Efimérides
1.
Desde el interior de la esfera de luz que le mantenía vivo
podía escuchar con claridad el parlamento de los voceros. Precedidos de
fanfarrias y timbales anunciaban el gran acontecimiento. El eco de sus palabras
rebotaba líquido en las fachadas azules de los edificios extendiéndose por toda
la ciudad.
Se aproximaba la gran efiméride de la segunda estación. La
ciudadanía se mostraba como se esperaba de ellos, agitada. En público no se
hablaba de otra cosa. Animados corrillos se formaban aquí y allá. Al fin y al
cabo quién quisiera, y se lo mereciera, encontrar una burbuja desde la que
observar el esperado fenómeno debía apresurarse. Este año tendría lugar en el
desierto del Sur. En el límite meridional de la zona de vida. Una explanada infinita
alrededor de la cual se estaban depositando unos cuantos racimos de cómodas
burbujas desde las que una pequeña multitud de afortunados podría vivir el
momento. El resto se conformaría con verlo reflejado en los bajos techos de sus
habitáculos. El resto del resto esperaría encerrada a que les dejaran volver a
las calles.
Sea como fuera, todos dejarían escapar al unísono un oh de
esperanza. Una esperanza puesta en aquellos seres que surgirían por millares
desde el subsuelo reseco. Una sincera exclamación acompañaría al gran
nacimiento. Incontables torbellinos de arena roja se elevarían hacia el cielo
espejado en un espectáculo sin igual. El espacio se llenaría durante unos
segundos de seres en los que alguno encontraría un rasgo familiar. Otros, sin
embargo, creerían apreciar en ellos algo especial, un signo de que allí podría
estar la cura al Gran Mal. Solo unos pocos mirarían al suelo ocultando su
rabia.
Los seres alados se unirían fugazmente en el cielo formando
una gran nube que por un momento apagaría el inmisericorde brillar sincopado
del sol distante. Se alejarían tanto como tardaran en caérseles las alas. Unos
minutos y el espectáculo habría acabado. Empezarían entonces las especulaciones
y las apuestas.
2.
Sabía que siendo funcionario no asistir a la gran eclosión
tenía consecuencias. Lo que no conseguía imaginar era qué podría sucederle esta
vez ¿qué le iban a hacer si incurría en la misma falta por segunda vez? ¿Qué
podía ser peor que ser enviado a los extraplanetas?
Ocupaba su cabeza con estas ideas mientras intentaba
recordar donde había dejado el collarín negro que le identificaba como un
retornado. No podía presentarse en la burbuja del departamento sin esa marca.
Todos allí sabían de su falta. El collarín en realidad señalaría a todo el que
se le acercara demasiado.
Había cumplido los tres ciclos de castigo confinado en los
límites del Negro. Encerrado en la soledad de los experimentos globales en los
planetas en el tercer estadio de desarrollo. En aquella ocasión su juventud le
había servido de atenuante. Pero ahora ¿programarían su final? Seguramente.
Al principio el tiempo pasó rápido. Las labores de siembra y
reorientación en los extraplanetas eran intensas y le mantuvieron ocupado.
Descender entre una multitud de especímenes postrada esperando instrucciones
resultaba curioso y no siempre exento de peligro. Le gustaba notar la
electricidad activando sus músculos. El escozor de la adrenalina. Inocular el
conocimiento oportuno en alguno de aquellos clones auto-aleatorizados y
observar la cara del resto le producía una sensación difícil de describir, en
cualquier caso positiva anotaba en sus informes. Le fascinaban aquellos seres
primitivos. Su tendencia a idolatrar a cualquier cosa que no entendieran. La
atracción irracional hacia las cosas brillantes. Sus taras cognitivas que les
impelían a arriesgar la existencia surcando mares, subiendo montañas, imitando
a seres alados,… Pero, sobre todas las cosas, se sentía atraído por su
reproducción. La manera de aparearse, sus aullidos y gruñidos, los ojos
perdidos, el violento frenesí de sus movimientos,… era a la vez tan brutal y
tan salvaje.
Pasaba días enteros camuflado bajo las formas más absurdas
observando a aquellos seres aparearse en los sitios más inverosímiles, en la
parte trasera de un viejo módulo de desplazamiento, en la oscuridad de una
habitación, en un aliviadero. Allá donde les asaltaran sus instintos más
básicos. Viéndolos morderse, lamerse, penetrarse nadie diría que tienen algo
que ver con nosotros.
Pero eso duró poco. Al final tenía la sensación de haber
pasado la mayor parte del tiempo haciendo tareas rutinarias. Tomando muestras,
haciendo análisis y cumplimentando formularios. Era una labor ingrata y carente
de alicientes. Aunque no le desagradaba el contacto con los habitantes de
aquellos planetas, los seres capturados, al tenerlos cerca resultaban
repugnantes. Versiones primitivas e inacabadas de nosotros que olían fatal. El
hedor le resultaba insoportable. Sus reacciones al ser capturados eran de lo
más desagradables. Emitían sonidos y componían caras extrañas. Liberaban
fluidos pestilentes por todos los orificios, incluso a través de la exodermis
oscura y recubierta de bello. Algunos, cuando se encontraban en la mesa de
inspección, eran capaces, incluso de segregar un líquido salobre y transparente
por los ojos. Aquellas malfunciones eran una constante en los experimentos
globales.
3.
Repasó una vez más los datos del efímero que mantenían en la
sala. Lo normal era que en una semana hubieran completado los análisis y
positivado de las mutaciones favorables observadas. Cada vez se producían
menos. Esta vez habían sido sólo dos. Además, una vez aisladas apenas eran
pequeños avances en capacidades físicas que si bien nos acercaban un poco a las
máquinas de nada servían frente al Gran Mal.
Sin embargo con este espécimen el departamento andaba
alborotado, desconcertado incluso. Pasaban los días y no daban más que con
preguntas. Habían venido a verlo desde arriba y ahora tenían a dos azules
supervisando todo lo que hacían.
A entender de todos aquél efímero se comportaba de una
manera totalmente desconocida. Sus ondas cerebrales, las expresiones de su
cara, los ojos perdidos, la impedancia de su piel,… Todo se escapaba a lo
observado hasta el momento. Nadie parecía entender que significaba aquello. No
tenían idea tan siquiera de en qué parte de qué cromosoma o en que paso del
proceso de descodificado, de réplica o de multiplicación quizá, se había dado
la mutación que mantenía a aquél pobre diablo perdido, desorientado. Su ritmo
cardiaco se aceleraba sin causa aparente. De repente respiraba fatigado, como
si le faltara el aire. A veces se veía un brillo, una dilatación desconocidos
en sus ojos. Otras su cara se deformaba por una boca exageradamente abierta y
arrugada en la frente y las mejillas. Emitía un aullido largo y agudo que
recordaba a las planicies del norte.
Él miraba los datos y las imágenes simulando el desconcierto
que en el resto de sus compañeros parecía sincero. No entendía la sorpresa
general. Había visto ese comportamiento. Estaba seguro de que todos los que
llevaban collarín negro estaban familiarizados con esas caras, con esos gritos.
Era difícil olvidar la mirada de un espécimen a punto de ser diseccionado.
Eso le desconcertaba. Pero la prudencia le recomendaba
silencio. Cualquiera que hubiera vuelto de los extraplanetas conocía todo
aquello. Arriba debían tener miles de informes describiéndolo en los seres
primitivos. Desde el primer estadio de desarrollo, al poco de la siembra, los
individuos mostraban los mismos síntomas. Al caer un rato, al temblar la
tierra. Se observaba sobre todo en los de mayor edad al acercarse el final. Y
eso que sus finales no eran programados. Pero allí en el laboratorio nadie
decía nada.
Se rumoreaba que Arriba estaban preocupados. Pero, si era una
mutación negativa ¿por qué no la habían eliminado como siempre? En algunos
círculos se decía que aquella mutación lo cambiaba todo.
Observaba al efímero. Le habían dejado fuera de la esfera.
El pobre ser permanecía agazapado en un rincón con la mirada perdida en el
techo de la sala. Sus labios temblaban. Una gota de líquido rebosó sus ojos
rodando por la mejilla.
4.
Se anunciaba un nuevo nacimiento. Eso quería decir que
habían pasado entonces ya casi seis meses desde que él había eclosionado desde
el fondo de un lecho de polvo rojo en el desierto inerte. Había conseguido
llegar al confín norte de la franja habitada. Allí compartió sus días con una
compañera de enormes ojos negros. A los tres meses casi todos habían muerto.
Así estaban diseñados. Sólo sus dos compañeros de sala y él habían sobrevivido.
Al principio estaban los tres en una misma sala. Un espacio
diáfano en el que no había nada. Solo estaban ellos. Cada uno en su esfera
luminosa de la que salían hebras de luz de diferentes colores. Desaparecían a
través de la pared de enfrente. A veces se oían ruidos aislados, voces, incluso
una música lejana. Pero desde que les capturaron no habían visto a nadie más.
Entre ellos no podían hablar. Lo había intentado pero su voz no conseguía salir
de la esfera.
Un día abrió los ojos y se encontró solo, en la misma sala,
en la misma esfera, en el mismo silencio ahora roto por los voceros. Sus
compañeros habían desaparecido. Ellos habían llegado con unas mutaciones que
podían ser de utilidad en la carrera contra reloj en la que estaba inmerso el
mundo y pronto habían cumplido con su destino. Pero lo suyo, aunque él no lo
supiera, era mucho más extraño.
Al poco de nacer, nada más perder las alas y caer en medio
de una llanura tapizada de ceniza azulada, supo que en tres meses moriría.
Vivía en completa libertad. Una libertad vigilada por las biotrazas que emitía
cada una de las células de su cuerpo, pero libertad al fin y al cabo. Que tenía
fecha de caducidad apareció de repente en su cabeza. Se lo quiso contar a su
compañera pero ella se limitaba a mirarle con sus ojazos, sonriendo muda,
inmóvil. Él se quedaba triste mirando las piruetas de las lunas. Ella le
acariciaba la cabeza con sus dos pequeños dedos. A medida que había ido pasando
el tiempo una cierta angustia había ido creciendo en su interior. Se hacía
preguntas para las que no tenía respuesta, su pulso se aceleraba, su exodermis
se humedecía desde dentro. La conductividad eléctrica de su cuerpo se alteraba.
A medida que se acercaba su fin se le hacía más difícil dormir, moverse,…
Un día aparecieron unas esferas azules. Desde el interior de
una de ellas pudo ver como sus compañeros iban acabando. Caían fulminados
desintegrándose antes de tocar el suelo. Luego despertó en esta sala.
Ahora sabía que su vida duraría mientras fuera consciente de
su muerte.
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