viernes, 6 de mayo de 2016

Efimérides


1.
Desde el interior de la esfera de luz que le mantenía vivo podía escuchar con claridad el parlamento de los voceros. Precedidos de fanfarrias y timbales anunciaban el gran acontecimiento. El eco de sus palabras rebotaba líquido en las fachadas azules de los edificios extendiéndose por toda la ciudad.
Se aproximaba la gran efiméride de la segunda estación. La ciudadanía se mostraba como se esperaba de ellos, agitada. En público no se hablaba de otra cosa. Animados corrillos se formaban aquí y allá. Al fin y al cabo quién quisiera, y se lo mereciera, encontrar una burbuja desde la que observar el esperado fenómeno debía apresurarse. Este año tendría lugar en el desierto del Sur. En el límite meridional de la zona de vida. Una explanada infinita alrededor de la cual se estaban depositando unos cuantos racimos de cómodas burbujas desde las que una pequeña multitud de afortunados podría vivir el momento. El resto se conformaría con verlo reflejado en los bajos techos de sus habitáculos. El resto del resto esperaría encerrada a que les dejaran volver a las calles.
Sea como fuera, todos dejarían escapar al unísono un oh de esperanza. Una esperanza puesta en aquellos seres que surgirían por millares desde el subsuelo reseco. Una sincera exclamación acompañaría al gran nacimiento. Incontables torbellinos de arena roja se elevarían hacia el cielo espejado en un espectáculo sin igual. El espacio se llenaría durante unos segundos de seres en los que alguno encontraría un rasgo familiar. Otros, sin embargo, creerían apreciar en ellos algo especial, un signo de que allí podría estar la cura al Gran Mal. Solo unos pocos mirarían al suelo ocultando su rabia.
Los seres alados se unirían fugazmente en el cielo formando una gran nube que por un momento apagaría el inmisericorde brillar sincopado del sol distante. Se alejarían tanto como tardaran en caérseles las alas. Unos minutos y el espectáculo habría acabado. Empezarían entonces las especulaciones y las apuestas.

2.
Sabía que siendo funcionario no asistir a la gran eclosión tenía consecuencias. Lo que no conseguía imaginar era qué podría sucederle esta vez ¿qué le iban a hacer si incurría en la misma falta por segunda vez? ¿Qué podía ser peor que ser enviado a los extraplanetas?
Ocupaba su cabeza con estas ideas mientras intentaba recordar donde había dejado el collarín negro que le identificaba como un retornado. No podía presentarse en la burbuja del departamento sin esa marca. Todos allí sabían de su falta. El collarín en realidad señalaría a todo el que se le acercara demasiado.
Había cumplido los tres ciclos de castigo confinado en los límites del Negro. Encerrado en la soledad de los experimentos globales en los planetas en el tercer estadio de desarrollo. En aquella ocasión su juventud le había servido de atenuante. Pero ahora ¿programarían su final? Seguramente.
Al principio el tiempo pasó rápido. Las labores de siembra y reorientación en los extraplanetas eran intensas y le mantuvieron ocupado. Descender entre una multitud de especímenes postrada esperando instrucciones resultaba curioso y no siempre exento de peligro. Le gustaba notar la electricidad activando sus músculos. El escozor de la adrenalina. Inocular el conocimiento oportuno en alguno de aquellos clones auto-aleatorizados y observar la cara del resto le producía una sensación difícil de describir, en cualquier caso positiva anotaba en sus informes. Le fascinaban aquellos seres primitivos. Su tendencia a idolatrar a cualquier cosa que no entendieran. La atracción irracional hacia las cosas brillantes. Sus taras cognitivas que les impelían a arriesgar la existencia surcando mares, subiendo montañas, imitando a seres alados,… Pero, sobre todas las cosas, se sentía atraído por su reproducción. La manera de aparearse, sus aullidos y gruñidos, los ojos perdidos, el violento frenesí de sus movimientos,… era a la vez tan brutal y tan salvaje.
Pasaba días enteros camuflado bajo las formas más absurdas observando a aquellos seres aparearse en los sitios más inverosímiles, en la parte trasera de un viejo módulo de desplazamiento, en la oscuridad de una habitación, en un aliviadero. Allá donde les asaltaran sus instintos más básicos. Viéndolos morderse, lamerse, penetrarse nadie diría que tienen algo que ver con nosotros.
Pero eso duró poco. Al final tenía la sensación de haber pasado la mayor parte del tiempo haciendo tareas rutinarias. Tomando muestras, haciendo análisis y cumplimentando formularios. Era una labor ingrata y carente de alicientes. Aunque no le desagradaba el contacto con los habitantes de aquellos planetas, los seres capturados, al tenerlos cerca resultaban repugnantes. Versiones primitivas e inacabadas de nosotros que olían fatal. El hedor le resultaba insoportable. Sus reacciones al ser capturados eran de lo más desagradables. Emitían sonidos y componían caras extrañas. Liberaban fluidos pestilentes por todos los orificios, incluso a través de la exodermis oscura y recubierta de bello. Algunos, cuando se encontraban en la mesa de inspección, eran capaces, incluso de segregar un líquido salobre y transparente por los ojos. Aquellas malfunciones eran una constante en los experimentos globales.

3.
Repasó una vez más los datos del efímero que mantenían en la sala. Lo normal era que en una semana hubieran completado los análisis y positivado de las mutaciones favorables observadas. Cada vez se producían menos. Esta vez habían sido sólo dos. Además, una vez aisladas apenas eran pequeños avances en capacidades físicas que si bien nos acercaban un poco a las máquinas de nada servían frente al Gran Mal.
Sin embargo con este espécimen el departamento andaba alborotado, desconcertado incluso. Pasaban los días y no daban más que con preguntas. Habían venido a verlo desde arriba y ahora tenían a dos azules supervisando todo lo que hacían.
A entender de todos aquél efímero se comportaba de una manera totalmente desconocida. Sus ondas cerebrales, las expresiones de su cara, los ojos perdidos, la impedancia de su piel,… Todo se escapaba a lo observado hasta el momento. Nadie parecía entender que significaba aquello. No tenían idea tan siquiera de en qué parte de qué cromosoma o en que paso del proceso de descodificado, de réplica o de multiplicación quizá, se había dado la mutación que mantenía a aquél pobre diablo perdido, desorientado. Su ritmo cardiaco se aceleraba sin causa aparente. De repente respiraba fatigado, como si le faltara el aire. A veces se veía un brillo, una dilatación desconocidos en sus ojos. Otras su cara se deformaba por una boca exageradamente abierta y arrugada en la frente y las mejillas. Emitía un aullido largo y agudo que recordaba a las planicies del norte.
Él miraba los datos y las imágenes simulando el desconcierto que en el resto de sus compañeros parecía sincero. No entendía la sorpresa general. Había visto ese comportamiento. Estaba seguro de que todos los que llevaban collarín negro estaban familiarizados con esas caras, con esos gritos. Era difícil olvidar la mirada de un espécimen a punto de ser diseccionado.
Eso le desconcertaba. Pero la prudencia le recomendaba silencio. Cualquiera que hubiera vuelto de los extraplanetas conocía todo aquello. Arriba debían tener miles de informes describiéndolo en los seres primitivos. Desde el primer estadio de desarrollo, al poco de la siembra, los individuos mostraban los mismos síntomas. Al caer un rato, al temblar la tierra. Se observaba sobre todo en los de mayor edad al acercarse el final. Y eso que sus finales no eran programados. Pero allí en el laboratorio nadie decía nada.
Se rumoreaba que Arriba estaban preocupados. Pero, si era una mutación negativa ¿por qué no la habían eliminado como siempre? En algunos círculos se decía que aquella mutación lo cambiaba todo.
Observaba al efímero. Le habían dejado fuera de la esfera. El pobre ser permanecía agazapado en un rincón con la mirada perdida en el techo de la sala. Sus labios temblaban. Una gota de líquido rebosó sus ojos rodando por la mejilla.

4.
Se anunciaba un nuevo nacimiento. Eso quería decir que habían pasado entonces ya casi seis meses desde que él había eclosionado desde el fondo de un lecho de polvo rojo en el desierto inerte. Había conseguido llegar al confín norte de la franja habitada. Allí compartió sus días con una compañera de enormes ojos negros. A los tres meses casi todos habían muerto. Así estaban diseñados. Sólo sus dos compañeros de sala y él habían sobrevivido.
Al principio estaban los tres en una misma sala. Un espacio diáfano en el que no había nada. Solo estaban ellos. Cada uno en su esfera luminosa de la que salían hebras de luz de diferentes colores. Desaparecían a través de la pared de enfrente. A veces se oían ruidos aislados, voces, incluso una música lejana. Pero desde que les capturaron no habían visto a nadie más. Entre ellos no podían hablar. Lo había intentado pero su voz no conseguía salir de la esfera.
Un día abrió los ojos y se encontró solo, en la misma sala, en la misma esfera, en el mismo silencio ahora roto por los voceros. Sus compañeros habían desaparecido. Ellos habían llegado con unas mutaciones que podían ser de utilidad en la carrera contra reloj en la que estaba inmerso el mundo y pronto habían cumplido con su destino. Pero lo suyo, aunque él no lo supiera, era mucho más extraño.
Al poco de nacer, nada más perder las alas y caer en medio de una llanura tapizada de ceniza azulada, supo que en tres meses moriría. Vivía en completa libertad. Una libertad vigilada por las biotrazas que emitía cada una de las células de su cuerpo, pero libertad al fin y al cabo. Que tenía fecha de caducidad apareció de repente en su cabeza. Se lo quiso contar a su compañera pero ella se limitaba a mirarle con sus ojazos, sonriendo muda, inmóvil. Él se quedaba triste mirando las piruetas de las lunas. Ella le acariciaba la cabeza con sus dos pequeños dedos. A medida que había ido pasando el tiempo una cierta angustia había ido creciendo en su interior. Se hacía preguntas para las que no tenía respuesta, su pulso se aceleraba, su exodermis se humedecía desde dentro. La conductividad eléctrica de su cuerpo se alteraba. A medida que se acercaba su fin se le hacía más difícil dormir, moverse,…
Un día aparecieron unas esferas azules. Desde el interior de una de ellas pudo ver como sus compañeros iban acabando. Caían fulminados desintegrándose antes de tocar el suelo. Luego despertó en esta sala.

Ahora sabía que su vida duraría mientras fuera consciente de su muerte.

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