Unos débiles rayos de luz se filtran por las
rendijas del portón de madera. Las campanas de la iglesia resuenan. Es día de mercado. Intentas incorporarte, pero
amaneces con los músculos agarrotados por el frío y la humedad de la noche. Por
fin logras levantarte. Los animales están inquietos. Te duele la cabeza y el
estómago. Las encías te arden. Y tienes serias dificultades para enfocar. Debes
salir del establo ya. Te desprendes de los restos de paja de tu ropa y de tu
cabeza. Fuera sopla el matacabras, ese viento huracanado y frío que es la pesadilla
de los habitantes de la aldea. El granizo menudo se clava en tu cara como si
fueran alfileres. Te ajustas tus ropas de adulto sobre tu cuerpo de niño. Asciendes
por la calle principal. Sorteas un carro tirado por un buey repleto de hogazas
de pan negro. Otro carro más. Esta vez cargado de gallinas enjauladas. Tus pies
polvorientos trotan sobre unos caminos que parecen un cenagal. Si te das mucha
prisa, algún mercader te permitirá descargar
sus bienes. Y al final de la tarea, si hay suerte, te recompensará con unas
piezas de fruta, unos huevos o unos frutos secos. Pero últimamente la
competencia es feroz. Sois un regimiento de desharrapados y huérfanos buscando el
sustento. Las últimas fiebres se han cobrado demasiadas vidas, como la de tus
padres y la de tus hermanos. Alcanzas la plaza empedrada que acoge el mercado. Pasas
por el puesto de las especias, perfumes y tintes. Luego por el de los tejidos. Buscas
un puesto donde se venda algo comestible, porque siempre te pagan en especie. Don
Emilio, el de los quesos, siempre ha sido generoso contigo. Piensas en un trozo
de pan con queso y se te hace la boca agua. Ahora piensas en un trago de vino o
de cerveza. Percibes el olor a humo de esos fuegos incipientes donde se asarán
las carnes y los embutidos. El estómago
te da un zarpazo. Echas la mano al bolsillo y te sacas un trozo de paja que te
metes en la boca para engañar el hambre. Ves a Don Emilio. Coloca la mercancía
sobre un tablón de madera. Has tenido suerte. Nadie le ayuda. Ese podrías ser
tú. Ojala te diera tu recompensa ya. El estómago protesta. No recuerdas lo
último sólido que te llevaste a la boca. Quizá fuera un mendrugo de pan
humedecido en agua de lluvia o unas vainas de guisantes. Las campanas de la
iglesia voltean de nuevo, pero esta vez con más fuerza. El vigía debe haber avistado
algo. Todos interrumpen su actividad, un clamor sobrevuela el mercado. Don
Emilio desaparece de tu vista y tú te llevas un trozo de queso de cabra a la
boca. Mientras unos especulan con un fuego; y otros, con un ataque; tú solo te
concentras en saborear ese trozo de queso.
Una
vez descargado todo el carro, Don Emilio te regala una rebanada de pan bañada
en aceite y las cortezas de un queso curado. A esas alturas del día ya sabes
por qué el vigía hizo sonar las campanas. Se acerca la cruzada de los niños a
la baronía. Dicen que se dirigen hacia Jerusalén para luchar contra los
infieles. Cuentan que en su peregrinaje atraviesan aldeas, reinos, mares y desiertos. ¿Pero hay algo más allá de
la Baronía? Te preguntas. Pronto lo descubrirás, porque partirás con ellos.
He cambiado al campesino agradecido por un niño.
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