Había
amanecido hacía unos pocos minutos pero la orilla permanecía aún en penumbra. No
había nubes y las estrellas apenas brillaban, como si un gigantesco velo cubriera
el lago y fuera a través de los agujeritos en su tela por donde la luz se colaba
con esfuerzo. Sin viento, las aguas alcanzaban la orilla con tanta suavidad que
no era perceptible el oleaje. Ni tan solo un quejido animal. Lago Grande había
comprendido y, silenciando su inmensidad, lo aprobaba. No en vano, se le tenía
tanta fe.
Ahí donde termina
el camino que viene de Rosaleda se podía distinguir la silueta de un
ciclomotor. Unos metros más adelante, cerca de la línea del agua, un hombre permanecía
quieto. Estaba sentado sobre un mantel, un trapo de tacto fino que en su tiempo
debió vestir la mesa de los domingos y que el hombre había doblado por dos
veces con delicadeza antes de sentarse sobre él. En su regazo sostenía un
cuenco de barro. Sostenía el cuenco y suspiraba. Frente a él, en una esquina
del mantel, había depositado una cesta de la que sobresalía la empuñadura de
una pequeña hacha.
Antes que los
rayos de sol bañasen la orilla como una segunda marea silenciosa, cogió un
frasco de la cesta y se untó la cara. Esperó y volvió a untarse otra vez, hasta
dejar una capa de sustancia que lo hacía parecer el fantasma de un ahogado. Para
rematar, se cubrió con una gorra. Esperó. Sostenía el cuenco y suspiraba. Del
bolsillo de la chaqueta tomó una fotografía que puso a la altura de los ojos. La
miró con atención. Llevó la vista al fondo de la bahía y sonrió. ¿Ves la
palmera y los flamencos? Como en la fotografía. Como los hay en el Caribe. Le
había costado un par de días tallar y pintar aquellos flamencos, pero lo cierto
es que así, vistos desde la distancia, eran tan reales. Los había apoyado en el
tronco de un mantago joven del que había cortado las ramas bajas para dejarle
un mechón parecido al de un cocotero. Ni siquiera al golpearlo sonaron sus
hojas ni cascabelearon sus ramas. Lago Grande asentía.
La emoción le
abría el apetito. Era algo que le sucedía desde pequeño, por eso su madre
siempre le mandaba dulces en los bolsillos del uniforme. De la cesta sacó un
tarro con dátiles que preparaba como ella, haciéndolos rodar sobre un plato con
sal de forma que al morder tenían ese gusto abrasivo pero luego se rompían en
la boca como una cucharada de miel. Volvió a recrearse en la imagen. Había
llegado el momento. Se incorporó y se acercó a la orilla. Sin pensarlo, lanzó
el cuenco con fuerza y al surcar el aire, una estela cenicienta se le iba
saliendo. Por fin, cayó en el agua y todo el silencio contenido durante horas
surgió como un monstruoso grito. Lago Grande guardó todo en su memoria ancestral
para próximas ocasiones. El hombre cayó aturdido por el trance. Junto a él, la
fotografía de una playa con una pareja de flamencos bajo una palmera y un
hombre sentado sobre un mantel, con un cuenco en su regazo.
Esta es la descripción de Ernest
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