No era el mejor hotel de la
ciudad. Tampoco solían reservar la habitación más ostentosa. Sin embargo, a
mitad camino entre la costumbre y una decisión premeditada, siempre se reunían
en la misma habitación donde habían compartido tantos momentos
inolvidables.
Lo que antes era una habitación luminosa,
pequeña y acogedora se había convertido en auténtico caos. Las sábanas blancas estaban
totalmente revueltas, testigos mudos de una noche de desenfreno y de un amanecer
nada esperado. Las puertas del balcón permanecían entreabiertas dejando que el gélido
viento se filtrara hasta el último rincón de la habitación. Remolinos de ceniza
y colillas reflejaban una larga noche en la que dominaron pasión y angustia.
La televisión, anclada a la
pared, aún seguía encendida. Una joven rubia informaba de las nuevas medidas
tomadas por el gobierno para paliar un éxodo masivo al extranjero. Al lado, una
lamparita no podía ejercer bien su función de iluminar pues tenía unos vaqueros
encima de la pantalla.
En la mesa principal, hecha de
madera y tallada por ebanistas franceses del siglo XVIII, quedaban restos de una
cena nada pretenciosa: filetes de pechuga de pollo fríos y trozos de verduras
de toda clase. El postre que habían pedido se hallaba en la mesita de noche
insinuando horas de lujuria entre sábanas, fresas y nata.
Por el suelo, no solo se veían
botellas de champan vacías y, alguna de ella, fragmentada. La alfombra de
motivos marítimos estaba repleta de cristales rotos que mostraban algo más que
un simple encuentro entre dos amantes. Además, había flores y hojas esparcidas
por todas partes. Trozos rotos de fotografías, antaño admiradas durante largo
tiempo, volaban de un lado a otro.
A la izquierda de la estancia, la
puerta del baño dejaba ver un grifo que llevaba horas abierto. Había salido tal
cantidad de agua que todas las toallas tiradas en el suelo estaban empapadas y
con cierto tinte rosado. En una de las húmedas paredes, revestida de azulejos verdes,
se podía leer ‘Ni contigo, ni sin ti’. La frase había sido escrita con un
rotulador rojo que continuaba tirado en el suelo.
Detrás de la puerta, dentro de la
bañera, yacía el cuerpo aún caliente de un hombre moreno de mediana edad.
Todavía podía escucharse la respiración entrecortada de un corazón al que le
quedaban muy pocos latidos. De la muñeca, cortada con un trozo de cristal que
reposaba en el fondo de la bañera, brotaba sangre que resbalaba sin cesar hasta el suelo.
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