jueves, 29 de octubre de 2015

Es mi primera Navidad huérfano y hoy me toca ocupar la cabecera de esta mesa cada año más larga. Desde que enterramos a mi padre he temido este momento, este incómodo silencio en el que cuarenta pares de ojos se clavan en mí esperando que me levante y hable. Ochenta orejas expectantes al tono de mi voz que habrá de ser suficientemente grave y quedo.
A mi derecha mi mujer me mira orgullosa, a su lado mi nieto, el último en llegar, sigue en brazos de mi hija los movimientos de mis manos con sus ojos brumosos todavía. Adultos y niños se van alternando a ambos lados de la mesa dejando en el otro extremo a los más jóvenes que tirándose bolitas de mantel fingen, lo sé, indiferencia ante una tradición de la que Yo, ahora como el más viejo de la familia soy depositario. Mi hermano pequeño me sonríe aliviado con las palmas de las manos depositadas sobre la mesa listo para empezar a golpearla si me demoro demasiado. Al lado el cava hace bizquear a su mujer que luce uno de sus peinados imposibles. Mi hermana desde el otro lado riñe a Eva, mi sobrina favorita, que me hace muecas y burlas enseñándome el armazón de alambres que endereza sus dientes.
Desde esta noche me toca a mí cuidar de una tradición que nos sobrevive a todos. Cualquiera de los miembros del Consejo de Administración del banco que presido se sorprendería y más de uno se regodearía viendo como me tiemblan los labios, como me sudan las manos. Pero es mi familia público mucho más exigente que esa pandilla de señores con corbata. Son las palabras que tengo que pronunciar mucho más importantes que decidir sobre una operación financiera de siete dígitos.
Finalmente me levanto y el silencio se afila amenazando con  cortarme por la mitad. Desde aquí la mesa parece el campo de una batalla inacabada, como si se hubiera declarado una tregua para la ocasión. Carraspeo y dejando salir las palabras con suavidad que me suenan a truenos lejanos empiezo a hablar…
“Dicen, porque Yo de eso no me acuerdo, que estaba un día la abuela fregando el suelo del balcón y sonó el teléfono, que por aquellos entonces estaba encima de una mesita en un rincón del salón fijo por un cable a la pared. Mi madre volvió justo a tiempo de ver como volcaba el cubo de fregar por el balcón. Asustada se asomó y vio como las cuatro viejas que justo debajo hacían calceta todas las mañanas miraban hacia arriba y le decían…”

“¿Ché xiqueta que plouuuuu?” remacha entonces toda la mesa a coro dando entonces paso a que durante el resto de la noche se vayan enlazando diferentes versiones de historias de la familia que con el paso de los años vamos enriqueciendo con nuevos detalles, haciéndolas crecer según los recuerdos de cada uno. Me siento satisfecho, habiendo cumplido mi papel, la espalda mojada, la mano de mi mujer sonriente en mi muslo.

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