jueves, 3 de marzo de 2016

Tres cerditos (crossover)


Desde hacía horas las negras y retorcidas ramas se agitaban bajo las opresivas tinieblas de una tormenta en ciernes. El bosque entero aullaba con una única voz. Los hermanos cerditos, encerrados cada uno en la soledad de su hogar, observaban atentos las sombras de la espesura, recordando todas las voces cargadas de funestos presagios. Testimonios de viajeros que habían avistado su silueta erizada correr fugaz entre los árboles, que se habían alejado de las huellas que seguían sus pisadas. Incluso se hablaba, siempre en susurros, de cerditos devorados entre los escombros de sus casas, en aldeas no demasiado lejanas. El menor de los hermanos se tiró tembloroso bajo la ventana al escuchar el atronador ladrido de las nubes. Nunca había querido creer ninguno de aquellos disparates sobre fieras asesinas, ni gastar un céntimo de más en la construcción de su pequeña morada. Ahora sentía una profunda respiración filtrarse entre las paredes de paja. Un estallido de luz abalanzó sobre él una sombra de orejas puntiagudas y dientes aserrados. El viento sopló y sopló, y la casa voló deshecha en un remolino de aire. El cerdito huyó corriendo y tropezando hasta la casa de su segundo hermano, que al principio se negaba a abrirle, asustado de la amenaza que le perseguía. Buscaron a través de la ventana, pero no podían verlo. Los crujidos de la madera empezaron a dar vuelta a la cabaña, acercándose lentamente a la esquina donde los dos hermanos se abrazaban. Debía haber comprado mejores maderos, haber puesto más esfuerzo en construirla, pensaba al ver los primeros clavos saltar ante los furiosos bufidos. Y sopló. Salieron corriendo justo antes de que el techo se les derrumbara encima. La puerta de su hermano mayor permaneció sólidamente cerrada mientras la aporreaban, hasta que, sin previo aviso, cayeron dentro bajo su mirada de reproche. Cada ladrillo estaba perfectamente esculpido, distribuidos con precisión minuciosa para formar muros formidables, sin concesión al menor resquicio. Eran el fruto del trabajo que se prolongaba más allá de la puesta de sol, mientras sus hermanos retozaban y reían; de la frugalidad en los alimentos y también de la mirada abatida. El pelaje negro atravesó la ventana en un instante de pesadillas. Escucharon las afiladas garras rascar la roca, inspeccionarla metódicamente. No puede entrar, ni derribarla, respondió a los gimoteos de sus hermanos. Las embestidas sacudieron la puerta sin abrirla y la casa volvió a quedar en silencio. Ya no lo escuchaban, tampoco lo veían por la ventana. El menor de los cerditos se frotó un ojo irritado por algo que le había caído. Hilos de arena avanzaban por el techo. ¡La chimenea! Encendieron el fuego y escucharon un gemido agudo seguido de una tos rasposa. La bestia descendió ante la ventana y aplastó su enorme cabeza animal contra ella, observando con furia hambruna a los tres cerditos, mientras burbujas de espuma reventaban entre sus colmillos de carnicero y su lengua hedionda. Su respiración cubría de vaho el cristal. Los cerditos lo observaban atrapados en el centro de la casa. El mayor firme, los pequeños cobijados tras él, temblando a cada impacto que no lograba quebrar el cristal. Resignado retrocedió unos pasos sin desclavar su violencia de ellos. Su poderoso pecho se hinchó como una bomba, y siguió hinchándose hasta doblar su tamaño. Sopló. Las nubes avanzaron raudas, la ventana se estremecía, mientras raíces y rocas arrancadas la golpeaban. Y el interior se mantenía inexpugnable. Cuando el vendaval amainó, el hermano mayor permaneció firme. El lobo estaba vacío, extenuado, reducido a una masa de huesos raquíticos y ojos sin vida. Desde la ventana observaron su patético regreso al bosque, como si no fuese más que un pobre chucho apaleado. Caminaba solo, ocultándose entre los troncos, evitando los resquicios de claridad que empezaban a abrirse y desvelaban su lastimoso aspecto. Tras un largo rato observó una puerta camuflada entre las rocas, y asegurándose de que nadie le viese, se acercó a ella. Estaba abierta y el lobo se escurrió dentro. Aunque el interior aparecía oscuro y silencioso, se notaba la presencia de un cerdito en algún lugar recóndito de la casa.
-¿Eres tú?- preguntó una voz femenina desde el fondo.
El lobo dudó unos instantes, y haciendo un gran esfuerzo por modular su voz, respondió que sí, sonriente.
-Me alegra que hayas vuelto. Estos días siempre me ponen nerviosa- decía, mientras se escuchaban sus pasos acercarse-, pero al final ha ido bien.- La cerdita apareció ante la bestia.- Han llegado nuevos pedidos de la última aldea.
El lobo se desmoronó en el suelo como simple piel muerta, y el cerdito que estaba dentro puso un pie fuera y después el otro. Cerdito y cerdita se adentraron en la casa hablando de cifras e inventarios. Había una puerta abierta y dentro se amontonaban palés y palés de ladrillos perfectamente esculpidos. 

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