Las fundadoras de la ciudad contenida entre montañas fueron
dos hermanas que huían de la guerra. El éxodo había sido rojo fuego, rojo sangre.
Y no queriendo olvidar llamaron a la nueva población como a la hermana que
habían perdido por el camino: Teresa.
Las fundadoras crearon una sensual ciudad a su imagen.
Voluptuosas mansiones se rozaban unas a otras en la ladera de la colina, con
suntuosos jardines tipo inglés, llenos de enredaderas y emparrados que creaban
discretos rincones apropiados para los jugadores. Los macizos de flores surgían
en los caminos creando sinuosos senderos. Las estatuas de bronce, las
abundantes fuentes y los setos podados artísticamente creaban espacios para el
descanso, el juego y el disfrute general.
Las fundadoras recibían a muchos forasteros atraídos por la
fama de la bella ciudad y sus acogedoras anfitrionas. Celebraban fiestas en los
jardines y bailes en la plaza central. Los vinos eran redondos y potentes en
boca y los abundantes manjares se cocinaban con esmero. Nadie pasaba hambre y
todos terminaban jugando por los rincones, ebrios de belleza y vino. En los sinuosos
meandros que formaba el río al pasar por la ciudad habían cenadores cubiertos
con velos para hacer discretos los juegos.
Las fundadoras tuvieron hijas que heredaron la ciudad, pero
no eran como sus madres y empezaron por poner vallas que separaban los jardines
que se convirtieron en parterres particulares con delimitaciones simétricas y
caminos de grava rectos, donde ni una flor podía ser libre. La plaza de la ciudad
antaño bulliciosa fue destruida, y reutilizaron las bellas columnas que
sujetaban los soportales en un gran mazacote cuadrado donde se reunían a rezar.
Las fundadoras habrían evitado tener hijas si hubieran
sabido que iban a prohibir los juegos en la calle. Más tarde fueron las faldas
y blusas el objeto de regulación, debían tapar las rodillas e ir cerradas. Los
extranjeros no eran bien vistos y debían tener una autorización para quedarse
en el hotel que había en la ciudad. Cambiaron el cauce del río obligándolo a ir
en línea recta.
Las fundadoras le habían regalado a la ciudad un estilo y
una belleza que sus hijas fueron enjaulando, aunque lo peor aún estaba por
llegar. Las nietas decidieron que las flores eran demasiado bellas para ser
contempladas por los ojos humanos y mandaron arrancarlas y embaldosar el
césped. El juego fue totalmente prohibido incluso en la intimidad de los
hogares. Se necesitaba un permiso especial para engendrar un hijo.
Las fundadoras habrían matado a sus propias hijas si
hubieran siquiera imaginado que sus nietas obligaron a los habitantes de la
ciudad a dividirse entre hombres y mujeres y vivir separados. Tapiaron las
grandes ventanas que unían los hogares de los teresianos con la belleza del
valle que habitaban. Prohibieron la visita de extraños y nadie podía estar en
las calles después al oscurecer o antes del alba. Fundieron las estatuas de
bronce para construir grandes portones que cerraban la ciudad.
Las fundadoras lloraban en sus tumbas porque la gente iba
abandonando la ciudad, el goteo que empezó con sus hijas se convirtió en un
gran río con sus nietas. Poco a poco las hierbas se colaron entre las rendijas
del enladrillado. El río volvía a su cauce natural formando curvas y la
exuberante vegetación cubría las moradas abandonadas. Finalmente ya nadie vivía
en el valle, teniendo la apariencia de un siglo atrás cuando una cruenta guerra
desplazó a dos hermanas que encontraron un bellísimo sitio donde vivir.
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