Desde
hacía horas las negras y retorcidas ramas se agitaban bajo las opresivas
tinieblas de una tormenta en ciernes. El bosque entero aullaba con una única
voz. Los hermanos cerditos, encerrados cada uno en la soledad de su hogar,
observaban atentos las sombras de la espesura, recordando todas las voces
cargadas de funestos presagios. Testimonios de viajeros que habían avistado su
silueta erizada correr fugaz entre los árboles, que se habían alejado de las
huellas que seguían sus pisadas. Incluso se hablaba, siempre en susurros, de
cerditos devorados entre los escombros de sus casas, en aldeas no demasiado
lejanas. El menor de los hermanos se tiró tembloroso bajo la ventana al
escuchar el atronador ladrido de las nubes. Nunca había querido creer ninguno
de aquellos disparates sobre fieras asesinas, ni gastar un céntimo de más en la
construcción de su pequeña morada. Ahora sentía una profunda respiración
filtrarse entre las paredes de paja. Un estallido de luz abalanzó sobre él una
sombra de orejas puntiagudas y dientes aserrados. El viento sopló y sopló, y la
casa voló deshecha en un remolino de aire. El cerdito huyó corriendo y
tropezando hasta la casa de su segundo hermano, que al principio se negaba a
abrirle, asustado de la amenaza que le perseguía. Buscaron a través de la
ventana, pero no podían verlo. Los crujidos de la madera empezaron a dar vuelta
a la cabaña, acercándose lentamente a la esquina donde los dos hermanos se
abrazaban. Debía haber comprado mejores maderos, haber puesto más esfuerzo en
construirla, pensaba al ver los primeros clavos saltar ante los furiosos
bufidos. Y sopló. Salieron corriendo justo antes de que el techo se les
derrumbara encima. La puerta de su hermano mayor permaneció sólidamente cerrada
mientras la aporreaban, hasta que, sin previo aviso, cayeron dentro bajo su
mirada de reproche. Cada
ladrillo estaba perfectamente esculpido, distribuidos con precisión minuciosa
para formar muros formidables, sin concesión al menor resquicio. Eran
el fruto del trabajo que se prolongaba más allá de la puesta de sol, mientras
sus hermanos retozaban y reían; de la frugalidad en los alimentos y también de
la mirada abatida. El pelaje negro atravesó la ventana en un instante de
pesadillas. Escucharon las afiladas garras rascar la roca, inspeccionarla
metódicamente. No puede entrar, ni derribarla, respondió a los gimoteos de sus
hermanos. Las embestidas sacudieron la puerta sin abrirla y la casa volvió a
quedar en silencio. Ya no lo escuchaban, tampoco lo veían por la ventana. El
menor de los cerditos se frotó un ojo irritado por algo que le había caído.
Hilos de arena avanzaban por el techo. ¡La chimenea! Encendieron el fuego y
escucharon un gemido agudo seguido de una tos rasposa. La bestia descendió ante
la ventana y aplastó su enorme cabeza animal contra ella, observando con furia
hambruna a los tres cerditos, mientras burbujas de espuma reventaban entre sus
colmillos de carnicero y su lengua hedionda. Su respiración cubría de vaho el
cristal. Los cerditos lo observaban atrapados en el centro de la casa. El mayor
firme, los pequeños cobijados tras él, temblando a cada impacto que no lograba
quebrar el cristal. Resignado retrocedió unos pasos sin desclavar su violencia
de ellos. Su poderoso pecho se hinchó como una bomba, y siguió hinchándose
hasta doblar su tamaño. Sopló. Las nubes avanzaron raudas, la ventana se
estremecía, mientras raíces y rocas arrancadas la golpeaban. Y el interior se
mantenía inexpugnable. Cuando el vendaval amainó, el hermano mayor permaneció
firme. El lobo estaba vacío, extenuado, reducido a una masa de huesos
raquíticos y ojos sin vida. Desde la ventana observaron su patético regreso al
bosque, como si no fuese más que un pobre chucho apaleado. Caminaba solo,
ocultándose entre los troncos, evitando los resquicios de claridad que
empezaban a abrirse y desvelaban su lastimoso aspecto. Tras un largo rato
observó una puerta camuflada entre las rocas, y asegurándose de que nadie le
viese, se acercó a ella. Estaba abierta y el lobo se escurrió dentro. Aunque el
interior aparecía oscuro y silencioso, se notaba la presencia de un cerdito en
algún lugar recóndito de la casa.
-¿Eres
tú?- preguntó una voz femenina desde el fondo.
El
lobo dudó unos instantes, y haciendo un gran esfuerzo por modular su voz,
respondió que sí, sonriente.
-Me
alegra que hayas vuelto. Estos días siempre me ponen nerviosa- decía, mientras
se escuchaban sus pasos acercarse-, pero al final ha ido bien.- La cerdita
apareció ante la bestia.- Han llegado nuevos pedidos de la última aldea.
El
lobo se desmoronó en el suelo como simple piel muerta, y el cerdito que estaba
dentro puso un pie fuera y después el otro. Cerdito y cerdita se adentraron en
la casa hablando de cifras e inventarios. Había una puerta abierta y dentro se
amontonaban palés y palés de ladrillos perfectamente esculpidos.
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