jueves, 17 de enero de 2013


DESCRIPCIÓN – LA PLAYA                                                      PILAR FOLGADO

Era una mañana de invierno fría, triste, gris. La densa niebla impedía que los primeros rayos de sol se abrieran camino para rajar las tinieblas de la larga noche que se acababa de marchar.

En esa densa atmósfera reinaba un silencio sepulcral. El aire blanco y húmedo pesaba como una losa, impidiendo que las ondas sonoras se expandieran en ese inhóspito ambiente. Nada hacía sospechas que el mar estaba cerca. Todo  estaba recubierto de una película de diminutas gotitas  escarchadas, y las que no estaban posadas sobre superficie alguna se convertían en densa cortina en suspensión que reducía el campo de visión a la longitud de un brazo extendido.

Nadie, en su sano juicio, se atrevería a salir de casa en esas circunstancias. Y muchos menos en esta parte de la costa donde se alternaban terraplenes y acantilados de forma imprevisible tanto que incluso a pleno día hacían temeraria cualquier excursión.

Haciendo un pulso al día, la luz fue despedazando la bruma que se convirtió en bancos más transparentes que ya flotaban elevándose del suelo.

De pronto el ronroneo de un motor, como un leve martilleo rajó el silencio existente, al principio a penas perceptible, el sonido fue adquiriendo más intensidad, adivinando más que viendo el vehículo al que pertenecía.

El viejo coche Peugeot avanzaba lentamente atravesando los numerosos bancos de  niebla que aún  cubrían el terraplén que llevaba hasta la playa. Sin duda el conductor conocía cada imperfección del terreno por el que transitaba. El motor se detuvo y nuevamente el silencio se estableció.

El calor que despedía el motor disipó la niebla circundante. El trayecto había sido lo suficientemente largo como para calentar en exceso el ya desgastado motor.

El conductor quedó un buen rato  inmóvil en su interior, apoyado sobre sus brazos que abrazaban el volante. Un llanto ensordecido, casi imperceptible, se escapó por la rendija entreabierta de la ventanilla del vehículo. Pasados unos instantes, el hombre salió del vehículo e inclinándose hacia el asiento del copiloto extrajo un objeto de metal que abrazó cariñosamente, como si en su interior se hallará algo muy preciado.

Ya el día se había abierto camino. El ambiente se impregnó de salinidad. El débil sol de invierno emitía un matiz blanquecino perfilando el horizonte con una raya gris que dividía el paisaje por la mitad. El camino que el hombre transitaba se iba configurando y despejándose tras su paso.

Al llegar a la arena húmeda las huellas de sus pisadas quedaban como mudos testigos de su deambular. Se dirigió con seguridad hacia unas rocas que formaban una península escarpada donde tantos veranos había permanecido entretenido, de niño, bajo la mirada siempre atenta de su madre. Su madre que en ningún momento dejó de supervisarle.

Allí permaneció largo rato, ensimismado en sus recuerdos, con la vista perdida en el tenue horizonte, o mirando las insignificantes olas que apenas si golpeaban las rocas. El mar estaba en total calma, todo se había detenido.

Cuando el sol calentó su rostro, por fin reaccionó, consciente de lo que tenía que hacer, abrió la urna y con un gesto de impulso,  lanzó hacia el agua una nube de polvo que se esparció en el aire configurando una silueta plateada que quedó suspendida y cintelleante durante  unos segundos antes de sumergirse en el mar.

A lo lejos el estridente grito de una gaviota desgarró el silencio.

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