Con el tibio sol de primavera en
el punto más alto de su trayectoria celeste, la gran campana de bronce que
corona la torre del vigía comienza a repicar con urgencia. Su rotundo sonido estremece
el aire con un ligero temblor. El rebato sobrevuela los tejados, atraviesa las
calles estrechas, salta los muros de los corrales espantando a las bestias y,
ya libre de barreras, eriza los trigales hasta alcanzar la orilla del
riachuelo, donde Carmen, la viuda más reciente del lugar, frota con esmero,
hincadas las rodillas en la tierra, una de las muchas prendas que colmaban la
cesta que, todavía mediada, tiene a su lado. El aviso la ha hecho erguirse,
cerrar un poco los párpados y apartarse con el antebrazo el mechón de pelo que
le cae sobre la frente, como si ese gesto le hiciera más nítido el tañer de la
campana. Una inmediata inquietud la agita por dentro. Instintivamente busca con
la mirada a Miguel y Carmencita, sus hijos pequeños, que siempre la acompañan
al rio. Los descubre paralizados, no de preocupación, como le ocurre a ella,
sino fascinados por lo que de extraordinario tiene aquel clamor; pero ellos no
son la causa de su congoja, sino Esteban, el mayor, al que esta mañana, después
de besar en la frente, siguió con la mirada, fijos sus ojos en lo que de niño
aún guarda su silueta, hasta ver cómo desaparecía tras la esquina camino de la
plaza. Con la última vibración del aire, todo ese sufrimiento viene a
concentrarse en una punzada que le atraviesa el abultado vientre de embarazada,
como si ese dolor lacerante se tratara de una prolongación afilada de la serie
de toques metálicos que han silenciado el rumor con el que el agua resbala
sobre las rocas. El pinchazo la hace encogerse, cruzados los brazos sobre la
barriga. Durante unos segundos teme que la viscosidad tibia de la sangre le escurra
por las piernas. De su boca entreabierta escapan leves quejidos que se diluyen
en el susurro de la corriente y el sisear de las hojas peinadas por la brisa.
Nadie puede escucharla. A esa hora, el resto de mujeres disfruta de la algazara
de un día de mercado. Aferrándose al tronco de un árbol logra ponerse en pie. La
respiración entrecortada solo le permite exhalar un grito ahogado con el que
llama a sus hijos, que aún parecen conmocionados por el volteo de la campana. A
duras penas puede andar. Como los niños son demasiado pequeños para cargar con
la cesta, se ve en el trance de abandonarla y añadir a sus preocupaciones la
integridad de la ropa hasta que alguien pueda regresar a buscarla. Apoyada una
de sus manos en un frágil hombro infantil y la otra sosteniendo la parte baja
del vientre, avanza poco a poco, con los ojos entornados y una mueca que deja entrever
las dos filas de dientes apretadas con fuerza. La pequeña Carmen camina agarrada
con fuerza a la mano de Miguel. Lo hace un paso por detrás, como si se escondiera.
Su hermano, al que la angustia sólo deja emitir un quebradizo hilo de voz,
pregunta a su madre qué le ocurre. No es
nada. Sólo necesito llegar a casa y
descansar.
Carmencita se ha quedado de pie,
a unos cuantos palmos de la cama. Sus grandes ojos marrones contemplan, sin
apenas parpadear, las extrañas expresiones que desencajan un rostro que sólo ha
conocido sereno. En el cuerpo desmadejado por el sufrimiento, le cuesta
reconocer el cálido refugio al que acude cada noche cuando se siente vencida
por el sueño. Ahora, sin una mano a la que aferrarse, aprieta entre sus dedos
el borde de su vestido. Miguel, tan pronto pudo acomodar a su madre, salió a
pedir ayuda en las casas cercanas. En todas ellas, empuja el portón superior de
la entrada, asoma la cabeza y lanza hacia la oscuridad un grito que no
encuentra respuesta. Agotada esta posibilidad corre en dirección a la plaza en
busca de Esteban.
Éste que el infortunio parece
empeñado en arrebatarle antes de nacer, va a ser el octavo hijo de Carmen. De
los siete anteriores sólo tres le viven. A Pedro y María, los mellizos, se los
llevó hace años la viruela. Habían venido juntos al mundo un ventoso día de
otoño. La primera en ver la luz fue la niña, que tan pronto estuvo en manos de
la partera exhaló un quejido tan desgarrado que todos la creyeron enferma. Unos
minutos más tarde nació su hermano, que gemía con idéntica insistencia. Sin
embargo, para sorpresa de los presentes, en cuanto estuvieron juntos en la
cuna, la una al lado del otro, sus lágrimas cesaron al instante. Desde ese
momento se creó entre ellos una relación tan especial que nunca dejó de
asombrar a todos los que fueron testigos; si uno se lastimaba, el otro rompía a
llorar, y era tan sincero su llanto que se diría que padecía un dolor auténtico.
En cambio, si algo les hacía reír, sus risas se doblaban como un eco. Así
transcurrió su infancia, en un pequeño mundo para dos, del que los demás apenas
eran incómodos invitados, y las más veces, meros espectadores. Otra tarde de
otoño, tan ventosa como la del día en que los mellizos habían venido al mundo, María
se abrazó a la falda de su madre que remendaba la ropa de la familia junto a la
ventana. Parecía exhausta, como si se hubiera entregado a un esfuerzo mayor del
que su pequeño cuerpo fuera capaz de soportar. Tenía las mejillas encendidas y
un brillo acuoso le empañaba la mirada. Cuando Carmen le puso la palma de la
mano en la frente comprobó, horrorizada, que ardía. Repitió el mismo gesto con
el resto de sus hijos, pero ninguno de ellos dio muestras de estar enfermo. Rezó
por la curación de la pequeña, e imploró para que el mal, si pasaba junto a los
varones, no pudiera encontrarlos. Fue en vano. Esa misma noche, en el tenso
silencio que imponía la incertidumbre, los dientes de Pedro rechinaron a
consecuencia de los escalofríos. Pasaron los días y el horror de la enfermedad
se fue cebando en la anatomía de los dos niños, uno el reflejo duplicado del
hermano. De nada sirvieron las atenciones que les prodigó su madre, ni las
súplicas ahogadas en el llanto, ni las oraciones en que se iban las noches
hasta las primeras luces del alba; poco a poco, sus vidas se fueron apagando
como dos pavesas que se alejan del fuego. El amanecer del décimo primer día
halló el cuerpo de ambos velado por la lividez de la muerte. La mañana del
velatorio, mientras las vecinas consolaban a su mujer, Santiago, sentado frente
al fuego, ataba con cuerda de esparto las modestas cruces que velarían la tumba
de sus hijos.
El nacimiento de Miguel trajo de
nuevo la alegría a la casa y Carmen volvió a quedar encinta. La vida seguía su
curso. Fue una gestación plácida; durante los primeros meses ni siquiera
padeció las náuseas que tanto la habían incomodado antaño. Los incipientes
dolores del parto la encontraron junto al fuego, en el ajetreo de preparar la
comida. En pocos minutos la casa se llenó de mujeres que iban y venían,
atareadas con los preparativos o sosteniendo la mano de la parturienta a la que
tranquilizaban con su resuelto parloteo. Todo transcurrió con relativa normalidad,
pero cuando Jimena, la partera con más edad, recibió al niño en sus brazos, lo
encontró amoratado, con el cordón umbilical enrollado al cuello. Le dio unas
enérgicas palmadas para lograr que reaccionara; de haber sido invierno lo
habría dejado unos segundos sobre la nieve, pero la noche primaveral solo dio
para sacarlo a la intemperie y que el frescor de la calle le llenara los
pulmones. El llanto con el que debía comenzar la vida no llegó a romper el
silencio en que quedó sumida la casa. La primera noche de luna llena que siguió
a la muerte del recién nacido, Santiago salió de su casa sosteniendo en sus brazos
un pequeño bulto envuelto en un paño sucio. Lo estrechaba con firmeza contra el
pecho, sin mirarlo, clavados los ojos en el camino que recorría con pasos cautelosos
que silenciaban el crujir de sus pies sobre la senda de piedras y arena. Con
sus propias manos escarbó la tierra húmeda del camposanto, y allí, junto a las
tumbas de los hermanos, dio sepultura a su hijo bajo una pequeña cruz que la
iglesia le había negado.
La muerte más dura para sus padres,
no obstante, fue la del primogénito, quizá porque de todas era la única que no
pudieron entender. Santiago, al que habían puesto el nombre de su padre, nació
fuerte y sano. Desde pequeño marchaba por las mañanas a ayudar a su padre en
las labores del campo, y todos se admiraban de su obediencia y bondad. Destacaba
de entre todos los niños, a los que aventajaba en altura. Su superioridad
física le hacía confiar ciegamente en sus fuerzas, y dio tantas muestras de
audacia, que parecía no conocer el miedo. Los demás le seguían en sus andanzas,
y tan pronto se encaramaban a los árboles a coger fruta madura, como se
preparaban para la batalla contra un enemigo imaginario. Un día que andaba
camino de casa con su hermano Esteban, Santiago escuchó el canto de un pájaro y
de inmediato intuyó una sombra que salía volando de un árbol cercano. Picado en
su curiosidad se situó bajo la copa y entre el follaje creyó descubrir un nido.
De inmediato se agarró a la corteza y ayudándose con las piernas a forma de
tenazas, comenzó a trepar como una ardilla. De nada sirvieron las advertencias
de su hermano, que lo veía subir cada vez más alto. En pocos minutos ya se
había encaramado a la rama donde se encontraba el pequeño cuenco de barro y
paja al que rodeaba una barrera de espinos.
Son urracas. Acercó un dedo a la cabeza de los polluelos que se debatían
febrilmente creyendo que había llegado la hora de alimentarse. Estuvo así unos
minutos, entretenido mientras las crías le picoteaban en la yema del índice.
Por eso no escuchó, hasta que los tuvo sobre su cabeza, el agitado batir de
alas y el graznido estridente con el que los padres intentaban defender su nido.
Trató de quitárselos de encima con una violenta sacudida de los brazos, pero
solo encontró aire y un picotazo que le hirió en el dorso de la mano. Volvió a
intentarlo con más energía, pero en el esfuerzo del movimiento se desequilibró,
resbalando sobre la rama. Su último grito desgarrado se perdió en la espesura
del bosque. Entre lágrimas silenciosas, su padre, con los nudillos todavía
ensangrentados por haber golpeado todo cuanto se había puesto en su camino,
fabricó la cuarta cruz.
Santiago nunca superó la muerte
de su primogénito. Apenas volvió a hablar. A veces se quedaba a mitad de una
frase, con un ligero temblor en los labios y la mirada perdida. Pasaron así muchas
semanas en las que salía de casa únicamente para faenar en el campo. A su
regreso, deambulaba en silencio y después de cenar, sentado junto al fuego, miraba
hipnotizado el vaivén de las llamas mientras apuraba una jarra de vino. Al
acostarse, lo hacía mirando a la pared, ofreciéndole a su mujer la espalda,
como un muro inaccesible que le recluía en sus propios pensamientos. Una noche,
se metió en la cama cuando Carmen hacía un buen rato que estaba dormida. La cogió
por la cintura y le dio la vuelta. Ella, todavía soñolienta, tardó un momento
en comprender lo que estaba ocurriendo. Con torpeza de borracho se había puesto
encima de ella. Hacía mucho tiempo que su marido no se acercaba de esa manera. Tal
vez aquel acto suponía el regreso de aquella especie de destierro al que se
había condenado. Sin embargo, no hubo ninguna palabra, ninguna caricia, sólo un
gesto congestionado y un gruñido casi animal. Al terminar, se apartó y dejó que
el muro de su espalda los volviera a separar. Con la primera claridad del día,
Santiago se marchó. Ni siquiera había desayunado. Carmen, comenzó el trabajo
diario tratando de diluir en la rutina el agrio aliento de vino, el semblante
desencajado, las embestidas violentas y la espalda como un muro en que todo
muere. Los gritos de los vecinos la encontraron ordeñando la vaca. Aunque en medio
del desconcierto no pudo identificar las palabras, supo que aquellas voces eran
portadoras de malas noticias. Habían encontrado muerto a su marido en un
camino, al lado del árbol del que había caído su hijo y que él acababa de
talar. No se le encontraron signos de violencia. Le ha dado un mal viento, dijeron.
A partir de aquel día, después
de acudir a misa, siempre hace una visita a las cinco tumbas coronadas por cinco
cruces pequeñas y humildes. Algunos dicen que la han visto hablar. Tanta muerte le ha aflojado el
entendimiento, comentan las vecinas. Desde que enviudó se gana la vida de
lavandera. Cargando con una gran cesta -un asa en una mano y la otra apoyada en
la cadera- recorre varias veces al día el camino que separa las últimas casas
de la villa de la pequeña alameda donde las mujeres se reúnen a lavar la ropa.
Es, de entre todas ellas, la única que no canta. Permanece en silencio,
ensimismada en su trabajo, del que sólo levanta los ojos para echar un vistazo
a los dos críos que juegan junto a los árboles.
Estas últimas semanas se
encuentra más fatigada. El embarazo está ya avanzado y los niños son demasiado
pequeños para echarle una mano en las tareas de la casa. Alguna vecina se ha
ofrecido a ayudarla, pero con cualquier excusa la aleja. Le disgustan las
conversaciones y los chismes que antes tanto la entretenían. Ahora no son más
que palabras.
¿Por
qué habrán sonado las campanas? Desde la mañana no sabe nada de
Esteban y Miguel no ha regresado desde que salió en busca de ayuda. Carmencita
sigue de pie frente a la cama, quieta como una estatua, con los ojos, que apenas
parpadean, clavados en su madre. Ella, gime entrecortadamente, conteniendo con
esfuerzo los gritos para no asustar a la pequeña. A cada pinchazo en su vientre
responde tensando los músculos, lívido el rostro perlado de sudor.
Los primeros síntomas le
sobrevinieron la noche anterior. A poco de acostarse, su hijo -las vecinas le
dijeron que esperaba un varón por lo puntiaguda que tiene la barriga- comenzó a
moverse. No era el tipo de estremecimiento, como el leve aleteo de un pez, al que
se había familiarizado en sus embarazos anteriores. Se trataba más bien de una
agitación, como una pugna del que va a nacer por hacerlo antes de tiempo. Casi
de madrugada su vientre se relajó, pero Carmen ya no pudo conciliar el sueño.
La primera claridad del día y
los tres cantos del gallo la han encontrado con los ojos abiertos. Desde la
cama mira hacia el otro lado de la habitación donde duermen los tres niños, y
una angustia que le oprime el pecho ensombrece su mirada. Sentada en el borde
del lecho repasa con sus dedos las varices que recorren en relieve el contorno
de sus piernas. Está cansada de tanto esfuerzo, de traer al mundo hijos que la
muerte ha convertido en ausencias. Le gustaría poder descansar un poco sus pies
hinchados, quitarse de encima el sudor con el que la noche de insomnio le ha pegado
la piel a la ropa. Sin embargo, ya está levantada, avanzando lentamente por la
casa, apoyada una de las manos en la parte baja de la espalda. Con un
movimiento diestro, adquirido con los años, recoge el pelo de su nuca en un
pequeño moño. Lo que viene a continuación es rutina. Prende la lumbre para
preparar el desayuno y mientras busca en el gallinero los huevos del día,
escucha los mugidos de la vaca que reclama desde el establo las atenciones de sus
manos cálidas. Esteban, el hijo mayor, ha marchado a la plaza a ayudar a la
mujer del alfarero a montar en el mercado el pequeño puesto en el que venden
sobre todo vasijas, jarras y cuencos. Los otros dos críos la acompañan en su
recorrido por las calles, Miguel, unos cuantos pasos por delante y Carmencita
cogida a sus faldas. Van de casa en casa, recogiendo la ropa hasta llenar la
cesta. Y así una tras otra, hasta completar la jornada. Las horas de duro
trabajo le han dejado la piel áspera de tanto frotar. A veces le da pena
acariciar a la pequeña con unas manos tan diferentes de las que tenía cuando,
aún siendo muy joven, nació Santiago. Ahora, tumbada sobre la cama, con el
dolor cogido al vientre como un mordisco, se siente muy cambiada. Los embarazos
la han hinchado -sobre todo las piernas- y las jornadas en el campo, ayudando a
su marido, le han curtido la piel de la cara que ha perdido su blancura.
Un rumor de voces parece
acercarse a la casa. La pequeña Carmen aparta la mirada de su madre y la dirige
hacia la puerta, esperando que se abra en cualquier momento. El bloque de madera
se desliza con un chirrido sordo sobre los goznes, dejando tras de sí un
rectángulo de luz en el que se dibuja la silueta de un hombre muy alto que
lleva de la mano a Miguel y a Esteban. Fuera de la casa un grupo de curiosos se
agolpa sin atreverse a entrar ¿Quién es
este hombre, Esteban? Es un hombre santo, lo hemos traído para que te cure. Los
niños llevan al desconocido junto a la cama. Tiene el rostro enjuto y una
rotunda nariz aguileña. Su extrema delgadez y la larga barba desarreglada parecen
acentuar su altura. Viste un hábito desgastado y sucio que casi le llega hasta
los pies descalzos. A pesar de su aspecto, no parece frágil ni débil y su voz
es grave y serena ¿Qué te ocurre? Carmen
tarda unos segundos en contestar. Es el
niño. Me ha dado un mal esta mañana. Con la última palabra siente una
punzada que le hace apretar los dientes y cerrar los ojos. El hombre le toma la
frente con la mano. Cúrala. Sentado a
los pies de su madre, Miguel repite la misma palabra que acaba de escuchar a su
hermano. Los dedos huesudos del extraño se posan suavemente sobre el vientre de
la mujer y pronuncia unas palabras cerrando los ojos: Deus, qui omnia potest. Una aguda punzada aguijonea el cuerpo de la
mujer y después el dolor desaparece por completo. Los músculos se aflojan y
poco a poco la respiración va haciéndose más pausada. Le invade ahora una
profunda calma. Las voces de la calle llegan como vagos rumores. Por fin,
duerme.
Cuando abre los ojos ya ha
oscurecido. En la casa solo están sus tres hijos. Carmencita duerme a su lado. Miguel
y Esteban están terminando un trozo de pan y queso que deben de haber traído
los vecinos. Al ver a su madre despierta, corren junto a ella ¿Estás mejor? Sí, ¿dónde está el hombre
alto? Con los niños. En el rostro de Carmen se dibuja una mueca de
incomprensión. Llegaron a la villa con él.
Han llenado la plaza y la iglesia ¿No escuchaste las campanas? Es un hombre santo.
Todos le siguen. Un entusiasmo desconocido parece dominar a Esteban. Tenemos que ir con él. Se van mañana hacia
tierra Santa. Ya verás. Cantan y bailan. Y no paran de reír.
El día ha amanecido brumoso. En
el camposanto una ligera niebla se posa sobre las tumbas. Frente al lugar donde
reposan su marido y sus hijos, Carmen pronuncia una breve oración sin apenas
despegar los labios. De camino a su casa, aprieta con fuerza contra su vientre
abultado un voluminoso hatillo. Atrás, hundidas en el vapor blanquecino que
flota en el aire, quedan cinco tumbas sin cruces.
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