domingo, 20 de enero de 2013

Habitación



No era el mejor hotel de la ciudad. Tampoco solían reservar la habitación más ostentosa. Sin embargo, a mitad camino entre la costumbre y una decisión premeditada, siempre se reunían en la misma habitación donde habían compartido tantos momentos inolvidables.  

Lo que antes era una habitación luminosa, pequeña y acogedora se había convertido en auténtico caos. Las sábanas blancas estaban totalmente revueltas, testigos mudos de una noche de desenfreno y de un amanecer nada esperado. Las puertas del balcón permanecían entreabiertas dejando que el gélido viento se filtrara hasta el último rincón de la habitación. Remolinos de ceniza y colillas reflejaban una larga noche en la que dominaron pasión y angustia.  

La televisión, anclada a la pared, aún seguía encendida. Una joven rubia informaba de las nuevas medidas tomadas por el gobierno para paliar un éxodo masivo al extranjero. Al lado, una lamparita no podía ejercer bien su función de iluminar pues tenía unos vaqueros encima de la pantalla. 

En la mesa principal, hecha de madera y tallada por ebanistas franceses del siglo XVIII, quedaban restos de una cena nada pretenciosa: filetes de pechuga de pollo fríos y trozos de verduras de toda clase. El postre que habían pedido se hallaba en la mesita de noche insinuando horas de lujuria entre sábanas, fresas y nata.
Por el suelo, no solo se veían botellas de champan vacías y, alguna de ella, fragmentada. La alfombra de motivos marítimos estaba repleta de cristales rotos que mostraban algo más que un simple encuentro entre dos amantes. Además, había flores y hojas esparcidas por todas partes. Trozos rotos de fotografías, antaño admiradas durante largo tiempo, volaban de un lado a otro. 

A la izquierda de la estancia, la puerta del baño dejaba ver un grifo que llevaba horas abierto. Había salido tal cantidad de agua que todas las toallas tiradas en el suelo estaban empapadas y con cierto tinte rosado. En una de las húmedas paredes, revestida de azulejos verdes, se podía leer ‘Ni contigo, ni sin ti’. La frase había sido escrita con un rotulador rojo que continuaba tirado en el suelo. 

Detrás de la puerta, dentro de la bañera, yacía el cuerpo aún caliente de un hombre moreno de mediana edad. Todavía podía escucharse la respiración entrecortada de un corazón al que le quedaban muy pocos latidos. De la muñeca, cortada con un trozo de cristal que reposaba en el fondo de la bañera, brotaba sangre que resbalaba sin cesar hasta el suelo.

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