sábado, 14 de mayo de 2016

El reloj de cuco (Consumismo)


Hacía más de una semana que la voluminosa caja de madera se hallaba frente al número 7 de la calle Las Américas. Cada noche, antes de acostarse, los vecinos apartaban levemente las cortinas y a través de la mínima rendija le echaban un último vistazo para asegurarse de que seguía a la intemperie. La tarde en que se desató un fuerte aguacero, el vecindario entero aguardó con expectación algún movimiento por parte del propietario de la vivienda, pero desde las ventanas, observaron, con una mezcla de impotencia e incredulidad, cómo se iba calando la madera hasta que las letras impresas en el costado quedaron reducidas a una mancha emborronada. A pesar del evidente abandono, algunos vecinos aseguraban haber visto al dueño de la casa recibir al camión de reparto que la dejó delante de su puerta. Desde aquel día permanecía allí, como si estiviera esperando que alguien tomase la decisión de ubicarla en su emplazamiento definitivo. La obstinada presencia de la caja, ocupando un lugar que no le correspondía, provocó en aquel barrio apacible, de casas idénticas, bonitos jardines delanteros y setos cortados milimétricamente, una inquietud que el paso de los días fue acrecentando, gota a gota, en forma de truculentas especulaciones que, rebasados los límites de lo razonable, obligaron al comité de vecinos a poner en conocimiento del servicio de vigilancia ciudadana un hecho tan insólito. Completadas sin éxito las gestiones para localizar al dueño del inmueble, los agentes irrumpieron por la fuerza en el interior de la vivienda. Tras la puerta encontraron un caos de paquetes que había conquistado la mayor parte del espacio. Apenas quedaba un mínimo resquicio que, a forma de estrecha senda, permitía el movimiento dentro de la estancia. Los envases, apilados contra las paredes, daban al lugar la impresión de provisionalidad de los días previos a una partida o del desorden del recién llegado que aún no ha tenido tiempo de desembalar sus pertenencias. La mayor parte de las cajas permanecían cerradas; sólo algunas se habían abierto tímidamente para dejar ver un contenido que parecía intacto. En las etiquetas adheridas en los costados se podía leer la fecha de compra, que en muchos casos se remontaba varios años atrás. Llamaba la atención la escasez de muebles, aparentemente desparejados, como piezas sueltas adquiridas en un saldo. En las restantes habitaciones los muros de paquetes se levantaban casi hasta el techo, frágiles, abocados a derrumbarse sin remedio con el más leve contacto. El aire en el interior de la casa era denso, cargado de una fetidez que se volvía más intensa cuanto más se penetraba en aquel laberinto de cartones. No debieron indagar demasiado para encontrar el origen. Dentro de la bañera hallaron el cuerpo sin vida de Martín T. Sólo su cabeza, en avanzado estado de descomposición, emergía de un líquido oscuro, mezcla de agua y sangre coagulada. 

En el vecindario de la calle Las Américas todo el mundo consideraba a Martín T. un consumado deportista, y eso que nadie le había visto correr nunca, ni siquiera los diez minutos diarios que las empresas de sanidad incluían como clausula obligatoria para rebajar el precio de los seguros médicos. Habían llegado a semejante conclusión inducidos por las apariencias, pues las pocas veces que Martín se dejaba ver en público, lucía siempre chándales de colores llamativos, sudaderas, camisetas con emblemas de alguna universidad norteamericana y zapatillas de las que sólo utilizan los amantes del running. Lo creían uno de esos tipos anticuados, atleta doméstico, que practican ejercicio sobre una de esas desfasadas cintas de correr que tanto desaconsejaban ahora los expertos. Según el Dr. L.M. Gottlieb: correr, además de un sano ejercicio, debe suponer una experiencia sensorial. En el mismo sentido, Stuart Gordon, primer ganador de la decamaratón, consideraba que la cinta de correr era a la masturbación, lo que correr al aire libre era al sexo. Tal afirmación, muy aplaudida en los círculos deportivos, le costó, sin embargo, la denuncia de varias asociaciones de onanistas que consideraban este comentario un insulto a sus más profundas convicciones. El caso de Martín T. parecía claro: debía de tratarse de esa clase de gente que se aferra tozudamente al pasado.

A pesar de esta creencia general, Martín T. no era en absoluto deportista. Ni siquiera aficionado. No disfrutaba jamás del ejercicio ni se entretenía viendo cómo otros lo practicaban. En realidad, odiaba el deporte, y era precisamente este intenso rechazo el que lo condenaba a lucir siempre el aspecto inconfundible del que ha hecho de la actividad física un pilar básico de su existencia. Todavía debieron pasar algunos años antes de que el eminente neurólogo, el Dr. Wainberg descubriera que este extraño comportamiento que afectaba a uno de cada diez millones de habitantes, se trataba del SDI o Síndrome del Deseo Inverso, que, en los individuos afectados, provocaba que los impulsos cerebrales que se asocian a la atracción y al rechazo estuvieran intercambiados.

Martín T. nació como cualquier niño normal. Pesó tres kilos quinientos cincuenta y tres gramos, libre de enfermedades conocidas y con los cinco sentidos en perfecto funcionamiento. Tan pronto le fue cortado el cordón umbilical se le implantó, como era obligado, el chip con el que pasaba a formar parte de la sociedad y en el que a partir de ese momento quedarían registrados todos sus datos.

El chip había sido invención del científico ruso Igor Mendeliev hacía ya a más de un siglo. Implantado en el cerebro este minúsculo artefacto no más grande que la cabeza de un alfiler, además de almacenar información básica del individuo, como su historial médico, las cuentas bancarias o las distintas claves de acceso a entidades privadas, analizaba los impulsos eléctricos cerebrales asociados a las emociones, pudiendo así identificar las apetencias más íntimas del portador. Este avance, como era de esperar, había supuesto una revolución en el ámbito del consumo, lo que le valió a Mendeliev el premio Nobel de comercio. Desde su masiva introducción, el simple hecho de ver un objeto era suficiente para que el dispositivo determinara si era del agrado del consumidor, si realmente quería comprarlo y en caso de que así fuera adquirirlo automáticamente. Los diez primeros años de vida, esta función no estaba operativa. Durante este período el dispositivo se familiarizaba con la actividad cerebral del individuo, reconociendo las transmisiones sinápticas asociadas a sus gustos. Al llegar a la fecha del décimo cumpleaños la función comprador se activaba y el niño, acompañado de sus padres, era llevado al consumarium, un lugar que recordaba a los antiguos centros comerciales, donde el proceso de iniciación se completaba con una primera compra. Sólo en estos lugares, exclusivos para dicho ritual, los productos se exponían físicamente, colocados en enormes estanterías que brillaban bajo luces cegadoras.

Para Martín T. el día de su iniciación fue triste y desconcertante. Como los demás niños recorrió aturdido los largos corredores abiertos entre las inmensas paredes de cajas apiladas, fascinado por la abundancia, por las luces centelleantes, por la avalancha de colores. Todos los iniciados salían de allí con un paquete bajo el brazo y una sonrisa complaciente, satisfechos por saberse parte de un mundo que acababa de abrirles las puertas. Sin embargo, Martín T. sostenía en una gran bolsa de plastigetal un equipaje completo de hardball que incluía la aparatosa y contundente pala. A las miradas cómplices de sus padres, que intentaban compartir su alegría, él trataba de responder componiendo una forzada mueca de felicidad que ocultara la extraña sensación de no haber entendido nada de lo que acababa de suceder. Hacía únicamente unos minutos, la simple visión de aquel equipaje le había hecho experimentar un temor que no le era desconocido. Se topó con él en la sección de deportes, a la que había llegado al doblar uno de los interminables pasillos que atravesaban el gigantesco recinto. Colgaba de una percha, como una mancha roja en la que destacaban dos cifras en blanco, las mismas que lucía en sus partidos la estrella local. Por un momento creyó que aquella indumentaria iba a cobrar vida y abalanzarse sobre él, reproduciendo la aciaga mañana en la que, M. S., el chico más fuerte de su curso, que lucía el mismo dorsal en su equipaje rojo, le abrió una brecha en la cabeza de un palazo. Aquel incidente se saldó con varios puntos de sutura y la reprimenda de sus padres por no haberse ajustado bien el casco. Ahora, no sabía exactamente cómo, se dirigía a casa con una idéntica equipación bajo el brazo. 

Ésta no fue sino la primera de muchas pesadillas. Durante los siguientes años, cada vez que hizo alguna compra, recibió en su casa paquetes que contenían objetos que no sólo no eran de su gusto, sino que odiaba profundamente. La primera reacción de sus padres, ante sus suplicantes quejas, fue la de acusarle de caprichoso. Como las protestas no cesaban, consultaron la opinión de varios psicólogos que, tras largos y costosos tratamientos, diagnosticaron unánimemente que el chico estaba tratando de llamar su atención. Sólo después de verle llorar amargamente, de asistir horrorizados a la violencia con la que destrozaba todo cuanto había adquirido por su cuenta, contactaron con la empresa que comercializaba el chip y tras no pocos trámites, lograron ser recibidos. Según los técnicos el dispositivo era efectivo al 99,999999 por ciento, y hasta los más pequeños errores eran detectados en la planta de producción durante los tests de fiabilidad. Después de un concienzudo análisis, no se encontró ninguna anomalía en el comportamiento del chip. El siguiente par de semanas la función de compras permanecería desactivada, momento en el que la unidad realizaría un proceso de autoajuste. Durante este período Martín T. pudo volver a caminar tranquilamente por las calles, observando sin temor los enormes paneles comerciales donde se anunciaban los más diversos productos: los últimos modelos en coches autodirigidos, traductores caninos, cremas vaginales para eliminar los óvulos y espermatozoides portadores de enfermedades, alopecia, celulitis, piel grasa o penes y pechos de pequeñas dimensiones, viajes virtuales al Antiguo Egipto, ataúdes biplaza para compartir gastos en el último viaje, etc.

La mañana en que el chip se volvió a activar, pensó en lo primero que se compraría: un reloj. Sería inmenso, de dos metros de diámetro, tal vez. Lo colgaría en la pared de su habitación. Le fascinaba el movimiento incansable del segundero destilando los minutos con sus pequeños pasos, recordándole todo el tiempo que había perdido y que desde ahora mismo se había propuesto recuperar. Todavía echado en la cama, la pantalla virtual se proyectó en el techo de su cuarto. Comenzó entonces una sucesión de imágenes en la que desfilaron los relojes más espantosos. Compra finalizada. La serie de hologramas se había detenido en un reloj de cuco del tipo Jagdstück, con motivos de caza labrados en la madera. Los técnicos de mantenimiento le aseguraron que en pocos días el chip terminaría por ajustarse. Durante algunos meses le dieron largas, con vagas promesas sobre futuros arreglos, hasta que cansados de sus continuas reclamaciones le dijeron que ya no podían hacer nada más por él. El dispositivo operaba correctamente. Sus padres, también hastiados de sus protestas, lo dejaron por imposible. Se habían resignado a aceptar que su hijo era un excéntrico. Si el chip funcionaba bien, a cuenta de qué los sombreros de copa, los pantalones a cuadros, la cabeza de alce disecada, la cama que imitaba un coche, los diez volúmenes sobre la vida de las Santas Brígida y Anunciata, la figurita de porcelana del pastor tocando el caramillo … Mientras sus padres vivieron, por más amargas que resultaran sus lamentaciones, todo cuanto compró terminaba expuesto en su habitación. A ver si así aprendes. Este periodo se prolongó a lo largo de varios años, hasta la fatídica noche en que sus progenitores, celebrando sus bodas de plata, fallecieron accidentalmente por una sobredosis de Orgasmatrol potenciada por un brownie de marihuana. Por fortuna, dentro de la desgracia, esa combinación exacta de sustancias estaba contemplada en la póliza de seguros que sus padres habían contratado, por lo que a partir de aquel momento ya no tuvo que preocuparse nunca más por cómo iba a ganarse la vida. 

El resto de sus problemas seguía atormentándole. Le pesaba la soledad. Echaba de menos las continuas discusiones con sus padres cada vez que llegaba un paquete y le recriminaban que hubiese comprado una colección de dedales, una cubertería de color rosa o un recipiente para la leche con forma de vaca. También tenía necesidades que no sabía cómo solventar. Recurrió entonces a LoveToy la empresa líder en el sector de la compañía artificial. Producía por encargo figuras humanas, tanto hombres como mujeres, reproducidas hasta en los detalles más insignificantes siguiendo los deseos del cliente. Además de esta meticulosidad, lo que hacía de este producto el mejor del mercado, era el material que se empleaba en su fabricación, un nuevo polímero que imitaba casi idénticamente la piel humana. Una vez en la página de LoveToy, el chip recogía las respuestas del cliente a la minuciosa sucesión de imágenes que configuraban una especie de elaborado cuestionario. Finalizado el proceso pensó que, en el peor de los casos, fuera cual fuera el resultado siempre sería mejor que estar solo. La llamaría Kore. Cinco días después tenía en el salón de su casa el embalaje que contenía a su compañera. Tumbada, la caja tenía el tétrico aspecto de un ataúd, así que decidió ponerla en pie antes de retirar la tapa. Cuando el cajón estuvo abierto y contempló a la mujer, se sintió abatido. Frente a él se hallaba la imagen de un fantasma que solo había visto en viejas fotografías. Todo en aquel rostro, la forma de la mandíbula, la expresión de los ojos, la misma curvatura de los labios, más que recordar a los de su madre, podría decirse que eran los de ella; casi una réplica exacta de cuando tenía veinte años. Sin llegar a sacarla de la caja, volvió a colocar la tapa y la enterró en el jardín trasero, bajo la morera donde su madre solía leer todas las tardes hasta que comenzaba a declinar el sol.
Cada día se sentaba frente a un cuenco de porcelana blanca repleto de hojas de lechuga, radicchio, escarola y otra verdolaga insípida aderezada con vinagre de manzana que él hubiera cambiado gustosamente por un solomillo que sangrara con el corte del cuchillo. De segundo, hamburguesa de tofu, y gelatina de fresa o un yogur con sabor a coco para el postre. Únicamente podía comer a su gusto cuando lo hacía en los restaurantes, que acabó por no frecuentar debido a las molestas miradas de desaprobación que inspiraba su colorido atuendo.

Intentó encontrar soluciones en la medicina convencional, y cuando ésta falló, también lo hizo en las prácticas alternativas. Se sometió a hipnosis, acupuntura, acudió a clases de pranayoga que impartía una vecina, pero tras aquellas sesiones sólo tuvo la desagradable sensación de haber perdido el tiempo. Las compras se siguieron sucediendo, y a cada fracaso respondía él con una devolución inmediata. Paulatinamente las empresas, le pusieron cada vez más trabas para recoger los encargos rechazados y cansado de luchar contra la burocracia terminó por quedarse con los paquetes que rara vez llegaba a abrir.
Una mañana, cuando aún estaba en la cama oyó el timbre. Con desgana se atusó el pelo, se vistió con un albornoz de lunares y fue a abrir la puerta. Era un repartidor. Junto a él, dos tipos sudorosos con el resuello entrecortado, esperaban órdenes junto a una enorme caja. Se trataba, según el albarán, de una gran pecera con forma de piano de cola ¿Dónde la dejamos? Martín T. echó un vistazo hacia el interior de la casa y vio que no había espacio para nada más. Déjenla ahí, y cerró la puerta. De camino al baño se fue desprendiendo de la ropa, y ya sumergido en el agua teñida de rojo, escuchó por última vez el desagradable sonido del reloj de cuco.

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