Tras la catástrofe del huracán
Katrina, Nueva Orleans vivía inmersa en un autentico caos. A primeros del 2006, comenzaron a circular
por sus calles bandas armadas que se dedicaban a desvalijar comercios y
viviendas, incluso a matar si era necesario para conseguir sus propósitos.
Sucedió sobre todo en el Barrio Francés y el sur de la ciudad, esta fue la más
perjudicada por las inundaciones al tratarse de una zona con casas muy antiguas, donde la
población estaba más desprotegida y sus habitantes sufrían mayores carencias.
La poca gente que quedaba, tenía miedo. La que podía optaba por marcharse.
En este período de confusión, muchos policías
y militares de otras ciudades acudieron a Nueva Orleans como refuerzo, ya que
sus propios agentes se lanzaban a la calle liderando a las bandas de saqueadores.
Fue en este momento cuando John Wilson, un joven policía de Wisconsin, pidió
voluntariamente su traslado a esta ciudad. Estaba harto de vivir con su madre,
una mujer de carácter muy fuerte, que quería controlar hasta el más mínimo
detalle de su vida. Él, aunque la quería,
no estaba dispuesto a soportar ni un minuto más esa situación. Con este cambio
vio la oportunidad de liberarse de ella
durante una larga temporada, al mismo tiempo que la posibilidad de poder ayudar
a las personas que lo necesitaban, intentando restablecer el orden en esa
ciudad. Por y para eso se había hecho policía.
Uno de los cabecillas de las
bandas armadas que se dedicaban al saqueo y al asesinato era el inspector de
policía Tom Miller, a cuyas órdenes debía ponerse John.
Tom era un tipo duro, hecho a sí
mismo. Alto, fuerte y sin ningún tipo de escrúpulos. Su mezquindad llegaba
hasta límites insospechados. Era tan indeseable que fue capaz de dejar morir a su
antiguo compañero y amigo Alan, que había quedado discapacitado como
consecuencia de un tiroteo en el que
ambos se vieron involucrados. Cuando las inundaciones, acudió a su casa con la
intención de socorrerlo, pero como siempre le pudo la avaricia y su prioridad
fue apoderarse de todos los objetos de valor que poseía: joyas, dinero y una
buena colección de cine porno y juguetitos sexuales con los que ambos se habían
divertido más de una vez en las fiestas que acostumbraban a organizar con prostitutas. Así era él, y no se avergonzaba
en absoluto de su carácter. Todo lo contrarío, le gustaba alardear de sus “hazañas”
delante de los compañeros mientras tomaban unas copas, sin importarle lo que
pudieran pensar. Bebía y bebía hasta que se quedaba sin conocimiento y alguno
de ellos le llevaba a casa para que durmiera “la mona”. Por descontado, al día
siguiente estaba con una resaca de muerte y no había quien le dirigiera la
palabra, pues su innata agresividad se multiplicaba.
Pero Tom tenía una debilidad
llamada Dominic Lacroix, una preciosa y espectacular mujer de la cual estaba
perdidamente enamorado. Dominic era la reina del los negocios ilegales en la
ciudad y él habría sido capaz de realizar cualquier cosa por conseguirla,
incluso matar si hubiera sido necesario. El fin justifica los medios –pensaba-,
aunque era consciente de que más tarde o más temprano los errores se pagan
y pasan factura. Tenía la experiencia de Alan.
Dominic Lacroix era cantante y
dueña de uno de los clubs de jazz más conocidos de la ciudad, situado en una de
las calles principales del Barrio Francés. Todas las noches actuaba allí. Su
voz aterciopelada dejaba sin aliento a todo el que pasaba por su local. La
apodaban “la diosa de Ébano” y eso es lo que parecía cuando se subía al escenario,
enfundada en uno de esos fantásticos vestidos de lamé que solía lucir y que se
adaptaban a su cuerpo, resaltando su voluptuosidad. Era la dueña de ese club y
de otros tantos en la ciudad, los había heredado de su compañero Max Didier, un
pez gordo de la Mafia que se había
relacionado con las más altas esferas políticas del Estado de Lousiana,
al tiempo que controlaba varios negocios (no muy respetables) sobre los que las
autoridades hacían la vista gorda a cambio de innumerables favores beneficiosos
para todos. Ahora era ella la que gestionaba estos garitos y negociaba con esos individuos. A tal fin en
ocasiones debía utilizar todas sus armas de mujer, así conseguía encandilar a
más de uno de dichos personajes, por los que no tenía ningún aprecio. En innumerables
ocasiones fingía que sentía algo especial por alguno –cosa que le repugnaba- para conseguir lo que se proponía. Pero era
una mujer fuerte y astuta, debía seguir con todos esos negocios, de los que no
estaba muy orgullosa, hasta lograr averiguar por qué habían asesinado a Max, y no pensaba
rendirse hasta conseguirlo. Además de esta retahíla de empresarios y políticos
a los que tenía que atender y aguantar estaba Tom, un inspector de policía obsceno y grosero al que no soportaba y tenía que reír las gracias casi todas las noches que actuaba. No solo
eso, además debía tomarse alguna que otra copa con él, fingiendo que se sentía
atraída por sus huesos. Todo a cambio de conseguir inmunidad policial. Ella, como mujer, tenía claro que aquel tipejo
no se conformaría solo con tomar unos tragos, en sus ojos leía que deseaba algo
más, era evidente que estaba enamorado de ella por la forma en la que se
comportaba y la trataba. Desde que Max había muerto, lo veía más seguro y
decidido, como si ella le perteneciera, cosa que no le gustaba lo más mínimo;
le daba miedo, conocía a esa clase de individuos. Tenía que cortar como fuera.
Para ello pensó en involucrarle en alguno de sus negocios. En unas semanas
debía realizar una nueva “entrega” en uno de sus locales, el destinatario era
un alto cargo del ayuntamiento de la ciudad, le pediría que fuera el encargado
de supervisarlo. Así le tendría cogido por los huevos y en el caso de que
insistiera en molestarla lo utilizaría como escudo, podría chantajearle,
amenazándolo con contarlo a sus superiores. Además, le entregaría una buena
cantidad de dinero por el servicio, la cual se encargaría personalmente que
quedara registrada en sus libros de contabilidad con nombre y apellidos.
Dichos trabajos, por descontado,
no los realizaba ella personalmente, para los mismos tenía a su fiel amigo y
compañero Smith, quien la idolatraba y era también capaz de cualquier cosa por
ella. La conocía desde niña, fue íntimo amigo de su padre y la acogió como a
una hija; luchó por su custodia hasta
que logró conseguirla y ni nada ni nadie podría separarlos. Dominic comenzó cantando en el coro de su iglesia y
destacaba por su preciosa voz. Entonces él, consciente del gran potencial de
aquellas cuerdas vocales, trabajó duro –día y noche- para poder pagarle sus
estudios y la convirtió en lo que ahora era. Por eso mismo no estaba contento
del giro que había tomado su vida. Desde el fatídico momento en el que conoció
a Didier y se fue a vivir con él, cambió. Tenía una brillante carrera como
cantante y no le gustaba la idea de que se frustrara por culpa de aquel hombre.
¿Qué necesidad tenía de cantar en aquellos clubs?, estaba acostumbrada a actuar
en los mejores teatros y locales del país, pero era consciente de que se había enamorado,
lo comprendía y sabía que poco podía hacer. Por lo menos Dominic, aunque
enamorada, seguía siendo la joven inteligente que él conocía. Le puso una
condición: no se iría a vivir con él si Smith no los acompañaba. Por supuesto,
Max aceptó.
Bien -pensó- así él podría seguir
cuidando de su pequeña, como le había jurado a su amigo en el lecho de muerte.
No le fue mal al lado de Max, de la noche a la mañana pasó a ser su hombre de
confianza. Llevaba sus cuentas y sabía mejor que nadie lo que se cocía en todos
sus negocios. Pero un buen día comenzó a darse cuenta de que Max andaba
engatusando a una jovencita que cantaba en un local que terminaba de adquirir. Advirtió que lo
había comprado para lucimiento de la misma y para poder encontrarse allí con
ella. Esto no le gustó, ¡aquel tipo, chulo y arrogante! ¡Qué se había creído! ¿Cómo
se atrevía a ningunear a su niña de aquella forma tan descarada?, y él ¿cómo
iba a consentir que nadie la llevara entre lenguas? ¿que pasara por tal
humillación? No quería que se enterara. Sufriría. Tenía que tomar cartas en el
asunto y más tarde o más temprano, lo haría. Se enteraría.
Habló con Max. Le echó en cara lo
que estaba haciendo con ella. Este se rió.
- Eres un viejo idiota, haré lo que me dé la
gana ¿te enteras? Ella ni siquiera es mi mujer. Esto es solo algo pasajero, y aunque tú no te hayas
enterado, no es la primera vez. Yo quiero a Dominic y ella lo sabe. También sabe
que estos entretenimientos no significan nada para mí.
- Sí, pues si la quieres no la engañes, ella
no lo ha hecho nunca y pretendientes no le han faltado. Tipos mucho mejores que
tú. Nunca comprenderé qué pudo ver en ti.
-¿Dinero?
- ¿Pero qué dices? Eso a ella le
sobra y lo sabes.
-Pues amor entonces, el que no le
dio su padre.
- Su padre murió, sí. Y yo la he cuidado como si fuera mi hija, amor
no le ha faltado.
-Pues entonces un hombre que la satisfaga.
- Pues eso será, claro, tú.
La ciudad estaba rebosante de
turistas, los hoteles tenían puesto el cartel de completo. Era una jornada
importante. El primer Mardi Gras después de la gran catástrofe terminaba de
comenzar. Las carrozas y comparsas desfilaban por las calles principales,
arrojando a los turistas cientos de collares de cuentas de colores. La multitud
engalanada con sus collares abarrotaba las calles deambulando de un lugar a
otro esperando el gran final. Con la llegada de la noche comenzó el desfile más
esperado. Los Indios, ataviados con sus trajes de plumas y cuentas, y los Zulús
avanzaban por distintas calles para encontrarse en el centro de St. Charles,
donde empezarían sus bailes provocadores, acompañados por sus respectivas bandas
de música. Este año el rey de los Zulús era Max, el dueño de la mayoría de los
clubs del Barrio francés. Dominic, su pareja desde hacía varias décadas,
desfilaba a su lado con un espectacular traje dorado y púrpura repleto de
plumas, que dejaba ver algunas partes de su escultural silueta. El resto de la
comparsa desfilaba perfectamente coordinada, ejecutando sus tradicionales
bailes tribales. La fiesta transcurría con total normalidad. El martes graso estaba a punto de llegar a su
fin, la muchedumbre esperaba expectante a ambos lados de la calle. Concluiría
cuando la policía entrara a caballo, como mandaba la tradición, y matara al Mardi Gras, terminando así el
carnaval y dando paso al Miércoles de Ceniza.
John encabezaba la cabalgada
acompañado por otros compañeros que se arengaban unos a otros, todos ellos
armados con pistolas de fogueo como requería la ceremonia. Entonces, dispararon
y Max –que representaba a Eulei (el rey)-, cayó abatido al suelo. Todo quedó en
silencio y comenzaron a retirarse, el carnaval había terminado. Comenzaba la
cuaresma. Dominic increpó a Max “¡levanta!,
ya está bien de bromas, se están marchando todos”, pero este no se movía,
entonces se agachó y cuál sería su
sorpresa, al ver una herida de bala en su abdomen. Horrorizada, comenzó a
gritar, la comparsa que les acompañaba comenzó a arremolinarse a su alrededor
gritando, uno de los policías desmontó, se acercó y ordenó que se dispersaran,
quitó la máscara a la víctima y vio de
quien se trataba. Max estaba muerto. Pero no podía ser. Las balas eran de
fogueo. El policía de mayor rango –el capitán Miller- ordenó a todos los
compañeros, que se miraban sorprendidos, que entregaran sus armas. Al hacerlo
comprobó que la de John estaba caliente y no era de fogueo, alguien la había
sustituido. No entendía cómo podía haber sucedido, él personalmente se había
ocupado de prepararlas y había comprobado una y otra vez que todo estaba
correcto. Pero, ¿por qué? Estaba claro
que Max se había ganado más de un enemigo durante su trayectoria empresarial,
pero ¿ahora? Habría que comenzar una investigación para averiguar quién había
cambiado el arma. O qué motivos podía tener aquel voluntario prácticamente
recién llegado para matarlo. No sería fácil, de momento debía arrestar a John. Pondría
el caso en manos de Asuntos Internos. Tras realizar diversas indagaciones y por
la numeración del arma, comprobaron que la pistola utilizada era de un
compañero retirado que había muerto en las inundaciones: Alan Dupré. La creían
perdida, estaba claro que alguien la consiguió, no era de extrañar, pues con
tanto saqueo y el desorden que se formó en la ciudad cualquiera pudo
encontrarla o robarla. Lo extraño era que hubiera llegado a manos del sargento
Wilson, pues cuando este llegó a la ciudad esa zona estaba totalmente
controlada. Se había metido en un buen lío, no le creían capaz de semejante
atrocidad, pero lo tenía difícil, muy difícil. Le abrieron un expediente
disciplinario y le suspendieron de empleo y sueldo mientras realizaban las
investigaciones pertinentes para esclarecer lo ocurrido. La única conexión
entre John y Max era que la bala había salido de la pistola que le habían
entregado. Como ya sabían que el arma utilizada pertenecía a Alan, el ex
compañero del inspector Miller, le interrogaron y confesó que la había cogido
de casa de su amigo y la tenía guardada en su taquilla, pero juró y perjuró que
él no la cambió. Se le expedientó mientras se realizaban nuevas indagaciones, y
se le apartó también del servicio, pues era el principal sospechoso de haberla
sustituido ¿quién más podía saber que aquel revólver se encontraba en su
taquilla? Los dos policías estaban con el agua al cuello, pero ambos estaban
convencidos de la inocencia del otro.
Desde la víspera del Mardi Gras,
la señora de la limpieza no había aparecido por la comisaría, se pidió unos
días para disfrutar del carnaval, pertenecía a una de las comparsas. A su
regreso comentó lo sucedido con los agentes
que se encontraban de servicio. El revuelo en la ciudad era mayúsculo. Nadie
podía creer lo que había sucedido. Aquel asesinato resultó impactante. A Max se
lo cargaron con la mayor tranquilidad delante de centenares de personas. Y
encima su ejecutor un poli. Mientras
hablaba con los agentes, repasaba las mesas y seguía con su trabajo, pero entonces
recordó algo: el último día llegó un anciano diciendo que le habían contratado
para sustituirla; en la agencia no le comentaron nada, pero con los carnavales
a punto de comenzar no le extrañó, todos estaban ya más pendientes de la fiesta
que de cualquier otra cosa. El viejo le comentó que tenía que dejar algo en la
taquilla de Miller, ella no le dio la mayor importancia, pues estaba abierta y
le dejó allí mientras recogía sus cosas.
En esa zona, donde se encontraban
los vestuarios y las taquillas no entraba nadie, solo los agentes y el personal
de limpieza. Al recordarlo pensó que debía contarlo. Ya no había vuelto a saber
nada de aquel anciano. Primero preguntaría en la agencia si le pusieron un
sustituto para esos días. Llamó y su jefe le confirmó lo que ya sospechaba,
nadie la había sustituido. Al narrar lo sucedido en comisaría le dijeron haber
visto también a aquel hombre pero, como ella, pensaron que le sustituiría
durante esos días, aunque con el barullo de las fiestas no recordaban si le
volvieron a ver. Estaba claro que aquel hombre había tenido algo que ver con la
sustracción y el cambio del arma.
Smith, consciente de la repercusión
de sus actos, se sentía plenamente satisfecho. Había conseguido librarse de
Max, ya no podría hacerle daño a su niña y sin él podría intentar encauzar su
vida y dedicarse a la canción como antes, volviendo a ser una gran estrella sin
tener que estar continuamente en la cuerda floja por culpa de todos esos sucios
negocios que le habían dejado como herencia.
Con la implicación de Miller,
pues el arma más tarde o más temprano descubrirían que fue él quien la sustrajo,
habría completado el pack. Se había desecho de los dos hombres que se
interponían entre Dominic y él. Y sin levantar la más mínima sospecha, nadie
sería capaz de relacionarle con la sustitución de la pistola. Si Miller no
hubiera sido tan bocazas, sobre todo cuando llevaba unas copas de más, nunca
habría adivinado que la guardaba en su taquilla. El único cargo de conciencia
que tenía era que aquel pobre joven policía tuviera que cargar con el muerto. Pero no eran
más que daños colaterales, esa expresión estaba muy de moda y le hacía mucha
gracia. Con eso lo justifican todo, ¿no?, pues él, ¿por qué no iba a ser igual?-pensó-.
Tan solo ha sido mi instrumento,
mi mano ejecutora. Tampoco es tan grave, se darán cuenta de que no tuvo nada
que ver, le acusarán de homicidio involuntario, le tendrán un tiempo apartado y
le enviaran a terapia. Yo intentaré mover con disimulo algunos hilos para
intentar que le sea lo más leve posible, convenceré a Dominic para que, como
testigo presencial de los hechos, declare en su defensa. Y con respecto a
Miller, espero que pase una larga
temporada en la cárcel por robar la pistola de su amigo y no entregarla. Se lo
merece, por corrupto.
A partir de ahora, intentaré
complacer a Dominic en todo, pero creo que lo primero que voy a hacer es
proponerle un descanso, un largo viaje por Europa. Nos vendrá bien a los dos
para olvidar lo sucedido y que las aguas
vuelvan mientras a su cauce. A la vuelta nadie recordará lo ocurrido y ella podrá retomar
su carrera, mientras yo, retirado, paso mis últimos días saboreando su éxito.
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