lunes, 21 de enero de 2013

Cuenco




Había amanecido hacía unos pocos minutos pero la orilla permanecía aún en penumbra. No había nubes y las estrellas apenas brillaban, como si un gigantesco velo cubriera el lago y fuera a través de los agujeritos en su tela por donde la luz se colaba con esfuerzo. Sin viento, las aguas alcanzaban la orilla con tanta suavidad que no era perceptible el oleaje. Ni tan solo un quejido animal. Lago Grande había comprendido y, silenciando su inmensidad, lo aprobaba. No en vano, se le tenía tanta fe.
Ahí donde termina el camino que viene de Rosaleda se podía distinguir la silueta de un ciclomotor. Unos metros más adelante, cerca de la línea del agua, un hombre permanecía quieto. Estaba sentado sobre un mantel, un trapo de tacto fino que en su tiempo debió vestir la mesa de los domingos y que el hombre había doblado por dos veces con delicadeza antes de sentarse sobre él. En su regazo sostenía un cuenco de barro. Sostenía el cuenco y suspiraba. Frente a él, en una esquina del mantel, había depositado una cesta de la que sobresalía la empuñadura de una pequeña hacha.
Antes que los rayos de sol bañasen la orilla como una segunda marea silenciosa, cogió un frasco de la cesta y se untó la cara. Esperó y volvió a untarse otra vez, hasta dejar una capa de sustancia que lo hacía parecer el fantasma de un ahogado. Para rematar, se cubrió con una gorra. Esperó. Sostenía el cuenco y suspiraba. Del bolsillo de la chaqueta tomó una fotografía que puso a la altura de los ojos. La miró con atención. Llevó la vista al fondo de la bahía y sonrió. ¿Ves la palmera y los flamencos? Como en la fotografía. Como los hay en el Caribe. Le había costado un par de días tallar y pintar aquellos flamencos, pero lo cierto es que así, vistos desde la distancia, eran tan reales. Los había apoyado en el tronco de un mantago joven del que había cortado las ramas bajas para dejarle un mechón parecido al de un cocotero. Ni siquiera al golpearlo sonaron sus hojas ni cascabelearon sus ramas. Lago Grande asentía.
La emoción le abría el apetito. Era algo que le sucedía desde pequeño, por eso su madre siempre le mandaba dulces en los bolsillos del uniforme. De la cesta sacó un tarro con dátiles que preparaba como ella, haciéndolos rodar sobre un plato con sal de forma que al morder tenían ese gusto abrasivo pero luego se rompían en la boca como una cucharada de miel. Volvió a recrearse en la imagen. Había llegado el momento. Se incorporó y se acercó a la orilla. Sin pensarlo, lanzó el cuenco con fuerza y al surcar el aire, una estela cenicienta se le iba saliendo. Por fin, cayó en el agua y todo el silencio contenido durante horas surgió como un monstruoso grito. Lago Grande guardó todo en su memoria ancestral para próximas ocasiones. El hombre cayó aturdido por el trance. Junto a él, la fotografía de una playa con una pareja de flamencos bajo una palmera y un hombre sentado sobre un mantel, con un cuenco en su regazo.

Esta es la descripción de Ernest

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