La suicida
Abre el
cajón donde guarda sus medicamentos. Busca entre las cajas. La del colesterol,
no. Las de los ojos, no. La del azúcar, no.
La de la ansiedad, sí. La de la depresión, sí.
Las
esparce en la mesa de la cocina, iluminada por una luz blanca de neón; opuesta
a su oscura mente brumosa, dolorida, atormentada, llena de imágenes que no
quisiera discurrieran ante sus ojos medio ciegos. Que solo ven las sombras
oscuras del pasado que la mata. Sombras siniestras que la persiguen en las
pesadillas de noches eternas. Que quisiera borrar de su memoria porqué la
desespera, porqué revive la muerte de unos sentimientos que retuercen su alma
maldita exprimiéndole gotas de sangre. Maldita la hora en que nació. Maldita la
hora en que vivió aquel tormento. En el tiempo en que todo era cruel como el
verdugo ajustando la soga al reo. Crueldad y servida en una bandeja sucia y
mostosa.
Los
ojos desorbitados, reclaman un lápiz insistentemente y un pedazo de papel. Le roba al calendario el tiempo de una hoja,
catorce de septiembre, en la que escribe temblorosa:
Valentín no busques, no vaya a ser que lo que
encuentres te busque a ti.
Letras
altibajas, torcidas las líneas. Luego la sujeta en el extremo del espejo del
recibidor prendida entre el borde del cristal y el marco. Tropieza con la
alfombra y casi cae. Se apoya con ambas manos en la silla y se dirige de nuevo
a la cocina. Va sacando una por una todas las pastillas de Valium y Prozac, sin
contarlas, numerosas, se las mete en la boca de un puñado. Abre el grifo y
llena un vaso de agua que rebosa entre sus dedos agitados. Bebe hasta que las
grageas pasan rasposas su garganta. Traga. Lava el vaso. Acto reflejo. El azul
pálido del diacepám, asemeja el color de un cielo de primavera sin nubes que
promete un olvido temporal, un sueño de descanso con fecha de caducidad, una
tregua, una sensación de tranquilidad y paz fugaz que jamás sintió, mientras se
retuerce las manos y golpea con los puños impotentes los azulejos de la pared
preguntándose por qué a ella. ¿Por qué tuvo que ocurrir aquella desgracia que
asoló su vida dejando un desierto en el vergel de su primavera de mujer?
Va al
comedor oscuro, ya ha anochecido y no enciende la luz ¿para qué iba a hacerlo
si todo en su vida es penumbra que resuena en su mente como eco? A trompicones
abre la puerta de la ventana y coloca una silla que apoya junto a ella. Se
sienta, esperando. La lluvia le salpica. Espera ese adormecimiento de olvido
que le dé la fuerza suficiente para subirse y lanzarse al vacío. Treinta pisos
de caída. Torpemente se coge al borde del marco y sube un pie, después el otro,
tras ello salta. El momento la acompaña millones de veces mas veloz que su
caída. Y es el tiempo limitado de su vida, solo cinco segundos, un libro en el
que está escrita toda su existencia que pasa rápidamente lenta, en una noche
huérfana de estrellas en la que la lluvia es su sola compañía.
El recuerdo de lo vivido se transporta por su
mente en un instante que pesa más que esos cinco segundos de vida que le
restan.
Su
camisón blanco se hincha como la bandera ondeante de un soldado acribillado por
las balas. Caída libre. El tiempo parece estirarse de tal forma que es capaz de
ver su vida en perspectiva. Esos cinco segundos que tardará en llegar al suelo son suficientes para sentir incluso
los sonidos, los colores, los olores
familiares de una olla de cocido puesta al fuego, de todo aquello que quedó
prendido en su memoria.
Pasan
veloces, casi de puntillas, recuerdos felices de su infancia. Corriendo con las
amigas en desbandada, como pájaros, por los campos rosados de una vid de otoño,
con el pelo desafiando al viento, en su Utiel natal. La tierra roja, las cepas
marrones, casi negras, los ribazos, el camino de la casa de labranza, las niñas
compartiendo la merienda sentadas en un talud, jugando alborozadas con las
piernas como saetas de segundero, entre risas cantarinas, mientras muerden la
cortada de pan untada de vino y miel.
Está
junto a su hermana, sentada en un vagón, camino de Manises, somnolienta por el traqueteo
de un tren que arrulla con su canción a las traviesas; lleno de anónimos
sujetos, unos de paisano, de uniforme otros. Desorientados unos, tristes otros,
contentos los que marchan de permiso lejos de las balas ladronas de vidas. Caída
libre cuando el tren es detenido en las vías por una patrulla de milicianos. Asustadas,
cogidas con sus manos al asiento de madera pulida por mil vidas que se sentaron
anteriores, observan como hacen señas al maquinista para que se detenga. Agitan
banderas rojas y negras interfiriendo la trayectoria de la máquina de vapor que
se detiene lanzando un bufido contrariado de humo blanco y haciendo chirriar
sus ruedas. Unos cuantos suben; desarrapados, con monos azules y en el cuello
mostosos pañuelos que algún día fueron rojos.
–Papeles-
piden mientras empujan por los pasillos con los fusiles a los que están de pie.
María Luisa y Consuelo los sacan del bolsillo de sus camisas. Un miliciano las
mira, las compara con la foto.
-La
foto no te hace honor,- le dice a María Luisa- ¡Uhm¡ Tufillo a chorizos. ¿De
donde vienes?
- De Utiel-
responde bajando la mirada.
- Ya se
entiende. A ver vente al centro del pasillo.
Insegura
se levanta del asiento y su hermana mira asustada la cintura casi sin forma.
-Oye
parece que hueles a algo que hace tiempo que no cato.
Y con
descaro le toca el vientre abultado. Ella le responde con un manotazo.
-¡Sin
tocar¡- le dice.
-Vaya,
vaya, una extraperlista. ¡ Ven conmigo¡
Le
tiemblan las manos, farfullea algo a su hermana que los mira aterrorizada.
En
medio del vagón, el miliciano, al que llaman Valentín, le pide que se abra la
blusa. Ella se niega y el la rasga con violencia. Debajo, enrolladas, cinco
vueltas de chorizo, cinco de morcilla y cinco de longanizas, todas envueltas en papel de estraza.
-¡Anda,
vamos, baja del tren! Demetrio, lleva a esta moza al puesto de guardia, se
acerca a María Luisa y la encañona. Le
da un empujón que casi la tira al suelo y la hace descender violentamente. La
cuadrilla se aleja, arrastrándola por los brazos, dejando un rastro en el polvo
del camino.
Caída
libre cuando llega al campamento y la introducen en una casa en ruinas, donde
sentados en cajas de munición vacía, unos soldados harapientos, que se rascan
las cabezas invadidas de piojos, juegan unas cartas viejas entre juramentos y
blasfemias.
-Mirar
lo que traigo-dice el miliciano-. A joderla
toca …una estraperlista. Anda, tú enséñales lo que llevaba.
Y el
otro saca los olorosos embutidos de una saca.
–Joder
que suerte- dice uno.-Ya tenemos comida de la buena, pues no la pondremos gorda, con tanta carne que nos trae.
Valentín
se levanta y se acerca lentamente mirando fijamente a la joven. Sus ojos casi
juntos mirándola con lascivia.-Esta es para mí solo. Al que la toque me lo cargo- y pasa el machete lentamente por su
cuello en un amago de amenaza.Cogiéndola de la mano la mete en el cuartucho de
un tirón.
–Anda
quítate la camisa que quiero verte las tetas.
Se
desviste de espaldas, avergonzada, lágrimas silenciosas, impregnada del sudor
que provoca el terror. Cae su blusa al suelo.
-¡He
dicho todo, joder¡ -Cae su enagua al suelo.
-¡Venga
acelera¡ -Cae su vergüenza a tierra.
-¡Ven¡
-Se tapa con las manos y brazos los
juveniles pechos redondos y el pubis de rubio vello.
Se
acerca, la mirada torcida, media sonrisa aguantada en una colilla apagada. La
manosea bruscamente mientras, tras lanzar el cigarro con un escupitajo
amarillento, restriega sus labios en ella , besuqueándole los pechos con su
fétido olor de una boca de dientes podridos y negros. De un empujón la tira
sobre un jergón mugriento y se tantea los pantalones entre las piernas, sacando
el miembro duro y grande . Lo frota sobre el pubis, después la penetra. Ansia
febril, jadeos, olor a roña, a sangre seca, a sudor agrio a mucha mierda. Dura
poco aquel infierno. Se retira con presteza tras vaciarse en ella y le lanza
una patada al vientre, mientras sacando una pistola le apunta en la cabeza.
María Luisa siente el tubo de acero en la frente, frío, cargado de muerte y
cierra los ojos esperando el fin que la libere de aquel tormento que la
mata.Parece que duda al poner su dedo en el gatillo.
-No,
mejor no te mato. Te vendrás con nosotros. Esa será tu condena, te joderé cada
día cuando vuelva de matar pacos.
Caída
libre cuando tras cinco meses de violaciones se queda preñada. Una noche, en
que lanzan un ataque los soldados y queda sola en el campamento, mirando
asustada a todos lados por pasar desapercibida, se escapa. Agazapada corre hacia
donde sabe que no la buscarán: el oeste. Tras cuatro horas de huida cayendo y
levantándose, la ropa hecha jirones de engancharse con los brezos y zarzales.
En el camino, escondida tras unos arbustos ve
a un hombre, que conduce una vieja camioneta y cruzándose en la
carretera le da el alto.
-¿Pasa
cerca de Estenas?
-Si por
allí paso camino de Utiel que es a donde me dirijo. Anda sube.
Cuando
llega pregunta por su madre. -Está en casa de “La Felicitas”.
Vecinas
de torvas miradas esquivas y equívocas, de pena, de la curiosidad que delata su
embarazo. Muchas bajan los ojos, otras los brazos. Aquellas murmuran, al ver su
pobre estado.
-Le han
hecho un bombo, la han violado- dice una por lo bajo.
Inscribe
al niño a los dos días en el Registro Civil.-¿Cómo le pones?
Lo mira
azorada; no se le ocurre un nombre que cubra su vergüenza y baja los ojos de
victima maltrecha. -¿Cómo se llama el padre?
-Valentín
González “El Campesino”, -dice mirando al suelo.
-Pues
ese mismo me vale. Y lo anota.
Su tía a
los cinco días le dice que se marche a casa.-Vete a Estenas con tu madre que te
espera.
Caída
libre cuando la separan de él, desgarrada de dolor. Sigue la guerra causando
muertos. Ha conocido en Valencia, a un soldado muy guapo y con estudios que
había ganado la oposición para juez mientras trabajaba en una empresa de
contratas de obras, ejerciendo de abogado. Nunca ocupó su plaza en la ciudad de
Torrente por culpa de la contienda fraticída que lo enfrentó a los vencedores.
“Chupatintas”
le llaman sus amigos del batallón, pues va por el frente cargado con una
máquina de escribir “Olivetti” escribiendo partes y mensajes entre los mandos.
No le dice nada del crío. Solo cuando deciden casarse. Entre sollozos le cuenta
la historia. Tiene diecisiete años rabiosos de belleza.
-No
importa, -dice él, enamorado- mientras aplasta con su pie un cigarro casi
consumido, lleno de ira por lo escuchado.
-Cuando
nos instalemos con mis padres lo traemos, Si mi madre quiere, claro…
Caída
libre ante el rechazo de sus futuros suegros a esa boda y a aceptar a ese hijo
fruto de la vejación. –Ya los convenceré. –Dice Francisco.-Ten paciencia.
Se
casan en el Juzgado de Manises. En el Registro Civil los inscriben como marido
y mujer. No pueden hacerlo por la iglesia pues está prohibido por los comités.
Dice que tiene un niño llamado Valentín.
–No es
mío- tartamudea tembloroso -pero lo reconoceré- dice el esposo-y lo anotan en
el libro. Los tres en uno nuevo. Valentín como hijo suyo. Con ello acaba su
estigma de madre soltera.
Al
final de la guerra, vencedores los nacionales, en lugar de la licencia se
encuentra con una citación para realizar el Servicio Militar, dos años en el
cuartel de Bétera, pues le sorprendió el conflicto antes de cumplir con su
obligación, en el bando republicano. Cuando vuelve, intentan regularizar su
situación por la iglesia.
-El
matrimonio no es válido-, dice el cura -tendréis que volver a casaros. –¿Lo
reconoces como tuyo? pregunta el sacerdote mientras anota en el libro
parroquial el matrimonio.
–Lo reconozco
-dice dudando mientras mira de soslayo.
Caída
libre al irse de España pues su esposo no puede ocupar su plaza de juez, ganada
en tiempos de la República, pues dicen que no es válida la oposición en la
nueva España. En su lugar colocan a uno de Falange que combatió con Franco, sin
oposición claro. No encuentra trabajo por no haber combatido en el bando bueno.
Emigran a Nueva York, donde se coloca de contratista de obras construyendo
inmensos rascacielos.
Caída libre al recordar las vejaciones a las
que la sometió “El Campesino” cuando era una joven de dieciséis años, con todo
un océano de vida por delante. Curtida por él a golpes y patadas, tratada peor
que una perra, temblando en un rincón esperando asustada su llegada.
Caída
libre cuando ya casi no se ve y su hijo le pregunta, quien es su verdadero
padre, esgrimiendo enfadado una partida de nacimiento.
Su
cabeza estalla contra los adoquines, con un ruido sordo, esparciendo los sesos
entre el bordillo y el asfalto. Un charco de sangre roja se diluye con la
lluvia. Imposible en la postura. Boca abajo con los brazos crucificados. Una
pierna al revés de muñeca rota. Su visión de la vida que ha pasado veloz ante
sus ojos se detiene para siempre. Está muerta. Ya no sufre.
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