¡Cada
día más vieja! ¡Venga Remedios, levanta! ¡Hay Señor Nuestro Jesucristo! Hemos
venido a este valle de lágrimas a sufrir pero ¡será necesario tanto! No tengo
que comer; no tengo ropa buena, este raído chal ya no me cubre ni los hombros.
¡No llegaré al invierno! Me voy al mercado, debo buscar algún chisme sobre
alguien o concertar una boda prontamente.
La
culpa es de los Barones. El viejo ya no sirve y la tonta de la Baronesa no le
cede mas que inocentes prendas de amor al caballero. Si le diera otra cosa y el
caballero respondiera con un buen envite, en unos meses tendríamos un heredero y
con los niños viene la esperanza. Así ¿qué nos queda? Cuando muera el Barón
¿Quién nos protegerá? La soldadesca se dispersara en busca de otros señores a
los que servir y los bandidos podrán hacer lo que quieran en el pueblo.
En
el mercado no hay nadie, en la taberna tampoco. Voy a la iglesia a buscar al
caballero, de seguro allí se encuentra rogándole al santo, y le doy un par de
consejos. ¡Míralos! ¡Los dos tontos! El caballero andante y la Baronesa
estrecha, arrodillados rezando a Nuestro Señor y mirándose de soslayo.
Suenan
las campanas de la torre, algo ha visto el vigía. Voy a ver.
¿Qué
casualidad? Toda la mañana pensando en niños que son el futuro y ahora ¡nos
llega una horda! Debe ser la mal llamada Cruzada de los niños. ¡Oh, qué pena,
tan pequeños y medio desnudos! ¡Qué caritas de hambre! ¡Qué barbaridad mandar
niños a la guerra!
El
pueblo no tiene comida suficiente para tantos, ni manera de socorrerlos. Pero
quizá uno de ellos podría ser salvado y a su vez salvar al pueblo. Si el Barón
tomara como ahijado a uno de ellos… Voy
rauda a pedir audiencia con el Barón.
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