lunes, 21 de enero de 2013


La clase


Habían transcurrido varios años y David había vivido muchas cosas desde que estuvo allí la primera vez. Sin embargo el recuerdo de aquel aula le había alentado en muchas ocasiones. Estaba seguro que había sido definitiva para su futuro.

Su nacimiento prematuro condicionó una infancia enfermiza y difícil. Sus padres, de posición acomodada, decidieron como mejor opción que estudiara en casa con profesores particulares para evitar que las obligadas ausencias del colegio influyeran negativamente en su formación.

Sin embargo David añoraba tener compañeros y compartir con ellos juegos y risas y, aunque sabía que le estaba vetado y quizá precisamente por eso, llevó mal este aislamiento y expresaba a menudo su deseo de acudir a una escuela como los demás niños.

A los once años su salud se había fortalecido en parte y había aprendido a convivir y a minimizar otros problemas entre los que el más importante era su dificultad auditiva. Cuando tenía que empezar el Bachiller se acordó matricularle en un colegio cercano a su domicilio. 

El primer día del curso despertó con una mezcla de alegría y miedo. Había dormido mal imaginando como sería la añorada clase y como serían los compañeros. Había tenido poco trato con niños. Siendo hijo único casi exclusivamente había jugado con sus primos cuando acudían a su casa de visita, ya que David salía poco como medida preventiva ordenada por los médicos.

Había imaginado un aula grande y luminosa donde, en pupitres lustrosos y bien alineados, sus compañeros, formalmente sentados, escucharían a los distintos profesores. Éstos sin duda, había imaginado también, tendrían el respeto de los alumnos e impartirían sus explicaciones con voz potente en medio de un silencio sepulcral.

Sin embargo, en cuanto entró en la clase la primera visión dio al traste con todas sus expectativas. Sin duda sus padres habían elegido aquel Centro sólo por la proximidad porque resultaba obvio que las instalaciones no correspondían con lo que podían permitirse por su economía. La clase no era tan grande y mucho menos luminosa que en sus sueños debido probablemente a que los cristales estaban realmente sucios. Los pupitres estaban también sucios y el orden de filas era inexistente, más bien caótico.  En la pizarra, utilizada ya por varias generaciones, se adivinaba a duras penas lo escrito con tiza. La mesa de los profesores, también vieja y raída, mostraba un sin fin de libros en montones desordenados y dos cajones desvencijados. El cuadro que presidía la clase estaba torcido y la foto del Fundador parecía mirar hacia puerta como deseando salir huyendo de aquel ambiente inhóspito. Las perchas sobre las que colgaban chaquetas y abrigos mostraban prendas gastadas y poco limpias en tal amasijo que pensó no sería fácil que cada cual encontrara la suya cuando salieran atropelladamente como intuía. Los olores mezclados de bocadillos, gomas de borrar y poca higiene tampoco resultaban agradables.

Aunque aún era otoño el invierno iba adelantado y notó que allí dentro hacía mucho frío. De hecho varios de los chicos llevaban puestos sus abrigos y algunos incluso los guantes. En las ropas y el aspecto desaseado de varios compañeros adivinó que su posición estaba alejada de la suya aunque esto no le importó en absoluto. Sus modales mientras el profesor le presentaba hubieran desanimado a cualquiera pero su ilusión por estar allí borraba instantáneamente todas las percepciones negativas. Sólo pensó que con aquel barullo difícilmente habrían podido entender ni su nombre pero no le importó. Pensó que ya se lo diría él mismo durante el recreo.

Cuando el profesor le asignó uno de los pupitres libres supo en seguida que allí, tan lejos, no podría seguir bien las clases. Ni  siquiera aunque hubiera silencio, cosa que dudó existiera nunca. No obstante se dirigió allí entre las risas burlonas de los compañeros y tropezando con varias tablas del suelo que estaban levantadas o medio rotas. Se sentó casi en el borde de la silla en parte por timidez y en parte porque quería convencerse a si mismo de que no ocuparía aquel sitio durante mucho tiempo. Pasó aquella hora sin atender al profesor más que el resto de los chicos. Pero en su caso por otros motivos. El principal que casi no le oía. Pero también porque de vez en cuando le rozaba alguna pelotita de papel arrugado que casi nunca pudo adivinar quien había lanzado. Así transcurrieron la primera hora de clase y la segunda. Después vino el recreo en el que se encontró un poco sólo. Nadie le invitó a ninguno de los juegos que el resto compartía. Y algunos que no jugaban y formaban corrillos tampoco le hicieron caso aunque notaba que hablaban de él porque le señalaron varias veces.

Cuando volvieron a la clase y entró la profesora de Matemáticas, una señora bastante mayor, se armó de valor y avanzó hacia su mesa lo más hábilmente que pudo para no tropezar esta vez. Cuando estuvo en la tarima frente a ella se presentó y pidió permiso para decirles algo a sus compañeros. Y hablando con voz firme dijo que se llamaba David por si aún no lo sabían y que ese era su primer día porque había estado enfermo varios años y por eso no había podido ir al colegio. Luego se dirigió a Rafael, que sentado en la primera fila le miraba con unos ojos muy abiertos y unos mocos que ya habían recorrido medio camino hacia la boca... Le dijo que él era duro de oído y le pidió si podían cambiar el sitio. Nunca supo de donde le salieron las fuerzas para todo aquello ni tampoco quien quedó más sorprendido: si él por lo que estaba haciendo o el compañero por su petición. Pero le cedió el sitio.

Recordando aquella hazaña de su primer día de clase sacó valor en otras ocasiones para enfrentar otros retos. Por eso le gustaba, de vez en cuando, asomarse a aquel aula que había quedado en su memoria como el escenario de una victoria.


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