para no morir por congelación, pero no para prescindir de abrigos, gorras y bufandas.
         Escuchamos las voces del servicio clamando por la desaparición de un juego de cuchillos. Entonces pensé que alguien se sentiría más seguro con ellos, pero ahora no puedo pasarlo por alto.
          Por último, el depósito de agua ha sido vaciado. Los grifos han debido permanecer abiertos durante algunas horas sin que nadie se percatase. A alguien se le ocurre que podríamos haber taponado los desagües y tratado de inundar el vagón para llamar la atención de las autoridades en la estación. Demasiado tarde.
            Alguien se mueve entre nosotros. ¿Debería dirigir mis sospechas hacia los ausentes a la cena?
        Voy a seguir escribiendo. Sé que la mayoría lo está haciendo. Algo punza nuestras cabezas, se revuelve dentro de ellas, y si conseguimos extraerlo a través del papel y la tinta, quizá seamos capaces de comprender qué ocurre.


15 de Diciembre de 1982
Mañana.




Tarde.
         No he salido en todo el día. Escribo. No quiero alejarme de Cristina, pero tampoco puedo acercarme.
         Al final ella ha salido. Hoy parece menos trastornada. A su vuelta me cuenta las últimas novedades.
         La mayoría permanece encerrada.
         Aunque el frío ayude a la conservación de los cadáveres, han decidido almacenarlos en el congelador.
         Preparaban un nuevo cartel para mostrar en la estación. Ha aparecido destrozado.
       Se ha consumido todo el gas de la cocina. Parece que alguien ha estado quemando papeles, y ha dejado los fogones encendidos. Después de lo de anoche dudo que alguien quiera comer algo no enlatado. Me pregunto si es ahí donde nos quieren llevar. Comida enlatada y agua embotellada.
        Cuando intento hablar con ella sobre de quién sospecha, se cierra. Cuando intento hablar con ella sobre cómo se siente, se cierra.


Noche.
          Disparos. No me han despertado, estaba escribiendo.
          Cristina no me ha detenido cuando he salido corriendo.
          Ya había un grupo reunido frente al compartimento del personal de servicio. Al parecer nadie duerme. La cerradura ha sido volada, y ellos ejecutados. Encerrados en nuestras habitaciones sólo esperamos la muerte.
        Se forman parejas para olernos las manos unos a otros en busca de rastros de pólvora. Nada, tampoco hemos encontrado el arma. Algunas voces comienzan a pensar que hay alguien más aparte de nosotros, y otras quieren echar abajo la puerta de la pasajera encerrada. Grita que la dejemos en paz, que estamos locos. Los pasajeros de los dos compartimentos vecinos llaman a la calma, sostienen que la pasajera encerrada no ha salido en ningún momento.
        Mientras escribo estas líneas estoy recogiendo algunas cosas. Hemos decidido reunirnos en el comedor, y afrontar la noche juntos. Cristina quiere quedarse, pero su oposición es débil. Tenemos que ir, aunque sepa que la reunión fracasará. Tarde o temprano alguien querrá ir al baño, recuperar algo olvidado, o simplemente distanciarse de la tensión y la desconfianza. Nada puede detenerlo, nadie puede frenar la inmersión del tren en las tinieblas.

         La luz se ha apagado. Ha habido gritos y ruidos. Cuando vuelve a encenderse, el mango de un cuchillo sobresale de un pecho. La mancha de sangre crece en la camisa. Sobre el cuerpo y el cuchillo reposa un manto de plástico cubierto de salpicaduras. Ha sido uno de los presentes, pero no hay pruebas.
       En la caja de fusibles aparece un mecanismo de reloj. Un temporizador. Prácticamente todos hemos salido del comedor, incluidos Cristina y yo. Cualquiera podríamos haber preparado la trampa del apagón.
         Estamos de regreso en el dormitorio, el horizonte se tiñe lentamente de luz. Escucho gritos fue...
           

16 de Diciembre de 1982
Mañana.




Tarde.




Noche.




17 de Diciembre de 1982
Mañana.




Tarde.
            Cristina ha muerto.
 Se ha tragado un bote entero de somníferos. Cuando la he encontrado era demasiado tarde. Nunca he podido hacer nada por ella, y al final no he podido salvarla. Pensaba que apartarla de su familia bastaría para sanarla y hacerla crecer, pero nunca se libró de los fantasmas que la encadenaban. Deseaba abrir su corazón durante este viaje, cultivarlo hasta que fuese capaz de latir por sí mismo. Ahora se ha detenido para siempre.
          Me gustaría haberla dejado en el compartimiento, acostada en la cama como una princesa que disfruta de un largo sueño, permanecer a su lado hasta que finalmente duerma con ella, pero ellos no me dejan. Ni siquiera me permiten despedirme a solas. Nadie se fía de nadie. Al menos no se oponen a que la transporte yo mismo. Rechazo toda ayuda. Las últimas horas se han cobrado muchas vidas. Los pocos que quedamos hemos almacenado los cuerpos en el compartimento del personal de servicio. La deposito en el suelo helado, los muertos le dan la bienvenida. Todo parece demasiado irreal. Tomo su mano aún tibia. El resto espera, no nos van a dejar solos. Saco el anillo que guardaba para el último día de viaje, y lo introduzco con cuidado en su dedo. No puedo formular las palabras.

            Queda sólo un día. Ahora que Cristina ha muerto, ya no tiene sentido que siga ocultando nada. Esta será mi confesión. Si no sobrevivo, quizá le sea útil a alguien.
            La tarde del 15 un sobre pasó por debajo de la puerta. Corrí a abrir, pero la sombra que lo había deslizado ya había desaparecido. Quien fuese esperó a que estuviese solo. No había remite, dentro un par de hojas escritas a máquina y numeradas. Contenían el fragmento de un relato, que al tiempo era una amenaza. El escenario, el transiberiano, los personajes, un grupo menguante de aficionados a la escritura. No son necesarios más detalles. En el texto se narraban sucesos que todavía no habían ocurrido, porque yo debía darles forma. Y si desobedecía, el borrador alternativo se convertiría en el original. Cristina y yo -aunque no apareciésemos con tales nombres-, y nuestros familiares en el exterior, moriríamos de forma cierta, pero no descrita. No podía confiar en nadie. Así que si el texto me daba instrucciones para que buscase, en un escondrijo, un temporizador, y que lo conectase al cuadro eléctrico, durante una reunión nocturna que todavía no había sucedido, pero que sucedería, ¿cómo podía negarme? Sin embargo, cuando la luz regreso y vi el cuchillo, comprendí que aquel asesinato había sido aleatorio, y yo podría haber estado preparando el escenario de mi propia muerte.
            Me preguntaba por qué éramos todos escritores. Porque conocemos el poder de las palabras, y con palabras nos han estado manipulando. Sobres con encargos pequeños, y encargos grandes, que después debían ser destruidos.
Somos los personajes encerrados en una historia escrita por un loco.
            El culpable se encuentra entre nosotros, disfrutando de la función. Es hora de ponerle fin.


Noche.
          Creo tener una pista.
       La noche de los disparos y el apagón, cuando ya estamos de regreso en nuestro compartimento, escucho gritos fuera. Arremeten a patadas contra la puerta de la pasajera encerrada, mientras descargan por sus bocas un reguero de violencia verbal. Algo frena la caída de la puerta, y ellos vuelven a embestir. Sólo se detienen cuando sus caras chocan con un par de piernas suspendidas en el aire. El cuerpo ahorcado de una chica se balancea. Las sabanas estrangulan su cuello, los cabellos cubren su rostro. Así acaba todo. La habitación cerrada no ocultaba ningún secreto, sólo desorden, latas y paquetes de comida; y el diario de una chica tímida que permaneció en su compartimento porque no sabía cómo afrontar a los demás, y ya no pudo volver a salir.
       Sin embargo, desde que comencé a valorar los sucesos como parte de una historia, sentía que algo fallaba. Era una resolución decepcionante.
         Acabo de regresar de la habitación de los muertos. No me he cruzado con nadie, permanecen ocultos, aunque ignoro si como presas asustadas, como depredadores al acecho o simples cadáveres. Mis sospechas se confirman: sus manos y uñas están sorprendentemente limpias, ocultas bajo las ropas, marcas de ataduras en brazos y piernas. El verdadero pasajero del compartimento cerrado sigue oculto, y sé dónde.
         Cristina... Puede que pronto me reúna contigo...


18 de Diciembre de 1982
Mañana.
          Encontrar su escondite fue fácil. Estaba a la vista de todos, pero nadie lo ve, porque han dejado buscar fantasmas y pasajeros misteriosos. Sólo desean sobrevivir, y la única razón por la que los tres o cuatro que quedamos no nos hemos matado unos a otros, más allá de conflictos de conciencia, es simple. Nadie cuenta con una ventaja táctica, tomar el papel de agresor es convertirse en el objetivo de los demás. 
         Todos los compartimentos de los fallecidos permanecen cerrados y olvidados, pero sólo uno no puede abrirse.
         Llamé a la puerta y no obtuve respuesta. Traté de establecer un dialogo, fue inútil. Sólo cuando empecé a embestir, se produjo una reacción. Tengo un arma, te voy a reventar los sesos. Pero en ese momento no me importaba, seguí golpeando aunque repitiese su amenaza. Los goznes saltaron, la puerta cayó y yo con ella. Dentro no había nadie.
            Una radio sobre una mesa reprodujo una carcajada, y después se silenció.
            Había vuelto a ser víctima de su juego, pero no es peor que lo que he encontrado. Mientras escribo aquí, trato de decidir qué hacer con ello. En una maleta pequeña están los sobres, folios en blanco y mecanografiados, recambios de tinta, corrector, un juego de llaves maestras, y una pequeña y extravagante máquina de escribir, que plegada puede caber en un bolsillo. Y también el relato completo de los sucesos del transiberiano. En la última página aparece el nombre de su autor.


Tarde.
            Quiero hablar de Cristina.
            He terminado el relato hace poco. Volví a colocar la puerta en su sitio, y la bloquee para simular que no había pasado nada. En un momento, salí a por el arma con la que mataron al personal de servicio, el texto indicaba donde estaba escondida.
           Ella siempre me había ocultado algo, y cuando comenzó el viaje se cerró aún más. Ahora sé lo que es.
          Me preguntaba a mí mismo por qué había anotado las preguntas de Cristina sobre la muerte de la señora Meyer. Por alguna razón desconocida, me inquietaban. Aquella mañana actuamos con el mayor sigilo, no queríamos alarmar al resto. Cuando regrese a la habitación, nada se había movido, ni siquiera ella. No podía saber que alguien había muerto, y sin embargo, sabía mucho más. Esa misma noche, ella sigue cenando mientras un hombre se muere por causas desconocidas a sólo unas mesas de distancia. No dudo de su estado de abstracción, tampoco dudo de su seguridad en una comida que sabe que no representa ninguna amenaza para ella.
            Estábamos los dos en el compartimento, hablando de qué debíamos hacer para mantenernos vivos. Fuera la locura se estaba desatando. En realidad, sólo hablaba yo. No podía buscar al culpable, protegerme a mí mismo, y protegerla a ella, y menos en su depresión. No sabía qué hacer. Y entonces ella habla por primera vez, sugiere una idea ingeniosa a la vez que terrible. Debemos fingir su muerte.
Cuando la puerta se abra, sólo quedaremos dos supervivientes. En el revólver aún quedan dos balas.


Noche.
            Está seguramente sea la última entrada que pueda escribir. Espero no olvidar nada. Iré por orden.
            La persona a la que esperaba apareció en la puerta. Aunque se ocultase bajo varias capas de ropa, sabía que era ella. Aferraba el revólver, pero no lo apuntaba.
            De todas las preguntas que se agolpaban en mi cabeza, pregunté la que menos esperaba.
-¿Por qué no llevas el anillo?
Su mirada se torna líquida, espero a que encuentre las palabras.
-¿No me odias?- No sé en qué momento he soltado el arma.- Soy la culpable de todo.- Comprendo la cruel razón tras su disfraz. Quería que la matase.
-Tú has escrito está historia, ¿verdad? Tienes que decirlo, Cristina.
-Es terrible.
-Es mucho mejor que nada de lo que yo haya escrito nunca.- Cristina rechaza la idea con todo su ser, pero ya la ha escuchado.- Es fantástica. ¿Por qué nunca me dijiste que escribías? ¿Por qué la firmaste con mi nombre?
-No podía decirlo, no podía. Llevo ocultándolo toda la vida. Si mi padre...
Estuve a punto de decir que no era su padre, pero en ese momento tuve una revelación. Comprendí su relato mucho mejor que ella misma, y con la comprensión fui engullido por un negro lodazal de pena.
-Por eso en tu historia matas escritores. Matas a los escritores de tu cabeza.
Cristina se derrumbó como un títere cuyos hilos habían sido cortados. No corro a abrazarla porque ella debe levantarse sola. Simplemente escucho su historia. El terror de ver su relato convertido en realidad, su papel de cartera, su determinación a salvarme por mi expresión de pánico durante el incidente de la cena, cómo aprovechar su conocimiento de la narración a nuestro favor. En el texto original, el protagonista y autor del relato nunca recibía un sobre, y este encuentro nunca se producía.
Le pregunto si cree que el verdadero culpable es el mismo que el de la narración. A ella no se le ocurre otra posibilidad. En el relato un millonario excéntrico, un mecenas sangriento, decide cosechar las historias de un grupo de escritores enfrentados al misterio y la muerte, como si se tratasen del mejor fertilizante para la imaginación. Esperaba historias que jamás podrían haber sido creadas de otro modo. No estaba interesado en el espectáculo del tren, sólo en lo que produciría.
Hemos reunido todas las historias que se han escrito en el tren, y las hemos leído. Son maravillosas y horribles. Las hemos destruido todas. Para el que lee no queda más que este diario. No narraré en él si Cristina ha aceptado o no mi propuesta de matrimonio.
Ha amanecido. El tren se acerca a su última parada, y cuando se detenga, moriremos. Lucharemos por vivir, pero será inútil. Nuestra muerte será una cuestión de limpieza y desinfección, trabajo de profesionales metódicos. Cristina piensa que filtrarán alguna clase de gas para eliminar toda resistencia. Después entrarán vestidos con trajes y mascarillas, borrarán todo rastro de nuestra existencia. Y nadie sabrá nunca nada.


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