Calenté las articulaciones y músculos de mis
piernas, me ajusté bien los cordones y empecé a correr. El suelo era duro,
pequeñas punzadas de dolor me sobrevenían esporádicamente, recorriendo mis
músculos como pequeñas descargas eléctricas.
En otra dimensión de este mundo, el
encapotado cielo descendía a escasos metros de la aguja de la catedral para
descargar con suave furia su torrente sobre los paraguas rojos, los adoquines
grises y las aguas turbias. Sentía su caricia lejana en la piel.
La plaza estaba atestada. Pasaba muy cerca de
la gente, arriesgándome a chocar pero quebrando antes, evitando cualquier
contacto. De vez en cuando sin embargo, parecían golpearme entes invisibles,
como sacudidas de corrientes de aire aisladas.
El sonido de mis pasos frente a la estatua
ecuestre de bronce perlada de plumas hizo que esta estallase en mil palomas alzando
el vuelo. Con precisión milimétrica silbaban muy cerca de mis dos oídos sin
rozarme. No obstante, un dolor profundo me perforó la mejilla, pero no hubo
golpe, herida ni sangre.
En otra dimensión, la paz o la lluvia que
debieran invadir aquel enclave de ensueño quedaban quebradas por el sonido de
una ambulancia en socorro de un niño atropellado, cuyo cuerpo cubierto de rojo
descansaba sobre la calle gris, rodeado del bullicio apagado de gentes que
murmuraban a escasos metros de él.
Cada una de estas infinitas dimensiones
paralelas era fruto de la suma de infinitas coincidencias que al variar
generaban nueva infinidad de posibles emparejamientos de sucesos, siguiendo un
modelo de distribución en racimo.
En otras dimensiones, la lluvia esparcía la roja
sangre por los adoquines hasta perderse en el río, o aquel niño chapoteaba en
los charcos limpios de sangre bajo su paraguas rojo, o dicho niño nunca
existió.
La interacción entre dichas dimensiones no debía
darse, de manera general los sucesos de cualquiera de ellas no afectaba a sus
simultáneas, únicamente a las que de ella surgían. Todo tenía no obstante sus
excepciones: así como ciertos sucesos podían influenciar ciertas dimensiones
paralelas, la representación de ciertos individuos en una dimensión dada podía
verse influenciada por sus homólogos de otras dimensiones.
Moría en diferentes lugares numerosas veces al
día, y aquel dolor era generalmente de los más agradables, agudo pero breve.
Incluso a veces no había dolor, solo frío. Peores eran las enfermedades, la
continua sensación de malestar, con todos los síntomas pero nada que curar. Sin
embargo también era más rara la sincronización con aquel tipo de sensaciones ya
que al extenderse en el tiempo, la dimensión que las contenía se alejaba
paulatinamente de la mía, conforme se multiplicaban las diferencias que las
separaban.
Aquellas eran conclusiones que había deducido
de la experiencia y la búsqueda desesperada de información en fuentes de
credibilidad dudosa. Para mí se convertían cada vez más en la única explicación
plausible:
“El tiritante
plano que enlaza y divide el infinito abanico de mundos paralelos posibles,
todas las posibles superposiciones en cada infinitesimal momento de reacciones
a la suma de acciones simultáneas recíprocamente influenciables, puede quebrarse.
La magnitud de las repercusiones de esto entra así mismo en un amplio abanico
de posibilidades.”
[…]
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