jueves, 10 de diciembre de 2015

La suicida
Abre el cajón donde guarda sus medicamentos. Busca entre las cajas. La del colesterol, no. Las de los ojos, no. La del azúcar, no.  La de la ansiedad, sí. La de la depresión, sí.
Las esparce en la mesa de la cocina, iluminada por una luz blanca de neón; opuesta a su oscura mente brumosa, dolorida, atormentada, llena de imágenes que no quisiera discurrieran ante sus ojos medio ciegos. Que solo ven las sombras oscuras del pasado que la mata. Sombras siniestras que la persiguen en las pesadillas de noches eternas. Que quisiera borrar de su memoria porqué la desespera, porqué revive la muerte de unos sentimientos que retuercen su alma maldita exprimiéndole gotas de sangre. Maldita la hora en que nació. Maldita la hora en que vivió aquel tormento. En el tiempo en que todo era cruel como el verdugo ajustando la soga al reo. Crueldad y servida en una bandeja sucia y mostosa.
Los ojos desorbitados, reclaman un lápiz insistentemente y un pedazo de papel.  Le roba al calendario el tiempo de una hoja, catorce de septiembre, en la que escribe temblorosa:
Valentín no busques, no vaya a ser que lo que encuentres te busque a ti.
Letras altibajas, torcidas las líneas. Luego la sujeta en el extremo del espejo del recibidor prendida entre el borde del cristal y el marco. Tropieza con la alfombra y casi cae. Se apoya con ambas manos en la silla y se dirige de nuevo a la cocina. Va sacando una por una todas las pastillas de Valium y Prozac, sin contarlas, numerosas, se las mete en la boca de un puñado. Abre el grifo y llena un vaso de agua que rebosa entre sus dedos agitados. Bebe hasta que las grageas pasan rasposas su garganta. Traga. Lava el vaso. Acto reflejo. El azul pálido del diacepám, asemeja el color de un cielo de primavera sin nubes que promete un olvido temporal, un sueño de descanso con fecha de caducidad, una tregua, una sensación de tranquilidad y paz fugaz que jamás sintió, mientras se retuerce las manos y golpea con los puños impotentes los azulejos de la pared preguntándose por qué a ella. ¿Por qué tuvo que ocurrir aquella desgracia que asoló su vida dejando un desierto en el vergel de su primavera de mujer?
Va al comedor oscuro, ya ha anochecido y no enciende la luz ¿para qué iba a hacerlo si todo en su vida es penumbra que resuena en su mente como eco? A trompicones abre la puerta de la ventana y coloca una silla que apoya junto a ella. Se sienta, esperando. La lluvia le salpica. Espera ese adormecimiento de olvido que le dé la fuerza suficiente para subirse y lanzarse al vacío. Treinta pisos de caída. Torpemente se coge al borde del marco y sube un pie, después el otro, tras ello salta. El momento la acompaña millones de veces mas veloz que su caída. Y es el tiempo limitado de su vida, solo cinco segundos, un libro en el que está escrita toda su existencia que pasa rápidamente lenta, en una noche huérfana de estrellas en la que la lluvia es su sola compañía.
 El recuerdo de lo vivido se transporta por su mente en un instante que pesa más que esos cinco segundos de vida que le restan.
Su camisón blanco se hincha como la bandera ondeante de un soldado acribillado por las balas. Caída libre. El tiempo parece estirarse de tal forma que es capaz de ver su vida en perspectiva. Esos cinco segundos que tardará en  llegar al suelo son suficientes para sentir incluso los sonidos,  los colores, los olores familiares de una olla de cocido puesta al fuego, de todo aquello que quedó prendido en su memoria.
Pasan veloces, casi de puntillas, recuerdos felices de su infancia. Corriendo con las amigas en desbandada, como pájaros, por los campos rosados de una vid de otoño, con el pelo desafiando al viento, en su Utiel natal. La tierra roja, las cepas marrones, casi negras, los ribazos, el camino de la casa de labranza, las niñas compartiendo la merienda sentadas en un talud, jugando alborozadas con las piernas como saetas de segundero, entre risas cantarinas, mientras muerden la cortada de pan untada de vino y miel.
Está junto a su hermana, sentada en un vagón, camino de Manises, somnolienta por el traqueteo de un tren que arrulla con su canción a las traviesas; lleno de anónimos sujetos, unos de paisano, de uniforme otros. Desorientados unos, tristes otros, contentos los que marchan de permiso lejos de las balas ladronas de vidas. Caída libre cuando el tren es detenido en las vías por una patrulla de milicianos. Asustadas, cogidas con sus manos al asiento de madera pulida por mil vidas que se sentaron anteriores, observan como hacen señas al maquinista para que se detenga. Agitan banderas rojas y negras interfiriendo la trayectoria de la máquina de vapor que se detiene lanzando un bufido contrariado de humo blanco y haciendo chirriar sus ruedas. Unos cuantos suben; desarrapados, con monos azules y en el cuello mostosos pañuelos que algún día fueron rojos.
–Papeles- piden mientras empujan por los pasillos con los fusiles a los que están de pie. María Luisa y Consuelo los sacan del bolsillo de sus camisas. Un miliciano las mira, las compara con la foto.
-La foto no te hace honor,- le dice a María Luisa- ¡Uhm¡ Tufillo a chorizos. ¿De donde vienes?
- De Utiel- responde bajando la mirada.
- Ya se entiende. A ver vente al centro del pasillo.
Insegura se levanta del asiento y su hermana mira asustada la cintura casi sin forma.
-Oye parece que hueles a algo que hace tiempo que no cato.
Y con descaro le toca el vientre abultado. Ella le responde con un manotazo.
-¡Sin tocar¡- le dice.
-Vaya, vaya, una extraperlista. ¡ Ven conmigo¡
Le tiemblan las manos, farfullea algo a su hermana que los mira aterrorizada.
En medio del vagón, el miliciano, al que llaman Valentín, le pide que se abra la blusa. Ella se niega y el la rasga con violencia. Debajo, enrolladas, cinco vueltas de chorizo, cinco de morcilla y cinco de longanizas,  todas envueltas en papel de estraza.
-¡Anda, vamos, baja del tren! Demetrio, lleva a esta moza al puesto de guardia, se acerca a María Luisa y  la encañona. Le da un empujón que casi la tira al suelo y la hace descender violentamente. La cuadrilla se aleja, arrastrándola por los brazos, dejando un rastro en el polvo del camino.
Caída libre cuando llega al campamento y la introducen en una casa en ruinas, donde sentados en cajas de munición vacía, unos soldados harapientos, que se rascan las cabezas invadidas de piojos, juegan unas cartas viejas entre juramentos y blasfemias.
-Mirar lo que traigo-dice el miliciano-. A joderla toca …una estraperlista. Anda, tú enséñales lo que llevaba.
Y el otro saca los olorosos embutidos de una saca.
–Joder que suerte- dice uno.-Ya tenemos comida de la buena, pues no la pondremos gorda, con tanta carne que nos trae.
Valentín se levanta y se acerca lentamente mirando fijamente a la joven. Sus ojos casi juntos mirándola con lascivia.-Esta es para mí solo. Al que la toque me lo cargo- y pasa el machete lentamente por su cuello en un amago de amenaza.Cogiéndola de la mano la mete en el cuartucho de un tirón.
–Anda quítate la camisa que quiero verte las tetas.
Se desviste de espaldas, avergonzada, lágrimas silenciosas, impregnada del sudor que provoca el terror. Cae su blusa al suelo.
-¡He dicho todo, joder¡ -Cae su enagua al suelo.
-¡Venga acelera¡ -Cae su vergüenza a tierra.
-¡Ven¡ -Se tapa con las manos y brazos los  juveniles pechos redondos y el pubis de rubio vello.
Se acerca, la mirada torcida, media sonrisa aguantada en una colilla apagada. La manosea bruscamente mientras, tras lanzar el cigarro con un escupitajo amarillento, restriega sus labios en ella , besuqueándole los pechos con su fétido olor de una boca de dientes podridos y negros. De un empujón la tira sobre un jergón mugriento y se tantea los pantalones entre las piernas, sacando el miembro duro y grande . Lo frota sobre el pubis, después la penetra. Ansia febril, jadeos, olor a roña, a sangre seca, a sudor agrio a mucha mierda. Dura poco aquel infierno. Se retira con presteza tras vaciarse en ella y le lanza una patada al vientre, mientras sacando una pistola le apunta en la cabeza. María Luisa siente el tubo de acero en la frente, frío, cargado de muerte y cierra los ojos esperando el fin que la libere de aquel tormento que la mata.Parece que duda al poner su dedo en el gatillo.
-No, mejor no te mato. Te vendrás con nosotros. Esa será tu condena, te joderé cada día cuando vuelva de matar pacos.
Caída libre cuando tras cinco meses de violaciones se queda preñada. Una noche, en que lanzan un ataque los soldados y queda sola en el campamento, mirando asustada a todos lados por pasar desapercibida, se escapa. Agazapada corre hacia donde sabe que no la buscarán: el oeste. Tras cuatro horas de huida cayendo y levantándose, la ropa hecha jirones de engancharse con los brezos y zarzales. En el camino, escondida tras unos arbustos ve  a un hombre, que conduce una vieja camioneta y cruzándose en la carretera le da el alto.
-¿Pasa cerca de Estenas?
-Si por allí paso camino de Utiel que es a donde me dirijo. Anda sube.
Cuando llega pregunta por su madre. -Está en casa de “La Felicitas”.
Vecinas de torvas miradas esquivas y equívocas, de pena, de la curiosidad que delata su embarazo. Muchas bajan los ojos, otras los brazos. Aquellas murmuran, al ver su pobre estado.
-Le han hecho un bombo, la han violado- dice una por lo bajo.
Inscribe al niño a los dos días en el Registro Civil.-¿Cómo le pones?
Lo mira azorada; no se le ocurre un nombre que cubra su vergüenza y baja los ojos de victima maltrecha. -¿Cómo se llama el padre?
-Valentín González “El Campesino”, -dice mirando al suelo.
-Pues ese mismo me vale. Y lo anota.
Su tía a los cinco días le dice que se marche a casa.-Vete a Estenas con tu madre que te espera.
Caída libre cuando la separan de él, desgarrada de dolor. Sigue la guerra causando muertos. Ha conocido en Valencia, a un soldado muy guapo y con estudios que había ganado la oposición para juez mientras trabajaba en una empresa de contratas de obras, ejerciendo de abogado. Nunca ocupó su plaza en la ciudad de Torrente por culpa de la contienda fraticída que lo enfrentó a los vencedores.
“Chupatintas” le llaman sus amigos del batallón, pues va por el frente cargado con una máquina de escribir “Olivetti” escribiendo partes y mensajes entre los mandos. No le dice nada del crío. Solo cuando deciden casarse. Entre sollozos le cuenta la historia. Tiene diecisiete años rabiosos de belleza.
-No importa, -dice él, enamorado- mientras aplasta con su pie un cigarro casi consumido, lleno de ira por lo escuchado.
-Cuando nos instalemos con mis padres lo traemos, Si mi madre quiere, claro…
Caída libre ante el rechazo de sus futuros suegros a esa boda y a aceptar a ese hijo fruto de la vejación. –Ya los convenceré. –Dice Francisco.-Ten paciencia.
Se casan en el Juzgado de Manises. En el Registro Civil los inscriben como marido y mujer. No pueden hacerlo por la iglesia pues está prohibido por los comités. Dice que tiene un niño llamado Valentín.
–No es mío- tartamudea tembloroso -pero lo reconoceré- dice el esposo-y lo anotan en el libro. Los tres en uno nuevo. Valentín como hijo suyo. Con ello acaba su estigma de madre soltera.
Al final de la guerra, vencedores los nacionales, en lugar de la licencia se encuentra con una citación para realizar el Servicio Militar, dos años en el cuartel de Bétera, pues le sorprendió el conflicto antes de cumplir con su obligación, en el bando republicano. Cuando vuelve, intentan regularizar su situación por la iglesia.
-El matrimonio no es válido-, dice el cura -tendréis que volver a casaros. –¿Lo reconoces como tuyo? pregunta el sacerdote mientras anota en el libro parroquial el matrimonio.
–Lo reconozco -dice dudando mientras mira de soslayo.
Caída libre al irse de España pues su esposo no puede ocupar su plaza de juez, ganada en tiempos de la República, pues dicen que no es válida la oposición en la nueva España. En su lugar colocan a uno de Falange que combatió con Franco, sin oposición claro. No encuentra trabajo por no haber combatido en el bando bueno. Emigran a Nueva York, donde se coloca de contratista de obras construyendo inmensos rascacielos.
 Caída libre al recordar las vejaciones a las que la sometió “El Campesino” cuando era una joven de dieciséis años, con todo un océano de vida por delante. Curtida por él a golpes y patadas, tratada peor que una perra, temblando en un rincón esperando asustada su llegada.
Caída libre cuando ya casi no se ve y su hijo le pregunta, quien es su verdadero padre, esgrimiendo enfadado una partida de nacimiento.
Su cabeza estalla contra los adoquines, con un ruido sordo, esparciendo los sesos entre el bordillo y el asfalto. Un charco de sangre roja se diluye con la lluvia. Imposible en la postura. Boca abajo con los brazos crucificados. Una pierna al revés de muñeca rota. Su visión de la vida que ha pasado veloz ante sus ojos se detiene para siempre. Está muerta. Ya no sufre.

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