Es mi primera Navidad huérfano y hoy me toca ocupar la
cabecera de esta mesa cada año más larga. Desde que enterramos a mi padre he
temido este momento, este incómodo silencio en el que cuarenta pares de ojos se
clavan en mí esperando que me levante y hable. Ochenta orejas expectantes al
tono de mi voz que habrá de ser suficientemente grave y quedo.
A mi derecha mi mujer me mira orgullosa, a su lado mi nieto,
el último en llegar, sigue en brazos de mi hija los movimientos de mis manos
con sus ojos brumosos todavía. Adultos y niños se van alternando a ambos lados
de la mesa dejando en el otro extremo a los más jóvenes que tirándose bolitas
de mantel fingen, lo sé, indiferencia ante una tradición de la que Yo, ahora como
el más viejo de la familia soy depositario. Mi hermano pequeño me sonríe aliviado
con las palmas de las manos depositadas sobre la mesa listo para empezar a
golpearla si me demoro demasiado. Al lado el cava hace bizquear a su mujer que
luce uno de sus peinados imposibles. Mi hermana desde el otro lado riñe a Eva,
mi sobrina favorita, que me hace muecas y burlas enseñándome el armazón de
alambres que endereza sus dientes.
Desde esta noche me toca a mí cuidar de una tradición que
nos sobrevive a todos. Cualquiera de los miembros del Consejo de Administración
del banco que presido se sorprendería y más de uno se regodearía viendo como me
tiemblan los labios, como me sudan las manos. Pero es mi familia público mucho
más exigente que esa pandilla de señores con corbata. Son las palabras que
tengo que pronunciar mucho más importantes que decidir sobre una operación
financiera de siete dígitos.
Finalmente me levanto y el silencio se afila amenazando con cortarme por la mitad. Desde aquí la mesa
parece el campo de una batalla inacabada, como si se hubiera declarado una
tregua para la ocasión. Carraspeo y dejando salir las palabras con suavidad que
me suenan a truenos lejanos empiezo a hablar…
“Dicen, porque Yo de eso no me acuerdo, que estaba un día la
abuela fregando el suelo del balcón y sonó el teléfono, que por aquellos
entonces estaba encima de una mesita en un rincón del salón fijo por un cable a
la pared. Mi madre volvió justo a tiempo de ver como volcaba el cubo de fregar
por el balcón. Asustada se asomó y vio como las cuatro viejas que justo debajo hacían
calceta todas las mañanas miraban hacia arriba y le decían…”
“¿Ché xiqueta que plouuuuu?” remacha entonces toda la mesa a
coro dando entonces paso a que durante el resto de la noche se vayan enlazando diferentes
versiones de historias de la familia que con el paso de los años vamos enriqueciendo
con nuevos detalles, haciéndolas crecer según los recuerdos de cada uno. Me siento
satisfecho, habiendo cumplido mi papel, la espalda mojada, la mano de mi mujer
sonriente en mi muslo.
Q
He disfrutado. Sí señor.
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