domingo, 21 de abril de 2013

Teresa


Las fundadoras de la ciudad contenida entre montañas fueron dos hermanas que huían de la guerra. El éxodo había sido rojo fuego, rojo sangre. Y no queriendo olvidar llamaron a la nueva población como a la hermana que habían perdido por el camino: Teresa.

 
Las fundadoras tenían muchos seguidores dispuestos a ayudarles a crear su ciudad. En el largo camino se habían unido a su rodada hombres y mujeres, jóvenes y viejos, heridos y vigorosos, enfermos y sanos, soldados y labradores… Las seguían porque a pesar de sus desdichas siempre sonreían, acariciaban y besaban a todo el mundo, consiguiendo que olvidaran sus penas.

 
Las fundadoras crearon una sensual ciudad a su imagen. Voluptuosas mansiones se rozaban unas a otras en la ladera de la colina, con suntuosos jardines tipo inglés, llenos de enredaderas y emparrados que creaban discretos rincones apropiados para los jugadores. Los macizos de flores surgían en los caminos creando sinuosos senderos. Las estatuas de bronce, las abundantes fuentes y los setos podados artísticamente creaban espacios para el descanso, el juego y el disfrute general.

 
Las fundadoras recibían a muchos forasteros atraídos por la fama de la bella ciudad y sus acogedoras anfitrionas. Celebraban fiestas en los jardines y bailes en la plaza central. Los vinos eran redondos y potentes en boca y los abundantes manjares se cocinaban con esmero. Nadie pasaba hambre y todos terminaban jugando por los rincones, ebrios de belleza y vino. En los sinuosos meandros que formaba el río al pasar por la ciudad habían cenadores cubiertos con velos para hacer discretos los juegos.

 
Las fundadoras tuvieron hijas que heredaron la ciudad, pero no eran como sus madres y empezaron por poner vallas que separaban los jardines que se convirtieron en parterres particulares con delimitaciones simétricas y caminos de grava rectos, donde ni una flor podía ser libre. La plaza de la ciudad antaño bulliciosa fue destruida, y reutilizaron las bellas columnas que sujetaban los soportales en un gran mazacote cuadrado donde se reunían a rezar.

 
Las fundadoras habrían evitado tener hijas si hubieran sabido que iban a prohibir los juegos en la calle. Más tarde fueron las faldas y blusas el objeto de regulación, debían tapar las rodillas e ir cerradas. Los extranjeros no eran bien vistos y debían tener una autorización para quedarse en el hotel que había en la ciudad. Cambiaron el cauce del río obligándolo a ir en línea recta.

 
Las fundadoras le habían regalado a la ciudad un estilo y una belleza que sus hijas fueron enjaulando, aunque lo peor aún estaba por llegar. Las nietas decidieron que las flores eran demasiado bellas para ser contempladas por los ojos humanos y mandaron arrancarlas y embaldosar el césped. El juego fue totalmente prohibido incluso en la intimidad de los hogares. Se necesitaba un permiso especial para engendrar un hijo.

 
Las fundadoras habrían matado a sus propias hijas si hubieran siquiera imaginado que sus nietas obligaron a los habitantes de la ciudad a dividirse entre hombres y mujeres y vivir separados. Tapiaron las grandes ventanas que unían los hogares de los teresianos con la belleza del valle que habitaban. Prohibieron la visita de extraños y nadie podía estar en las calles después al oscurecer o antes del alba. Fundieron las estatuas de bronce para construir grandes portones que cerraban la ciudad.

 
Las fundadoras lloraban en sus tumbas porque la gente iba abandonando la ciudad, el goteo que empezó con sus hijas se convirtió en un gran río con sus nietas. Poco a poco las hierbas se colaron entre las rendijas del enladrillado. El río volvía a su cauce natural formando curvas y la exuberante vegetación cubría las moradas abandonadas. Finalmente ya nadie vivía en el valle, teniendo la apariencia de un siglo atrás cuando una cruenta guerra desplazó a dos hermanas que encontraron un bellísimo sitio donde vivir.

 

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