Al volver a la
habitación encuentras en el baño un vaso con un cepillo de dientes, un tubo de
pasta dentífrica, una brocha para enjabonarse la cara y un paquete de
maquinillas desechables. Sobre la mesilla de noche, un billete de metro y un
par de monedas de cinco céntimos. Los cajones y la puerta del armario están
cerrados con llave.
Apenas has
bajado del autobús han comenzado a caer las primeras gotas. En este país
siempre parece llover a destiempo. No has traído paraguas, pero no te apetece
meterte en ningún bar donde la gente siempre te mira con recelo. Aprietas el
paso. El albergue está apenas a un par de manzanas. La lluvia cae ahora como
una cortina de agua. Te sientes observada. Eres la única que se atreve a caminar
bajo el aguacero. El par de zapatos rojos que tanto te gustan están completamente
empapados. Alguien viene por la acera en dirección contraria. Le cedes el paso
bajando al asfalto como haces siempre. Ha sido un movimiento en falso. El tacón
se ha incrustado en la tapa de una alcantarilla y se ha roto. Te ha faltado
poco para caer y que tu aspecto sea aún más ridículo. No te queda más remedio
que arrancar el otro. Es eso o volver descalza. Al llegar a la habitación te desplomas
sobre la silla. La lluvia te ha apelmazado el cabello en finos mechones de los
que aún ves desprenderse pequeñas gotas. La poca fuerza que te queda la empleas
para desembarazarte de los zapatos manchados de agua y barro y lanzarlos contra
la pared. Después de quitarte la ropa mojada y de secarte el pelo con la
toalla, contemplas, frente al espejo del rincón que hace de baño, tu imagen
derrotada. Esta noche te vas a la cama sin cenar. Mañana será otro día.
Antes de salir
a trabajar recoges lo que quedó de los zapatos. Están cubiertos de manchas de
barro reseco. Colocas uno de los tacones bajo el talón y contemplas otra vez el
conjunto completo. La visión dura solo unos segundos, hasta que la unión
inestable se deshace y ambas partes se te escurren entre las manos. Ruidosamente
las echas a la papelera. Comprarte de vez en cuando alguna prenda o unos
zapatos es el único capricho que puedes permitirte, aunque no tengas demasiadas
ocasiones para lucirlas, casi siempre camino del trabajo o de regreso al
albergue. El resto del tiempo lo sufres embutida en el uniforme azul de
limpiadora. En la parte baja del armario encuentras las bailarinas que tan poco
te gustan. Si pudieras, hoy saldrías a la calle sin pies.
Al volver a la
habitación encuentras sobre la mesa el par de zapatos rojos. Están como nuevos.
Nadie diría que ayer parecían el despojo de un basurero. Junto al calzado hay
una nota: Ten cuidado, la cola aún debe
de estar húmeda.☺.
Amir. Te resulta simpático el detalle
de la cara sonriente. Estás
desconcertada. La vida no te ha preparado para la amabilidad. Lo único que se
te ocurre es escribir unas palabras en el dorso del papel: Muchas gracias. ☺.
Naima.
Desde que
trabajas en el aeropuerto debes de haber visto despegar más de cinco mil
vuelos. Sólo de uno conociste el destino, el que llevaba a Alika de regreso a
casa. A ti no te queda ni siquiera un lugar al que volver. Los primeros meses,
cada vez que un aparato tomaba velocidad para elevarse, lo contemplabas
ensimismada, imaginándote cómo sería volar lejos, sólo por el placer de descubrir
otros lugares. Hace tiempo que el sonido de los aviones no es más que una parte
del bullicio en el que te diluyes.
Sobre la
mesilla de noche reconoces el pedazo de papel con tu mensaje. Bajo, hay escrita
una respuesta: De nada. Yo también sé lo que
es tener un mal día. ☹.
Descubres con cierta sorpresa que la cara que acompaña al mensaje no sonríe. A
veces no se te ocurre pensar que la vida tampoco es fácil para los demás. En la
papelera crees descubrir el motivo de su estado. Está repleta de Kleenex usados. Seguramente la lluvia
del otro día lo resfrió. Te sientes en deuda. Buscas en su parte de la repisa
del baño algún medicamento, pero no encuentras nada. No te sorprende. Los
hombres son muy despreocupados para estas cosas. Bajas a la farmacia y compras
un jarabe. Antes de salir de casa pones el frasco sobre la mesilla de noche y
lo acompañas con una nota: Tienes que
tomártelo tres veces al día. Que te mejores. ☺. En los días que siguen
compruebas con agrado que el nivel de jarabe en la botella y el de Kleenex en la papelera disminuyen
simultáneamente.
Desde que te
dio las gracias por lo del jarabe no ha pasado un día sin que os dejéis una
nota. Buscarla es lo primero que haces al volver a la habitación. La mayor
parte de las veces ni siquiera hay un mensaje, sólo caras. Unas veces tienen
dibujada una sonrisa, otras, una mueca de tristeza. Con eso es suficiente para
saber qué tal os va todo. Ayer la encontraste triste. ☹
Siempre que
pasas por delante de la tienda de los chinos te paras a mirar el escaparate.
Esta vez te llaman la atención unas flores rojas que parecen llamas. En el
cartel que tienen debajo lees un nombre que no conoces: Cyclamen. Decides comprarla. Las plantas siempre dan alegría a una
casa. A ti siempre se te mueren, pero tal vez entre los dos seáis capaces de cuidarla.
Desde hace unos
días te has dado cuenta que los cajones de su mesilla y la puerta del armario
están abiertos. Al principio creíste que se trataba de un descuido, pero ya no han
vuelto a estar cerrados. Es una muestra de confianza. O tal vez te está
poniendo a prueba.
Se ha ido. Para
unos cuantos días, dice la nota. En el baño su cepillo de dientes no está junto
al tuyo. La idea se te ocurrió a ti. Ocupar la repisa con dos vasos, le
dijiste, es un desperdicio de espacio. El suyo era el rojo. Ahora el verde te parece
desoladoramente solo.
Hace ya una
semana que está fuera. Con fingido desinterés has preguntado en el albergue,
pero nadie sabe nada. Tiene pagado el mes completo, eso es cuanto te han dicho.
Resulta absurdo, pero encuentras la habitación más grande. Desde que se fue, al
cyclamen se le están empezando a caer
los pétalos.
Últimamente te
cuesta dormir. Por eso has abierto sus cajones y el armario, porque las horas
se te hacen muy largas, por puro aburrimiento. Eso es lo que quieres creer.
Tiene poca ropa. Una chaqueta con dos franjas reflectantes, unos vaqueros
desgastados, dos camisas viejas y la camiseta de un equipo de fútbol. En la
mesilla de noche no sabías lo que ibas encontrar y no te ha gustado. Además de
un mechero sin gas, varios billetes de metro, unas monedas de cinco céntimos y
un bolígrafo, te has topado con la foto de una chica joven, más o menos de tu
edad. Te duele reconocer que es guapa. Sonríe. Parece feliz.
No paras de dar
vueltas en la cama. Tanteas con la mano buscando el interruptor de la luz y
enciendes la lámpara de la mesita. Otra vez tienes la foto en tus manos,
buscando defectos que la primera impresión te pudo hacer pasar por alto. Nos
los encuentras. Te parece incluso más atractiva, más fuera de tu alcance. Quizá
ha ido a reunirse con ella. Que se trate de alguien de su familia es una
posibilidad que ni siquiera contemplas. Nadie guarda en el cajón la foto de una
hermana. Ahora te gustaría haber visto a Amir aunque sólo fuera una vez. Podrías
buscar parecidos. La caída de los ojos, la forma de la cara, la manera de sonreír.
Sabes que la primera claridad del día te va a encontrar despierta.
A pesar de lo
que digan las películas, los aeropuertos no siempre son el mejor lugar para las
despedidas. No al menos, si has recorrido esas mismas terminales una y otra vez
arrastrando un carrito de limpieza en medio de un incesante ir y venir de
pasajeros, aturdida por el murmullo monótono de las voces. El día que Alika te
pidió que la acompañaras a coger su avión tuviste que fingir, poner buena cara
y contar los minutos hasta que la viste desaparecer por la puerta de embarque. Durante
toda aquella espera interminable te fijaste sobre todo en la gente; un tipo
bien vestido comía galletas. Con un gesto que imitaba a un jugador de
baloncesto tiró el envoltorio a la papelera, sin acertar. Ya no tuvo ganas de hacer
más intentos y el papel se quedó en el suelo. Un segundo después había vuelto a
sus preocupaciones. Toda vida deja tras de si una estela de desperdicios. La
tuya se reduce a recogerlos.
Ha regresado. Te
deshaces precipitadamente del bolso y del abrigo cuando adviertes que sobre la
mesa hay una pequeña caja con un mensaje: Me
han regalado estos bombones, pero no puedo comer chocolate. Espero que te
gusten. ☺☺.
Después de encontrar la foto, que tuviera este detalle contigo no entraba en
tus planes. El desconcierto te dura poco, el tiempo justo para darte cuenta de que
tal vez los había comprado para ella. Tú no conoces a nadie que regale bombones
a un hombre. Poco a poco, vas construyendo tu propia versión de la historia. Imaginas
una cita, una ruptura inesperada y un deambular por las calles con una ridícula
caja de bombones en la mano. A su mensaje contestas con una mentira. Gracias, pero yo tampoco puedo comerlos. ☹.
Los días
siguientes no contestas a sus notas. ¿Te
ocurre algo? ☹.
Solo a esa pregunta respondes con un monosílabo. Nada.
Del cyclamen solo quedan unas hojas mustias
y un pequeño tallo reseco al que se le han caído todos los pétalos. Recuerdas
que alguien te dijo una vez que las plantas lo único que necesitan es un poco
de amor. A estas alturas ya no te sorprende que no puedas mantenerlas con vida.
Has pasado toda
la mañana inquieta, mirando la hora en el gran reloj que cuelga en una de las
inmensas paredes de la terminal. Los últimos días no paras de darle vueltas a
la cabeza. Cada vez te parece más absurda tu forma de proceder. Arrastras con
prisas el carrito hasta el almacén y buscas a la encargada. Por el camino has
inventado una excusa para poder salir antes. Es la primera vez que lo haces,
por eso no te ponen impedimentos para que te marches. Esperas que a esa hora Amir
se encuentre en la habitación.
Al abrir la
puerta te das cuenta de que no está. Quizá haya salido un momento y regrese
pronto. Te resulta extraño encontrarte en el cuarto a esta hora. Los sonidos de
la calle son distintos. También la luz. Habías venido a buscarlo y ahora no
sabes qué hacer. Te dejas caer pesadamente sobre la cama. El sol dibuja un
rectángulo dorado en el techo. Al bajar la mirada un detalle te llama la
atención. Sobre la mesa la flor de un cyclamen
ha sustituido al tallo reseco. Junto a la maceta hay un pequeño papel: Espero que éste podamos salvarlo entre los
dos. ☺☺.
Han metido la
llave en la cerradura. Una mezcla de decepción y sorpresa congela la mejor de
tus sonrisas cuando ves aparecer a Gerarda, la patrona. ¿Qué haces aquí a estas horas? Me encontraba mal. No hay nadie más en
la habitación. Ya lo sé. A Amir lo ha detenido la policía. Han hecho una redada
en el bar donde iba a comer. Un amigo suyo ha llamado para avisar de que vendrá
a recoger sus cosas. Pinta mal. No tenía papeles. De momento el cuarto es todo
para ti.
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