viernes, 29 de noviembre de 2013

Anécdota - Encuentro

Encuentro.

Estaba en una fiesta. Eso seguro. Unos tipos con los que compartí unas cervezas en la calle me llevaron a... Un edificio. Si, un edificio viejo. Las baldosas agrietadas y el papel pintado arrancado a tiras. Por las escaleras subían cubos de bebida, y bajaba escurriéndose un chico dormido. Un par de chicas se devoraban contra una barandilla combada. De no ser por el atronador ruido, la habría escuchado crujir. Había música y gente gritando. Tanta que no te cruzabas dos veces con la misma persona. Bebía, charlaba con unos y con nadie, simulaba pasos de baile, me reía con las risas, y volvía a beber. Ya sabes. Vagaba en un desierto humano. Hasta que encontré a una chica.
             
-Siempre hay una chica.

No es lo que piensas. Admito que me gusto, y de algún modo fue el desencadenante de todo, pero... Mira, estaba cerca de ella, pensando cómo entrarle, cuando se gira y fija sus ojos en los míos con tal intensidad que me deja clavado donde estoy. No respiro, no pienso. Un instante después la aparta y se marcha. Cuanto más lo pienso, más tengo la impresión de que ella penetró en mí a través de mis ojos, y no encontró nada. Es raro, ¿verdad? Pero en aquel momento estaba ciego, y no hablo del alcohol. A pesar de no haber recibido una sola indicación por su parte, sólo podía pensar en una cosa. Así que, cuando recobro la movilidad, la sigo. Braceo para abrirme paso entre la multitud, mientras se aleja. Me parece que alguien me grita, pero no hago caso. En el rellano casi la pierdo, hasta que la descubro, por el hueco de la escalera, un par de plantas más abajo.
              
Apenas la veo entrar en una casa, y cuando llego, la puerta aún está abierta. Al final de un oscuro pasillo hay una luz encendida. Su sombra se desliza por la pared hasta desaparecer. En ese momento podía haber desistido, pero cuando las luces de la escalera se apagaron, mis dudas se desvanecieron. A oscuras me reía de estúpida excitación.
         
En la sala iluminada no había nada. Una red de telarañas vestía una bombilla en el techo. La habitación contigua era una antigua cocina. Fogones, ollas oxidadas, una nevera amarillenta, y una capa de grasa bajo una luz mortecina. Y allí acababa el camino. Llamo a gritos, pero nadie responde. En algún momento habían dejado de escucharse la música y las voces. Incluso abro la nevera, pensando que... ¡Qué sé yo!
           
Al final regreso, y entonces me llevo el susto de mi vida. Justo a punto de entrar en el pasillo a oscuras, sin haber encontrado el interruptor, un rostro furioso cobra cuerpo de la sustancia negra, acompañado de un violento estallido. De las sombras aparece un anciano. Sus pasos son quebradizos, en cambio su bastón golpea como un martillo, que sacude su brazo en temblores. Pero la fuerza de su mirada, no encaja con la senilidad de su cuerpo.
              
No sé qué decir, me disculpo una vez tras otra, le pregunto estúpidamente si le he despertado, mientras continúa mirándome malhumorado y en silencio. Intento excusarme, le cuento que estaba con una chica, que ella había entrado... Tal vez fuese su hija. Pero su rostro sigue grabado en piedra, y mis palabras son cada vez más absurdas. Le pido perdón por haberle molestado, y anuncio que me marcho, mientras le rodeo en dirección a la salida, y rezo para que no llame a la policía.
              
-¿Quieres conocerla?
              
Su rostro permanece pétreo, aparentemente incapaz del don de la palabra. Sin esperar respuesta avanza hasta una puerta del pasillo.
           
Cuando enciende la luz, mi corazón da un vuelco. La chica está desplomada sobre una silla de ruedas. La cabeza caída hacia delante, oculta tras una cascada de negros cabellos, los hombros hundidos, las piernas arqueadas en ángulo extraño. Una segunda mirada desvela que no es humana. Gruesas cortinas cubren las paredes, y la única ventana tiene la persiana echada. El anciano se sienta frente a ella.
              
-Dale cuerda.
             
Me acerco confuso a la muñeca, a la vez que maravillado. En su nuca, como la cola de una ballena en un mar negro, emerge de entre su melena una pequeña llave de cuerda dorada. Con cada vuelta, el cuerpo recobra la vida. Alza la cabeza, los hombros se elevan, las piernas toman una posición natural. El anciano también sufre una transformación. Las facciones malhumoradas se diluyen, y cuando da los buenos días a la muñeca, y ella le responde con voz cristalina, de arroyos que descienden montañas primaverales, los destellos del sol se reflejan en sus ojos, y mi mano suelta la llave de espanto.
              
Le pregunta cómo se encuentra, y ella responde que cansada. Antes de darme cuenta, vuelvo a dar vueltas a la llave.
             
Hablan calmadamente del tiempo que han pasado separados, de lo mucho que se echaban de menos. Ella se interesa por su salud, le pregunta si se alimenta bien, y él miente. Todos lo sabemos. Hablan de cosas cotidianas, de las personas que contemplaban juntos por la ventana. Mientras continúan su ensueño por recuerdos y esperanzas frustradas, comprendo que me he vuelto invisible para ellos. Soy un engranaje más del milagroso mecanismo que le da vida.
              
Sobrecargo la cuerda, y me escabullo intrigado tras la cortina. Silenciosas cabezas blancas, ojos ciegos en tarros de cristal junto a engranajes, piezas de metal y herramientas. Vestidos y pelucas colgadas de perchas, pinceles y paletas de colores, colecciones de extremidades ortopédicas.
              
A mi regreso el viejo está extenuado, su respiración es un esforzado resuello, pero su pasión no ha desfallecido. El dolor y la preocupación se translucen en la autómata -aunque tal cosa sea imposible- que le suplica que calle y conserve el aire.
              
-¡Tu válvula!- grita al borde del llanto.- Deprisa, yo no puedo girarla...- gime, mientras extiende con gran esfuerzo el brazo hacia el anciano, en cuyo pecho descubierto florece una válvula roja. Pero sus piernas de plástico la encadenan a la silla de ruedas. Y entonces por vez primera me mira.- ¡Por favor! ¡Se ahoga!
-¿Qué coño bebiste anoche?- me interrumpe mi amigo con la clase de tono serio que sólo puede preceder a la risa y la burla.
-¡Mira la llave de cuerda!
El metal golpea furiosamente la mesa, y gira, trazando círculos en el silencio.
-No es la llave...
-¿Eh?

 *        *       *


Mensaje:
Perdón, publico tarde, y me excedo en unas 60 palabras.

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