5 de Diciembre de 1982
Noche.
He sido el afortunado ganador de un
viaje para dos personas en el transiberiano, todos los gatos pagados. Nunca
antes he hecho un viaje igual. Desde Moscú hasta Vladivostok. El tren avanzando
en mitad de la nieve, los personajes misteriosos. ¡Parece una novela! Estoy
deseando escribir algo. Seguro que me viene la inspiración.
Mi novia me dice que no me deje llevar
por tanta imaginación. Creo que la he desbordado con mi entusiasmo. Tampoco
puedo culparla, cuando aún estaba con su familia, viajaba por todo el mundo.
Quizá ese sea el problema por el que no podemos avanzar, que no puedo ofrecerle
nada. Siempre he sentido que oculta una parte de su corazón, me gustaría poder
abrirla durante este viaje, y en el último día, quizá, pedirle que se case
conmigo. Ya he comprado el anillo.
* * *
12 de Diciembre de 1982
Mañana.
Hemos llegado a
Moscú en mitad de una nevada. El frío era terrible, y hemos subido al tren
tapados hasta arriba. Me sorprendía el aguante de los trabajadores que se
afanaban en sus tareas fuera. Para identificarnos nos desprendimos de la gorra
calada y la bufanda que nos cubría hasta la nariz. ¡Pero al fin estamos aquí!
El tren es fantástico, tal y como lo
había imaginado. Viajamos en primera clase. La temperatura es agradable. Tenemos
una lujosa habitación solo para nosotros. Cama de matrimonio, mueble bar y un
escritorio. Sobre él escribo.
El tren se está poniendo en marcha. Abandona
lentamente la estación, deja atrás los otros trenes, los andenes con gente
despidiéndose. La nieve cae diagonalmente. Voy a dejar de escribir, Cristina
empieza a mirarme mal porque no la estoy ayudando con las maletas.
Tarde.
¡Ha ocurrido!
Teníamos una duda sobre los
servicios incluidos en el premio, no queríamos que se nos recargasen a
posteriori, pero cuando hemos llamado a la empresa turística que organizó el
sorteo, ha saltado un mensaje automático. El número marcado no existe. ¿Cómo es
posible, si hace sólo dos días nos comunicamos con ellos? Y no somos los
únicos, otros pasajeros ocupaban los teléfonos del tren con el mismo problema.
Al parecer el vagón está lleno de premiados. Pensaba que sólo seríamos
nosotros.
Pero eso no importa. ¡Una empresa
fantasma! Cristina dice que me deje de tonterías, que deben haber tenido algún
problema con la línea de teléfono, pero está inquieta. Quizá tema que seamos
victimas de alguna estafa. Yo, en cambio, sólo quiero ponerme a escribir. ¡Una
empresa fantasma! ¡Una de verdad! Un momento, ¿puede ser una empresa fantasma
de verdad? Reflexionaré sobre ello.
Noche.
¿No importaba que el resto de
pasajeros también fuesen premiados? No podía estar más equivocado.
Estábamos reunidos para la cena.
Compartíamos mesa con una pareja mayor, que nos contaba cómo habían ganado el
premio, y sus intentos frustrados de comunicarse con la empresa por otras vías,
cuando un comentario que han hecho me ha parecido interesante. Por reflejo he
sacado bolígrafo y bloc. Una fea costumbre. Cuando iba a disculparme, él hombre
ha hecho gesto de que no pasaba nada, y me ha mostrado su propia libreta. La
persona en la mesa de al lado se ha girado para mirarnos. Estaba tomando notas
a escondidas. De repente, se han intercambiado miradas en todas las mesas.
¡Todos somos
escritores! Aficionados, la mayoría. Participantes de pequeños talleres,
ganadores de concursos de radiofónicos, e incluso algún novelista auto-editado.
Un silencio cargado de posibilidades
cayó sobre las mesas. Si pudiese ver el páramo nevado, lo cubriría de letras,
pero el exterior está oscuro.
Es medianoche, las voces nos han
despertado.
El acceso a
otros vagones ha sido cortado.
El pánico se ha
extendido entre los pasajeros. Las ventanas no se abren, los teléfonos no
funcionan, y los golpes y gritos no parecen alcanzar el resto de vagones. Los
cristales no se rompen ni con el extintor. Se escuchan locuras como incendiar
el vagón para captar la atención. Alguien llora tras una puerta cerrada.
Un grupo ha
despertado al personal de servicio con la esperanza de que pudiesen comunicarse
con alguien o conociesen algún acceso a los otros vagones. No pertenecen a la
plantilla de la red ferroviaria. Han sido contratados exclusivamente para
atender este vagón, durante los siete días de viaje, por cierta empresa
turística. La misma que se ha desvanecido en el aire. Ahora están tan asustados
como el resto.
Nadie vendrá de
los otros vagones, pase lo que pase. Alquilado bajo condiciones de
confidencialidad. Tras el dinero, cualquier justificación puede ser buena.
Al final hemos
regresado a nuestros compartimentos. Los pestillos y las llaves se han girado.
Esto es un
patrón conocido. El escenario ha sido creado, y las piezas colocadas. ¿Ahora
qué?
La noche avanza
lentamente.
13 de Diciembre de 1982
Mañana.
No todos han acudido al desayuno, y
muchos no han dormido nada. A diferencia de la cena, nadie se ha sentado con
nadie. Apenas se hablaba, sólo algunos susurros contenidos, temerosos de avivar
con palabras temores propios y ajenos.
El personal de servicio estaba
nervioso. Atendían las mesas y se retiraban con prisa, como si temiesen
contagiarse de la enfermedad que nos ataca.
El traqueteo no mitiga la calma
tensa, el tren continúa su avance hacia una tragedia que no llega. Mientras la
mayoría permanece encerrada, algunos insisten en buscar un acceso a los otros
vagones, ya sea a través del techo o los bajos, y otros se preparan para la
llegada a las estaciones. Han escrito carteles en ruso e inglés para que avisen
a los otros vagones o a la policía. Me parece una gran idea. A primeras horas
de la tarde se habrá resuelto todo. Sin embargo, Cristina afirma que será
inútil. Tanto pesimismo empieza a molestarme.
He intentado hablar con todo el
mundo, aprenderme sus nombres. Las diferencias de idioma lo han puesto difícil.
Sólo una mujer no ha querido abrirme. Al parecer ha permanecido todo el tiempo
encerrada. Uno de los pasajeros la vio subir al tren, pero no estuvo presente
ni en la cena, ni en el revuelo nocturno.
Tarde.
Llegar a la estación ha sido
devastador. No deberíamos haber usado los cárteles. Los niños se reían y
aplaudían, las madres nos sonreían, en cambio, otros nos observaban con curiosa
perplejidad. Cuánto más crecía nuestro pánico, y alzábamos las voces que no
podían escuchar, mayor era su emoción. Al arrancar, el público nos despidió
entre aplausos. El vagón se reflejó por un instante en una cristalera. Había
algo escrito en ruso. Teatro, alcanzó a leer el autor de los cárteles. Recordé
a los trabajadores en el frío de Moscú.
Después se organizó un comité de
emergencias. El objetivo era exponer nuestras historias, obtener toda la información
para comprender por qué estamos aquí y qué podemos hacer.
Cristina no ha querido asistir. No
ha sido la única ausencia. Aun así el resultado habría sido el mismo. Nadie se
conocía de antes, ningún vínculo oculto nos relaciona, salvo la escritura. Y
ahí acaban los parecidos. Ninguna coincidencia destacable en gustos, novelas
leídas o autores favoritos, ni siquiera hemos participado en los mismos
concursos. Un silencio decepcionante puso fin a la reunión.
Un paisaje de abetos y pinos
cubiertos de nieve comienza a sustituir a las casas. El ocaso se acerca.
Noche.
14 de Diciembre de 1982
Mañana.
La señora Meyer, una encantadora
ancianita inglesa, ha muerto.
A primera hora han llamado despacio
a mi compartimento. Fuera había tres pasajeros, entre ellos los que habían
ideado los cárteles. Querían que viese algo. Me calcé y salí sin despertar a
Cristina. De camino por el estrecho pasillo nadie dijo nada. Abrieron la puerta
y me cedieron paso al compartimento. No llego a entrar, la visión me
sobresalta. El cuerpo aovillado en el suelo, la mano rígida contra el pecho,
las medias bajadas. Uno de los presentes explica en susurros que encontró la
puerta entornada y tuvo un mal presentimiento. Aparentemente no hay signos de
violencia. Padecía una afección cardíaca, todos la habíamos visto tomar las
pastillas que reposan sobre la mesa, y que parecen observar el cuerpo de la
difunta con aire de reproche. Un cuerpo que les da la espalda. La tensión ha
acabado con su viejo y dañado corazón, aunque ninguno sea médico para
certificarlo. Es mejor que la palabra asesinato, porque entonces sólo será el
primero.
Hablamos de cómo deberíamos informar
al resto. Creo que la reacción no diferirá demasiado de la nuestra.
De regreso a la habitación, Cristina
está despierta. ¿Ha muerto la señora Meyer? ¿Un paro cardiaco? Eso parece- he
contestado.
Tarde.
Noche.
Cristina acaba de quedarse dormida,
hasta hace unos minutos seguía llorando. Durante la cena se ha producido la
segunda muerte.
De repente uno de los comensales ha
comenzado a ahogarse. Tenía la cara y el cuello hinchados y encendidos,
lágrimas surcaban sus mejillas. Todos han arrojado sus cubiertos y platos,
algunos han forzado el vómito. Buscaba signos de falsa sorpresa, y lo único que
he encontrado ha sido mi propio terror. Cristina conduciendo el cubierto a su
boca, mi mano arrancándoselo de un golpe. Me ha mirado entre perpleja y
asustada, frotándose la mano lastimada. Sólo después ha sido consciente de lo
que sucedía, y ha roto a llorar.
No puedo quitarme su mirada de la
cabeza, la de una niña que no sabe qué ha hecho mal. Está mucho más afectada de
lo que podía imaginar. Apenas me habla, apenas me mira. Hay momentos en los que
ni siquiera parece estar aquí. Cuando he tratado de consolarla, me ha apartado.
Quizá me culpa por haberla traído a este viaje.
El veneno ha sido descartado. Un
shock anafiláctico. Las etiquetas de algunas especias han sido cambiadas.
Varios de los presentes han confirmado su alergia, y los síntomas parecen
encajar. Las acusaciones contra el personal de servicio han estado a punto de
llegar a trifulca, pero no hay pruebas contra ellos. Cualquiera podía acceder a
la despensa. Y no ha sido el único incidente extraño de hoy.
Avanzada la tarde el frío ha
comenzado a agarrotarme los dedos, dificultándome la escritura. Como si
reaccionásemos a una llamada común, hemos salido al unísono de nuestros
compartimentos. El regulador de la calefacción ha sido destrozado. La
temperatura se mantiene lo suficientemente alta como para no morir por
congelación, pero no para prescindir de abrigos, gorras y bufandas.
Escuchamos las voces del servicio
clamando por la desaparición de un juego de cuchillos. Entonces pensé que
alguien se sentiría más seguro con ellos, pero ahora no puedo pasarlo por alto.
Por último, el depósito de agua ha
sido vaciado. Los grifos han debido permanecer abiertos durante algunas horas
sin que nadie se percatase. A alguien se le ocurre que podríamos haber taponado
los desagües y tratado de inundar el vagón para llamar la atención de las
autoridades en la estación. Demasiado tarde.
Alguien se mueve entre nosotros.
¿Debería dirigir mis sospechas hacia los ausentes a la cena?
Voy a seguir escribiendo. Sé que la
mayoría lo está haciendo. Algo punza nuestras cabezas, se revuelve dentro de
ellas, y si conseguimos extraerlo a través del papel y la tinta, quizá seamos
capaces de comprender qué ocurre.
15 de Diciembre de 1982
Mañana.
Tarde.
No
he salido en todo el día. Escribo. No quiero alejarme de Cristina, pero tampoco
puedo acercarme.
Al final ella ha salido. Hoy parece
menos trastornada. A su vuelta me cuenta las últimas novedades.
La mayoría permanece encerrada.
Aunque el frío ayude a la
conservación de los cadáveres, han decidido almacenarlos en el congelador.
Preparaban un nuevo cartel para
mostrar en la estación. Ha aparecido destrozado.
Se ha consumido todo el gas de la
cocina. Parece que alguien ha estado quemando papeles, y ha dejado los fogones
encendidos. Después de lo de anoche dudo que alguien quiera comer algo no
enlatado. Me pregunto si es ahí donde nos quieren llevar. Comida enlatada y
agua embotellada.
Cuando intento hablar con ella sobre
de quién sospecha, se cierra. Cuando intento hablar con ella sobre cómo se
siente, se cierra.
Noche.
Disparos. No me han despertado,
estaba escribiendo.
Cristina no me ha detenido cuando he
salido corriendo.
Ya había un grupo reunido frente al
compartimento del personal de servicio. Al parecer nadie duerme. La cerradura ha
sido volada, y ellos ejecutados. Encerrados en nuestras habitaciones sólo
esperamos la muerte.
Se forman parejas para olernos las
manos unos a otros en busca de rastros de pólvora. Nada, tampoco hemos
encontrado el arma. Algunas voces comienzan a pensar que hay alguien más aparte
de nosotros, y otras quieren echar abajo la puerta de la pasajera encerrada.
Grita que la dejemos en paz, que estamos locos. Los pasajeros de los dos
compartimentos vecinos llaman a la calma, sostienen que la pasajera encerrada
no ha salido en ningún momento.
Mientras escribo estas líneas estoy
recogiendo algunas cosas. Hemos decidido reunirnos en el comedor, y afrontar la
noche juntos. Cristina quiere quedarse, pero su oposición es débil. Tenemos que
ir, aunque sepa que la reunión fracasará. Tarde o temprano alguien querrá ir al
baño, recuperar algo olvidado, o simplemente distanciarse de la tensión y la
desconfianza. Nada puede detenerlo, nadie puede frenar la inmersión del tren en
las tinieblas.
La luz se ha apagado. Ha habido
gritos y ruidos. Cuando vuelve a encenderse, el mango de un cuchillo sobresale de
un pecho. La mancha de sangre crece en la camisa. Sobre el cuerpo y el cuchillo
reposa un manto de plástico cubierto de salpicaduras. Ha sido uno de los
presentes, pero no hay pruebas.
En la caja de fusibles aparece un
mecanismo de reloj. Un temporizador. Prácticamente todos hemos salido del
comedor, incluidos Cristina y yo. Cualquiera podríamos haber preparado la
trampa del apagón.
Estamos
de regreso en el dormitorio, el horizonte se tiñe lentamente de luz. Escucho
gritos fue...
16 de Diciembre de 1982
Mañana.
Tarde.
Noche.
17 de Diciembre de 1982
Mañana.
Tarde.
Cristina ha muerto.
Se ha tragado un
bote entero de somníferos. Cuando la he encontrado era demasiado tarde. Nunca
he podido hacer nada por ella, y al final no he podido salvarla. Pensaba que apartarla
de su familia bastaría para sanarla y hacerla crecer, pero nunca se libró de
los fantasmas que la encadenaban. Deseaba abrir su corazón durante este viaje,
cultivarlo hasta que fuese capaz de latir por sí mismo. Ahora se ha detenido
para siempre.
Me gustaría haberla dejado en el
compartimiento, acostada en la cama como una princesa que disfruta de un largo
sueño, permanecer a su lado hasta que finalmente duerma con ella, pero ellos no
me dejan. Ni siquiera me permiten despedirme a solas. Nadie se fía de nadie. Al
menos no se oponen a que la transporte yo mismo. Rechazo toda ayuda. Las
últimas horas se han cobrado muchas vidas. Los pocos que quedamos hemos
almacenado los cuerpos en el compartimento del personal de servicio. La
deposito en el suelo helado, los muertos le dan la bienvenida. Todo parece
demasiado irreal. Tomo su mano aún tibia. El resto espera, no nos van a dejar
solos. Saco el anillo que guardaba para el último día de viaje, y lo introduzco
con cuidado en su dedo. No puedo formular las palabras.
Queda sólo un día. Ahora que
Cristina ha muerto, ya no tiene sentido que siga ocultando nada. Esta será mi
confesión. Si no sobrevivo, quizá le sea útil a alguien.
La tarde del 15 un sobre pasó por
debajo de la puerta. Corrí a abrir, pero la sombra que lo había deslizado ya
había desaparecido. Quien fuese esperó a que estuviese solo. No había remite,
dentro un par de hojas escritas a máquina y numeradas. Contenían el fragmento
de un relato, que al tiempo era una amenaza. El escenario, el transiberiano,
los personajes, un grupo menguante de aficionados a la escritura. No son
necesarios más detalles. En el texto se narraban sucesos que todavía no habían
ocurrido, porque yo debía darles forma. Y si desobedecía, el borrador
alternativo se convertiría en el original. Cristina y yo -aunque no
apareciésemos con tales nombres-, y nuestros familiares en el exterior,
moriríamos de forma cierta, pero no descrita. No podía confiar en nadie. Así
que si el texto me daba instrucciones para que buscase, en un escondrijo, un
temporizador, y que lo conectase al cuadro eléctrico, durante una reunión
nocturna que todavía no había sucedido, pero que sucedería, ¿cómo podía
negarme? Sin embargo, cuando la luz regreso y vi el cuchillo, comprendí que
aquel asesinato había sido aleatorio, y yo podría haber estado preparando el
escenario de mi propia muerte.
Me preguntaba por qué éramos todos
escritores. Porque conocemos el poder de las palabras, y con palabras nos han
estado manipulando. Sobres con encargos pequeños, y encargos grandes, que
después debían ser destruidos.
Somos los
personajes encerrados en una historia escrita por un loco.
El culpable se encuentra entre
nosotros, disfrutando de la función. Es hora de ponerle fin.
Noche.
Creo tener una pista.
La noche de los disparos y el
apagón, cuando ya estamos de regreso en nuestro compartimento, escucho gritos
fuera. Arremeten a patadas contra la puerta de la pasajera encerrada, mientras
descargan por sus bocas un reguero de violencia verbal. Algo frena la caída de
la puerta, y ellos vuelven a embestir. Sólo se detienen cuando sus caras chocan
con un par de piernas suspendidas en el aire. El cuerpo ahorcado de una chica
se balancea. Las sabanas estrangulan su cuello, los cabellos cubren su rostro.
Así acaba todo. La habitación cerrada no ocultaba ningún secreto, sólo
desorden, latas y paquetes de comida; y el diario de una chica tímida que
permaneció en su compartimento porque no sabía cómo afrontar a los demás, y ya
no pudo volver a salir.
Sin embargo, desde que comencé a
valorar los sucesos como parte de una historia, sentía que algo fallaba. Era
una resolución decepcionante.
Acabo de regresar de la habitación
de los muertos. No me he cruzado con nadie, permanecen ocultos, aunque ignoro
si como presas asustadas, como depredadores al acecho o simples cadáveres. Mis
sospechas se confirman: sus manos y uñas están sorprendentemente limpias,
ocultas bajo las ropas, marcas de ataduras en brazos y piernas. El verdadero
pasajero del compartimento cerrado sigue oculto, y sé dónde.
Cristina... Puede que pronto me
reúna contigo...
18 de Diciembre de 1982
Mañana.
Encontrar su escondite fue fácil.
Estaba a la vista de todos, pero nadie lo ve, porque han dejado buscar
fantasmas y pasajeros misteriosos. Sólo desean sobrevivir, y la única razón por
la que los tres o cuatro que quedamos no nos hemos matado unos a otros, más
allá de conflictos de conciencia, es simple. Nadie cuenta con una ventaja
táctica, tomar el papel de agresor es convertirse en el objetivo de los
demás.
Todos los compartimentos de los
fallecidos permanecen cerrados y olvidados, pero sólo uno no puede abrirse.
Llamé a la puerta y no obtuve
respuesta. Traté de establecer un dialogo, fue inútil. Sólo cuando empecé a
embestir, se produjo una reacción. Tengo un arma, te voy a reventar los sesos.
Pero en ese momento no me importaba, seguí golpeando aunque repitiese su
amenaza. Los goznes saltaron, la puerta cayó y yo con ella. Dentro no había
nadie.
Una radio sobre una mesa reprodujo
una carcajada, y después se silenció.
Había vuelto a ser víctima de su
juego, pero no es peor que lo que he encontrado. Mientras escribo aquí, trato
de decidir qué hacer con ello. En una maleta pequeña están los sobres, folios
en blanco y mecanografiados, recambios de tinta, corrector, un juego de llaves
maestras, y una pequeña y extravagante máquina de escribir, que plegada puede
caber en un bolsillo. Y también el relato completo de los sucesos del
transiberiano. En la última página aparece el nombre de su autor.
Tarde.
Quiero hablar de Cristina.
He terminado el relato hace poco.
Volví a colocar la puerta en su sitio, y la bloquee para simular que no había
pasado nada. En un momento, salí a por el arma con la que mataron al personal
de servicio, el texto indicaba donde estaba escondida.
Ella siempre me había ocultado algo,
y cuando comenzó el viaje se cerró aún más. Ahora sé lo que es.
Me preguntaba a mí mismo por qué
había anotado las preguntas de Cristina sobre la muerte de la señora Meyer. Por
alguna razón desconocida, me inquietaban. Aquella mañana actuamos con el mayor
sigilo, no queríamos alarmar al resto. Cuando regrese a la habitación, nada se
había movido, ni siquiera ella. No podía saber que alguien había muerto, y sin
embargo, sabía mucho más. Esa misma noche, ella sigue cenando mientras un
hombre se muere por causas desconocidas a sólo unas mesas de distancia. No dudo
de su estado de abstracción, tampoco dudo de su seguridad en una comida que
sabe que no representa ninguna amenaza para ella.
Estábamos los dos en el
compartimento, hablando de qué debíamos hacer para mantenernos vivos. Fuera la
locura se estaba desatando. En realidad, sólo hablaba yo. No podía buscar al
culpable, protegerme a mí mismo, y protegerla a ella, y menos en su depresión.
No sabía qué hacer. Y entonces ella habla por primera vez, sugiere una idea
ingeniosa a la vez que terrible. Debemos fingir su muerte.
Cuando la puerta
se abra, sólo quedaremos dos supervivientes. En el revólver aún quedan dos
balas.
Noche.
Está
seguramente sea la última entrada que pueda escribir. Espero no olvidar nada.
Iré por orden.
La persona a la que esperaba
apareció en la puerta. Aunque se ocultase bajo varias capas de ropa, sabía que
era ella. Aferraba el revólver, pero no lo apuntaba.
De todas las preguntas que se
agolpaban en mi cabeza, pregunté la que menos esperaba.
-¿Por qué no
llevas el anillo?
Su mirada se
torna líquida, espero a que encuentre las palabras.
-¿No me odias?- No sé en qué momento he
soltado el arma.- Soy la culpable de todo.- Comprendo la cruel razón tras su
disfraz. Quería que la matase.
-Tú has escrito está historia, ¿verdad?
Tienes que decirlo, Cristina.
-Es terrible.
-Es mucho mejor que nada de lo que yo
haya escrito nunca.- Cristina rechaza la idea con todo su ser, pero ya la ha
escuchado.- Es fantástica. ¿Por qué nunca me dijiste que escribías? ¿Por qué la
firmaste con mi nombre?
-No podía decirlo, no podía. Llevo
ocultándolo toda la vida. Si mi padre...
Estuve a punto de decir que no era su
padre, pero en ese momento tuve una revelación. Comprendí su relato mucho mejor
que ella misma, y con la comprensión fui engullido por un negro lodazal de
pena.
-Por eso en tu historia matas
escritores. Matas a los escritores de tu cabeza.
Cristina se derrumbó como un títere cuyos
hilos habían sido cortados. No corro a abrazarla porque ella debe levantarse
sola. Simplemente escucho su historia. El terror de ver su relato convertido en
realidad, su papel de cartera, su determinación a salvarme por mi expresión de
pánico durante el incidente de la cena, cómo aprovechar su conocimiento de la
narración a nuestro favor. En el texto original, el protagonista y autor del
relato nunca recibía un sobre, y este encuentro nunca se producía.
Le pregunto si cree que el verdadero
culpable es el mismo que el de la narración. A ella no se le ocurre otra
posibilidad. En el relato un millonario excéntrico, un mecenas sangriento, decide
cosechar las historias de un grupo de escritores enfrentados al misterio y la
muerte, como si se tratasen del mejor fertilizante para la imaginación.
Esperaba historias que jamás podrían haber sido creadas de otro modo. No estaba
interesado en el espectáculo del tren, sólo en lo que produciría.
Hemos reunido todas las historias que se
han escrito en el tren, y las hemos leído. Son maravillosas y horribles. Las
hemos destruido todas. Para el que lee no queda más que este diario. No narraré
en él si Cristina ha aceptado o no mi propuesta de matrimonio.
Ha amanecido. El tren se acerca a su
última parada, y cuando se detenga, moriremos. Lucharemos por vivir, pero será
inútil. Nuestra muerte será una cuestión de limpieza y desinfección, trabajo de
profesionales metódicos. Cristina piensa que filtrarán alguna clase de gas para
eliminar toda resistencia. Después entrarán vestidos con trajes y mascarillas,
borrarán todo rastro de nuestra existencia. Y nadie sabrá nunca nada.
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