DESCRIPCIÓN – LA PLAYA PILAR
FOLGADO
Era una mañana de
invierno fría, triste, gris. La densa niebla impedía que los primeros rayos de
sol se abrieran camino para rajar las tinieblas de la larga noche que se
acababa de marchar.
En esa densa atmósfera
reinaba un silencio sepulcral. El aire blanco y húmedo pesaba como una losa,
impidiendo que las ondas sonoras se expandieran en ese inhóspito ambiente. Nada
hacía sospechas que el mar estaba cerca. Todo
estaba recubierto de una película de diminutas gotitas escarchadas, y las que no estaban posadas
sobre superficie alguna se convertían en densa cortina en suspensión que
reducía el campo de visión a la longitud de un brazo extendido.
Nadie, en su sano
juicio, se atrevería a salir de casa en esas circunstancias. Y muchos menos en
esta parte de la costa donde se alternaban terraplenes y acantilados de forma
imprevisible tanto que incluso a pleno día hacían temeraria cualquier
excursión.
Haciendo un pulso al
día, la luz fue despedazando la bruma que se convirtió en bancos más
transparentes que ya flotaban elevándose del suelo.
De pronto el ronroneo
de un motor, como un leve martilleo rajó el silencio existente, al principio a
penas perceptible, el sonido fue adquiriendo más intensidad, adivinando más que
viendo el vehículo al que pertenecía.
El viejo coche Peugeot
avanzaba lentamente atravesando los numerosos bancos de niebla que aún cubrían el terraplén que llevaba hasta la
playa. Sin duda el conductor conocía cada imperfección del terreno por el que
transitaba. El motor se detuvo y nuevamente el silencio se estableció.
El calor que despedía
el motor disipó la niebla circundante. El trayecto había sido lo
suficientemente largo como para calentar en exceso el ya desgastado motor.
El conductor quedó un
buen rato inmóvil en su interior,
apoyado sobre sus brazos que abrazaban el volante. Un llanto ensordecido, casi
imperceptible, se escapó por la rendija entreabierta de la ventanilla del
vehículo. Pasados unos instantes, el hombre salió del vehículo e inclinándose
hacia el asiento del copiloto extrajo un objeto de metal que abrazó
cariñosamente, como si en su interior se hallará algo muy preciado.
Ya el día se había
abierto camino. El ambiente se impregnó de salinidad. El débil sol de invierno
emitía un matiz blanquecino perfilando el horizonte con una raya gris que
dividía el paisaje por la mitad. El camino que el hombre transitaba se iba
configurando y despejándose tras su paso.
Al llegar a la arena
húmeda las huellas de sus pisadas quedaban como mudos testigos de su deambular.
Se dirigió con seguridad hacia unas rocas que formaban una península escarpada
donde tantos veranos había permanecido entretenido, de niño, bajo la mirada
siempre atenta de su madre. Su madre que en ningún momento dejó de
supervisarle.
Allí permaneció largo
rato, ensimismado en sus recuerdos, con la vista perdida en el tenue horizonte,
o mirando las insignificantes olas que apenas si golpeaban las rocas. El mar
estaba en total calma, todo se había detenido.
Cuando el sol calentó
su rostro, por fin reaccionó, consciente de lo que tenía que hacer, abrió la
urna y con un gesto de impulso, lanzó
hacia el agua una nube de polvo que se esparció en el aire configurando una
silueta plateada que quedó suspendida y cintelleante durante unos segundos antes de sumergirse en el mar.
A lo lejos el
estridente grito de una gaviota desgarró el silencio.
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