La
literatura es inspirarse e inspirar. Sujeta necesariamente a un lenguaje y por
consiguiente a una técnica, gravita sin embargo sobre el mero hecho de
escribir, impregna las palabras de un mensaje que emociona, que remueve las
entrañas de quien escribe y quien lee, que en ningún caso deja indiferente. No
solo transmite información, narra una historia, cuenta un viaje del lector
comprometido y despierto a través de los ojos del autor, que relata aquello que
sucede y deja al primero espacio para interpretar.
Existen
seguramente infinitas maneras de conseguirlo, en las que entran en juego la
sensibilidad, habilidad y creatividad del escritor, pero todas tienen en común
la búsqueda de la belleza. No necesariamente la belleza en sentido estético,
sino aquella que “a través de una experiencia sensorial procura una sensación
de placer o
un sentimiento de satisfacción”, en definitiva aquello que te mantiene
enganchado a sus páginas.
Al
escribir me gustaría saber exponer el lado polémico de la mente del personaje,
aquel que revela sus debilidades, aquel que lo hace humano, verosímil, que lo
hace llorar y frente al cual tiene mérito sonreír. Por otro lado, nunca consigo
decidirme entre la fantasía y la realidad, suele depender de qué esté leyendo
en cada momento, aunque creo que siempre hay parte del uno en el otro o cabida
para que lo haya y me gustaría poder encontrar ese lugar común en el que poder
explotar lo que cada uno permite.
Pero
por encima de todo, me gustaría encontrar un argumento, un personaje, una
excusa que me motivase a ponerme a escribir, a pasar (y perder) horas de clase,
trabajo u horas muertas divagando sobre qué ocurrirá, quién es ese desconocido,
qué sabe que yo aún no sé, a escribir algo con una parte de mí que me sienta
orgulloso de que alguien lea.
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